Las sanciones que se están proponiendo para los convencionales que sean acusados de “negacionistas”, debiera encender alarmas. Al menos a mí, no me gusta la idea de instalar verdades oficiales a partir del castigo.
En medio de la vorágine de elecciones y sus diversos avatares, se fue colando una página que me parece digna de destacar: el reglamento de ética de la convención. Entiendo que se trata de un proyecto en proceso, pero que –independiente de cuál o cómo sea el resultado final- hay aspectos dignos de mencionarse.
El problema de la verdad en Chile ha sido un verdadero territorio en disputa, por el cual han batallado los más diversos discursos. Su escenario más agudo y más prolongado ha sido, me parece, el de la aceptación de la violación sistemática de los derechos humanos durante la dictadura. Apenas instalado el nuevo régimen y su consecuente estela de atropellos a las personas, desde los más anodinos hasta los más sangrientos, se instaló una estrategia comunicacional tendiente a construir una verdad oficial sobre lo ocurrido, sus causas y sus consecuencias. Formaron parte de esta campaña las cadenas de diarios de El Mercurio y La Tercera, todos los canales de televisión abierta que pudieron seguir transmitiendo, ya sea porque se sumaron a dicha campaña o porque, definitivamente, habían sido intervenidos por los militares. Los que vivimos esos tiempos debemos recordar la forma artera en que se tergiversaba la verdad. Si hombres y mujeres aparecían muertos en una calle, se hablaba de enfrentamientos; si se denunciaba la detención de algunos dirigentes y su posterior desaparición, se definían como “presuntos desaparecidos”. Hubo, a lo menos que yo recuerde, algunos casos emblemáticos: en términos políticos, la publicación del libro blanco del golpe militar en Chile, texto que pretendió constituirse en la “historia oficial” del golpe de estado, inventando la existencia de una especie de ejército guerrillero en Chile que obligó a la intervención de los militares (lo que era falso); y en relación a los derechos humanos, el caso de los 119 desaparecidos, donde se inventaron dos diarios en el extranjero para vender la idea de que estos prisioneros, la “verdad” se habían matado entre ellos. De cada uno de estos casos, la campaña oficial de prensa y televisión daba por acreditado todas y cada una de las aseveraciones de las autoridades a cargo. El criterio de verdad era el poder y quienes lo detentaban, y sus vasallos lo repetían.
Al recuperar la democracia, los gobiernos de la Concertación hicieron grandes esfuerzos por restituir la verdad histórica. Luego de muchas negociaciones políticas, en Chile se gestaron dos grandes momentos de verdad: las comisiones Rettig y Valech. Al mismo tiempo, el tema de lo ocurrido durante los 17 años de dictadura comenzó a estar en la agenda de las universidades, en los programas televisivos, en los homenajes y reconocimientos a quienes habían sido invisibilizados a partir de una estrategia de mentiras. Y la verdad tuvo, también, su correlato jurídico. Se iniciaron juicios contra los principales violadores de los derechos humanos, al punto que –de acuerdo a lo que afirmaba un informe del Ministerio del Interior del año 2015, a esa fecha habían sido procesados más de 1.300 oficiales y ex agentes de la dictadura, de los cuales había 662 condenados, de los cuales 163 habían cumplido o estaban cumpliendo pena efectiva. Entre estos, se encontraba toda la plana mayor de las dos principales agencias destinadas a la represión y extinción de los adversarios políticos: la DINA y la CNI (Emol, 2015).
La verdad –que para muchos de nosotros lo fue desde siempre y en forma dramática- se fue haciendo discurso mayoritariamente aceptado, en la medida que desde los más diversos ámbitos y sectores de la sociedad, se sumaron a la convicción de que en Chile se había instalado una política sistemática desde el estado para vulnerar los derechos humanos de las personas. Y esto lo han ido reconociendo con el tiempo, todos o casi todos los actores de la escena pública nacional. Para esto, han pasado años. Mucha información, pedagogía, modificaciones en los textos escolares, convencimiento de quienes no lo estaban, pruebas desde tribunales independientes del poder ejecutivo, etc. Incluso algo muy relevante: la posibilidad de que las propias víctimas fueran reconocidas y sus discursos escuchados. Y también los de muchos otros y otras que testimoniaban la verdad.
El reglamento de ética de la Convención puso este tema en discusión, a propósito de las sanciones propuestas para el negacionismo. Básicamente, esto puede leerse como un intento de controlar el discurso de quienes tienen una voz pública y que, además, están financiados por el estado. En ese sentido, me parece que negar la ocurrencia de los hechos, por ejemplo, de las violaciones de los derechos humanos en Chile durante la dictadura, usando las prerrogativas de su cargo público, podría tener algún sentido. Son embargo, no me convence. Mucho menos para involucrar hechos tan recientes como los ocurridos a partir del estallido, ocurrido hace solo un par de años. Y, en relación a la larga historia de guerras, conquistas y ocupaciones en territorio chileno, también se me hace complejo. Me da la impresión que pretender instalar una verdad histórica a la fuerza, por decreto, es un sinsentido y una batalla perdida desde el inicio. Parece que interesa más imponer que convencer. Y es mucho más complicado si, de alguna forma, el acusador fácilmente se puede transformar en juez y parte del proceso inquisitorial.
Algo de autoritario hay en el gesto de este grupo de convencionales. Un cierto deseo de mandar, juzgar, condenar. A veces, el discurso se tiñe de cierta soberbia y delirio del triunfador, como esos antiguos emperadores que, una vez conquistado el trono, al día siguiente dan cuenta de todos sus adversarios. O también, se vislumbra algo de esos consejos revolucionarios que, al día siguiente de la revolución, instalaban tribunales populares donde sumariamente se condenaba a los opositores. O, incluso, algo hay de esos consejos de guerra que, subidos a un helicóptero puma, salieron a recorrer el país de norte a sur, firmando sentencias exprés y sembrando un reguero de sangre en su camino.
Entonces, creo que vale la pena darle una vuelta más al tema y abrir espacios para que la verdad surja desde la confluencia de muchas voces y madure en el tiempo. No sé muy bien por qué, pero algo huele a podrido en la lógica del castigo. Tal vez como viví mucho tiempo bajo el alero de verdades oficiales que no me dejaron ver la verdad, prefiero equivocarme y tomar distancia de ellas.
1 comment
Estimado Antonio, tu valiente y sincero texto me pega muy de frente porque, si alguna vez quise huir del Periodismo y para eso me refugié en la Literatura, fue porque vi que la Verdad er solamente una cuestión de preferencias y puntos de vista particulares. Tienes toda la razón al recordar, con otras plabras, que la Historia la hacen los triunfadores. Y precisamente así parecee estar siendo actualmente, en la Convención Constituyenrte. Un grave error, a mi jucio. Pienso que está en peeligro la sutil pero gigantesca también diferencia entre administrar cívicamente nuestra realidad… o solamente aprovecharse de hacer «lo que quermos porque nosotros ganamos y tenemos entonces pleno derecho a hacer lo lo que soñamos desde siempre…» En todo caso, pieno que son arrrbatos inicales y uqe immperará la cordura democrática finalmente. En otras palabras, me la juego porque la esencia oculta del buen Chile saldrá a flote, en la mirada salvadora del largo plazo. Muchas gracias por tu texto, pienso que somos muchos los que nos atrevemos a, aparentemente, señalar que nuestro mundo aliado también puede equivocarse.