Por Antonio Ostornol, escritor.
El domingo 19 de julio, dos días antes de que el Senado aprobara el proyecto del 10% y tres días después de su paso por la Cámara de Diputados, revisé la edición del domingo de “La Tercera”. Su lectura me llevó a pensar que, más allá de los beneficios o perjuicios económicos atribuibles a dicho proyecto (ya sea porque afectaría las pensiones futuras o generaría una crisis constitucional), había algo mucho más radical en juego, algo que la derecha más conservadora y empresarial percibía con nitidez y que explicaría la tozuda y suicida negativa del gobierno a abrirse hacia un apoyo más “estatizante” (la transferencia directa y universal de recursos, no focalizada), y seguir sustentando una opción más “neoliberal” (préstamos y ayudas híper focalizadas) a la clase media. Y si alguna vez, creo, Clinton popularizó la expresión: “es la economía, estúpido”; en esta contingencia la frase debiera ser a la inversa: “es el poder, estúpido”.
la tozuda y suicida negativa del gobierno a abrirse hacia un apoyo más “estatizante”
A partir del estallido social, me parece que se ha ido infiltrando en los círculos de derecha la idea de que el actual status quo de la política, administrado durante décadas desde su ser minoría con derecho a veto, está en entredicho, seriamente cuestionado y erosionado. Creo que esta percepción no es un “delirio” de la derecha, ya que efectivamente se han generado las condiciones sociales y políticas que podrían modificar significativamente ese equilibrio de base que heredamos de la dictadura. Hoy parece bastante incuestionable que el país se embarcará en un proceso de debate constituyente y se establecerá un nuevo pacto en las formas de la política en el país. El evento inicial será el plebiscito y la posterior elección de la Convención constituyente (sé que estoy haciendo varios supuestos: que se hace el plebiscito en octubre u otra fecha consensuada, que gana el apruebo y que avanzamos a la constituyente, sin tropiezos institucionales; no sé si son solo mis ganas). Este proceso es de alto riesgo para quienes desean conservar las cosas tal como están y no acusan recibo profundo de la urgente necesidad de los cambios políticos y constitucionales (la urgencia de la que hablo son los derechos de las personas, garantizados por el estado, ni más ni menos, urgencia que esta pandemia, una vez más, puso en evidencia).
¿Quién marca la línea editorial de “La tercera”? No tengo idea, pero si hago un ejercicio hermenéutico de la edición del domingo 19 de julio, al menos puedo constatar cuál es esa línea. Algunas muestras. En la editorial de ese día, se parte del supuesto de que las cosas se están haciendo mal en Chile. El argumento remite a la combativa declaración de los “gremios de Chile” en que invitaban a enmendar el rumbo, dando por sentado que el camino marcado por el empresariado nacional sería el correcto. Lo que se estaría haciendo mal en el país es poner en duda la validez del actual modelo de desarrollo, produciéndose “un fuerte cuestionamiento al rumbo que siguió el país desde su regreso a la democracia”. Además, estaríamos viviendo “un espiral de violencia” que el estado no puede controlar. Y dados estos supuestos, entonces se concluye que “tener un diálogo serio y civilizado en cosas tan complejas como un cambio en la Constitución, hoy aparece como algo utópico”. El argumento es notable: no es que la crisis sanitaria pueda interrumpir el proceso constituyente (esa podría haber sido una buena excusa), sino de que los poderes del estado (Parlamento y partidos políticos), en uso de sus facultades conferidas por la actual Constitución, atentan contra la esencia del sistema (al aprobar el retiro de los fondos) y lo ponen en entredicho, aunque tengan todas las mayorías del caso y más. La declaración que se enuncia es otra y categórica: cambiar el sistema es, en sí mismo, un gesto contra la democracia.
La declaración que se enuncia es otra y categórica: cambiar el sistema es, en sí mismo, un gesto contra la democracia.
En el segmento económico del diario, José Antonio Guzmán (empresario vinculado a la CPC, las AFP y los grupos empresariales de las eléctricas) da una amplia entrevista acerca de la actual coyuntura. Claramente, el dirigente empresarial se cuadra con el discurso editorial: “El proyecto de reforma constitucional hoy en discusión [se refiere al del 10%], aparte de ser un resquicio de consecuencias insospechadas, abre la puerta para la destrucción de las AFP y del ahorro individual, como lo propugna y pregona la izquierda, y da paso al control centralizado de los ahorros previsionales y el consiguiente control político de la población.” ¿Qué podemos leer aquí? ¿Son sacrosantas las AFP? ¿Ellas no tienen el control centralizado en unas pocas empresas de los ahorros de los chilenos y, por lo mismo, ejercen actualmente un control político ilegítimo? El argumento de Guzmán es extremo porque pone en evidencia que, él y su sector social consideran que es una vulneración de lo democrático cuestionar la intangibilidad del actual sistema social, político y económico del país. Y lo que hace, es anunciar una especie de chantaje a nuestra sociedad, cuando afirma lo siguiente: “Las ideas de la economía de mercado, la iniciativa privada, la libertad de emprender, la libre competencia, el rol subsidiario del estado y la estabilidad monetaria, por citar algunas, son irremplazables para reimpulsar el crecimiento económico y recuperar el empleo y los ingresos”. ¿Por qué digo chantaje? Porque Guzmán cree que, si el sistema no funciona tal y como él se lo imagina, los capitales en Chile no estarán disponibles para seguir invirtiendo y aportando al crecimiento económico, como si todo el país fuese una gran bolsa de valores que, a la primera tormenta en el horizonte, hace que los inversores huyan despavoridos. Y ahí, por supuesto, se acaba el patriotismo, el jugársela por Chile, y todo lo demás. Pero Guzmán tiene una virtud: dice las cosas con claridad: “Soy partidario de rechazar la reforma e instalar desde ya una mesa de negociación constitucional, con actores de diferentes instituciones sociales, que acuerden las modificaciones que sea necesario introducir a la Carta actual”. Para apoyar este enfoque, “La Tercera” entrevista a Felipe Larraín sobre el tema. El exministro (el de las flores) apunta directamente a una cierta perversidad de la clase política chilena, donde habría “un grupo de políticos que hace tiempo quieren acabar con las AFP y, peor aún, quieren disponer de los ahorros que con esfuerzo han juntado los chilenos”.
El exministro (el de las flores) apunta directamente a una cierta perversidad de la clase política chilena, donde habría “un grupo de políticos que hace tiempo quieren acabar con las AFP y, peor aún, quieren disponer de los ahorros que con esfuerzo han juntado los chilenos”.
Dos grandes argumentos se han ido trazando para sustentar que no debe haber proceso constituyente. Uno, la intangibilidad del actual sistema; dos, la perversidad de alguna parte de la actual clase política. Pareciera que, en este escenario, el gobierno ha optado por atrincherarse con el nuevo gabinete, intentando hegemonizar a la derecha desde el enfoque más conservador. Uno podría sospechar –aunque no tengo evidencia alguna- de que preferiría no tener proceso constituyente. Y es posible que haya sectores que busquen todos los resquicios posibles para inventarse una buena excusa que lo impida. Los grupos que afirman que el proceso constituyente se puso en marcha de facto o que ya está ocurriendo en las calles, también se equivocan y se transforman en funcionales al deseo de quienes no quieren los cambios.
Creo que empezamos a caminar por un derrotero complicado. Por una parte, la derecha más conservadora que se hace fuerte en el gobierno; por otra, los que no quieren dialogar, se instalan en la intolerancia y buscan imponer los cambios a partir de una minoría “activa”; y finalmente, el discurso anti política y políticos, que sustenta los populismos de todo tipo. La posibilidad de salvaguardar un proceso constituyente que, por primera vez en nuestra historia, nos conduzca a la construcción de un marco institucional efectivamente validado por las grandes mayorías, depende de que no se imponga ninguna de las lógicas enunciadas.