¿Acaso las voces públicas no se dan cuenta de que los lenguajes que se construyen desde y hacia la violencia, al final, la van construyendo? Sugiero listar un pequeño diccionario de palabras incomprendidas, al estilo Kundera, para que cuando votemos a nuestros constituyentes nos digan con claridad qué piensan de la violencia y cómo la enfrentarían.
A estas alturas del partido político, cuando el ejercicio de la violencia se ha vuelto un lugar de disputa permanente y cada vez más agudo, tiene sentido preguntarnos por el valor de las palabras. En La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, novela que referí la semana pasada, el escritor propone que hay un momento de la vida en que valdría la pena construir lo que él llama “Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (en cursiva en el original)”. Según Kundera, cuando las personas son mayores, es decir, han madurado “sus composiciones musicales están ya más o menos cerradas y cada palabra, cada objeto, significa una cosa distinta en la composición” de las vidas de cada cual. Me parece que hacer este ejercicio, nos ayudaría mucho, especialmente si hablamos de violencia.
Cuando la derecha chilena logró ganar sus primeras elecciones presidenciales (Piñera, 2010), su caballito de batalla en la campaña fue el famoso eslogan de “fin a la puerta giratoria”, lo que implicaba una mayor dureza en la aplicación de las penas a la delincuencia y poner un límite al sistema judicial chileno que se habría vuelto demasiado garantista. Un amigo que en ese entonces hacía su acelerado camino desde la izquierda política a la derecha pura y dura (no hablo de reformismos ni socialdemocracia ni izquierda liberal ni nada parecido; este amigo derechamente votó por Piñera), me anticipó que la derecha ganaría porque la inmensa mayoría de los chilenos quería seguridad y vivir en paz. Después de los resultados, no me quedó más que reconocerle que tenía razón. En esa ocasión, la noción de violencia que se instaló en la opinión pública podía leerse como el anhelo de seguridad de la gran mayoría, del cual la centroizquierda no se hacía cargo porque estaba preocupada de sus grandes ideas (como cambiar la constitución, hacer un país más progresista, o fortalecer las organizaciones sindicales para negociar mejor).
Luego vinieron las movilizaciones estudiantiles, la acción de la fuerza pública y la discusión por la difícil ecuación entre derecho a manifestarse y resguardo del orden público. Para algunos, la respuesta de la derecha era, básicamente, represiva y no tenía capacidad política de ver más sentidos en esos procesos; para otros, los masivos movimientos eran una señal del estrangulamiento del sistema político y la pérdida creciente de su capacidad para resolver conflictos sociales; para la derecha, todas estas estrategias no eran otra cosa que el deseo de las oposiciones de la época por cuestionar el modelo de desarrollo instalado desde la dictadura.
A partir de octubre del 19, cuando los niveles de violencia social alcanzaron nuevos niveles y la movilización se volvió sinónimo de barricadas, bombas molotov, incendio de iglesias y ataques a Carabineros y, por lo tanto, la respuesta policial cursó mucho más allá de lo permitido, vulnerando gravemente los derechos humanos, hemos tenido que resignificar cada una de nuestras apreciaciones sobre el sentido que ha adquirido la violencia. Pero para entender lo que cada cual quiere decir, necesitaríamos recurrir a otro pequeño diccionario de incomprensiones, donde cada actor político declarara con nitidez su posición. Por ejemplo, para las manifestantes, como ocurrió el lunes en la celebración del día internacional de la mujer, la movilización fue legítima y no violenta (así fue, efectivamente). Por lo tanto, estar en la calle no fue sinónimo de romper, pintar, incendiar. Pero para otros, que van a estos eventos con “acelerantes”, bien provistos de máscaras y suficientes botellas con mecha, para que la manifestación tenga sentido, debe tener violencia. “Vamos por todo”, decía una consigna que leí en una de las redes de la auto llamada “primera línea”. Y ese vamos por todo implica arrasar. En este caso, todos acuden al mismo lugar, pero hablan lenguajes distintos. Esta dinámica conlleva, en algún momento, la acción de Carabineros. Entonces, para algunos hay violencia policial desproporcionada y para otros, incluso es una respuesta tibia y a contrapelo porque estas fuerzas tendrían miedo de las consecuencias penales de sus actos. Dramático. Todos discursos que no se encuentran.
Y si revisamos las reacciones de las autoridades y dirigencias políticas, el espectáculo roza lo patético. El gobierno enfatiza los excesos de violencia, le exige a la oposición que se pronuncie enfáticamente contra la misma y convoca a respetar la actuación del Ministerio Público en la investigación de los excesos policiales. Según ellos, no es suficiente que los partidos digan que no apoyan a la violencia y reiteran, una y otra vez, el llamado a dialogar y a la unidad. Sin embargo, si de algo ha pecado este gobierno (y la derecha históricamente) es de incapacidad de diálogo. Un ejemplo trágico ha sido su dificultad para sumar actores a las estrategias de combate al Covid. Por otra parte, los dirigentes de oposición (unos más otros menos) formulan un pronunciamiento inicial de rechazo a la violencia, y luego comienzan los matices que, rápidamente, dejan de serlo para transformar el matiz en lo esencial. Así, por ejemplo, se reconoce que hay acciones inaceptables en las manifestaciones, pero –aquí empiezan los peros- los carabineros no anticipan, no reprimen con eficiencia, vulneran los derechos. Entonces, ¿cuál es la posición frente a la violencia y qué se hace frente a ella? Leo diarios, veo noticieros, reviso columnas y todavía no encuentro respuestas certeras frente a esta interrogante. Hay sectores de la oposición cuyos matices se vuelven pura empatía y, al final, la responsabilidad es del sistema neoliberal, de la marginación y discriminación, o simplemente, de la incapacidad del gobierno.
Por último, están los que simplemente promueven la violencia –como si fueran parte del séquito que sigue el aserto marxista que le otorga a la violencia el rol de “partera de la historia”. Y todavía más, existen los que creen que hay que incendiarlo todo, incluso el futuro.
Lo triste es que no tenemos un Pequeño diccionario de palabras incomprendidas, al estilo Kundera. Más aún, pareciera que no hay ningún interés en construirlo y, por lo tanto, es muy probable que sigamos encerrados en este espiral de violencia donde palabras sacan palabras. Los militares, ofendidos por los reiterados ataques a la estatua de Baquedano, acusaron a los autores de “anti chilenos”. Estas palabras, aparentemente fuera de contexto, son la contracara de aquello que, sin ninguna consideración por el rigor histórico, hablan de que el actual gobierno es una dictadura fascista y, por lo tanto, se justifica ejercer la violencia contra ella y contra todo el estado que la ampara. Pero ¿qué se hace frente a la violencia social? No veo respuestas. Por supuesto, suscribo algunas generalidades muy importantes, como la necesidad de, con rapidez, acortar las desigualdades; pero el problema es hoy, en la calle, cuando una o un manifestante está a punto de incendiar un inmueble cualquiera o balear a un policía. Hay que reprimir, seguro, de la mejor forma y con pleno respeto por los derechos humanos. Y hay que sancionar a quienes ejercieron la violencia social en un contexto democrático. Pero ¿cómo se hace? Esperaría una respuesta desde el mundo político formal y del mundo social. Yo no la tengo. He dicho muchas veces que creo que vivimos una delicada situación en el uso del lenguaje político, donde comienzan a construirse realidades que, en definitiva, podrían llegar a justificar nuevas formas de violencia. ¿Estaremos acaso ad – portas de una guerra pueblo – estado? Me encantaría que quienes tienen responsabilidades públicas y que buscan posicionarse como representantes de la ciudadanía, especialmente aquellos que aspiran a ser constituyentes, se pronunciaran sobre estos temas. Más allá del juego oportunista que el gobierno hace con sus llamados al diálogo y la unidad, que parecieran buscar ganar tiempo para no cambiar nada, creo que personeros, chilenas y chilenos que sepan dialogar, que sean capaces de buscar los acuerdos, que excluyan la violencia destructiva como forma de acción política, y defiendan estos principios con convicción, debieran redactar nuestra futura constitución.
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Me resulta refrescante leer a Antonio Ostornol. Hace largo rato que creía que era el único pelotudo que pensaba así. Ahora me consuela pensar que somos al menos dos.