Si el mundo público -político y social-, no abandona una mirada oscura de la realidad, que importa en el fondo una cierta actitud supremacista desde lo moral, será difícil salvar bien la pandemia y avanzar en nuestro proceso constituyente.
El Covid 19 nos obliga a vivir en la paradoja. Por una parte, como un infierno permanente, en todo el mundo se despliegan nuevas olas de contagios, que crecen como si nada pudiera contenerlas. La vacuna –que hasta ahora asoma como lo más efectivo para controlar la pandemia- avanza a ritmo lento y desigual. Y todos los días, como si una actitud ancestral hiciera emerger desde el fondo de nosotros la antiquísima tribu que mira los cielos ante la adversidad, repetimos las cifras de la muerte (contagios, decesos, camas críticas) y las de la vida (vacunados con una y con dos dosis).
Por una parte, está la epopeya de derrotar al virus: personal de salud en la primera línea de combate (la heroica, la silenciosa, la cotidiana, la que expone su propia vida); científicos trabajando contra el tiempo para encontrar la mejor vacuna o el mejor medicamento que permita tratamientos efectivos y evite más muertes; hombres y mujeres en las fábricas intentado hacer algo similar a un esfuerzo de guerra para procurar las miles de millones de dosis necesarias para abastecer al mundo entero; funcionarios de cada uno de los estados intentando paliar de algún modo, con más o menos recursos, los estragos de las cuarentenas, del paro laboral, de las caídas de la actividad económica. Si lo miramos en perspectiva, un esfuerzo realmente épico del cual no tengo registro en mi vida (que ya son unas buenas seis décadas, pasaditas).
Pero, por otro lado, una y otra vez irrumpe la tragedia y, por momentos, diera la impresión de que muchos actores de la esfera pública se comportaran como si lo más relevante fuera lograr un posicionamiento algo mejor o peor, de tal o cual fuerza política, tendencia ideológica, credo religioso, o convicción científica. Es como si una fuerza oscura –no dejo de recordar Mi parte de noche, la magnífica novela de Mariana Enríquez, los capturara y todo se volviera negatividad. Algún amigo o amiga me comentó esta semana –incluso diría que hasta con inocencia- que sentía que el gobierno de Chile había actuado “con improvisación”. Me sorprendió esa opinión. ¿Alguien cree que en alguna parte del mundo se actuó a partir de una planificación elaborada desde mucho antes y que no hubo amplios márgenes de improvisación en casi todas las respuestas que se implementaron frente a la aparición del virus? Ni la OMS, ni China, ni Estados Unidos o Europa, menos nuestros países, tenían un plan. Hubo respuestas más atinadas que otras, sin duda. En nuestro país, las hemos tenido de todas las layas. Desde el gobierno, ha habido aciertos. Yo, al menos, anotaría dos: el aumento de las camas críticas durante la primera ola (compra de respiradores, integración de los servicios médicos públicos y privados para actuar como una sola red, desplazamiento de las cirugías programables, apertura de residencias sanitarias); y, por supuesto, la obtención temprana de las vacunas. No son logros, menores, hay que reconocerlo. Pero también hubo errores, varios. Tal vez no confiar en la salud primaria desde el principio, lo que implicaba seguramente delegar parte importante de la gestión en los municipios y mejorar significativamente los recursos del sistema.
Tampoco ha sido eficiente la gestión de las ayudas (incluso el ex Ministro de Hacienda lo ha reconocido: “llegamos tarde”) ¿Por qué no se hizo? ¿Miedo a perder el control, necesidad de estar solos en el podio de la llegada final? ¿O fuimos, simplemente, víctimas trágicas de un clima social y político que ha excluido el diálogo real (ese donde se conversa con disposición a cambiar algo de lo que uno cree y aprender cosas nuevas)? ¿Cuánto le pudo costar al país la imposibilidad de los actores públicos (sociales y políticos) de entenderse incluso en algo que –quizás, no estoy seguro- podría haberse resuelto desde la ciencia y la evidencia aceptada? Estoy pensando en temas tales como el establecimiento de cuarentenas, los descriptores de las distintas fases de actividad, las políticas de apoyo a las industrias.
El sociólogo José Joaquín Brunner (exministro y actual académico de la UDP) envió una carta al diario La Tercera advirtiendo de que vivíamos en Chile el drama de muchos sectores que creen tener una “supremacía” moral sobre los demás, generando entonces una serie de condiciones y requisitos para sentarse en una mesa, de modo constructivo, con quienes no concuerdan con su mirada. Esta reflexión me hizo mucho sentido porque pareciera constituir una más de las herencias subrepticias que nos legó la dictadura. El argumento extremo que justificó 17 años de dictadura fue que no era posible construir un país donde tuvieran espacio quienes disentían del poder, que fueron catalogados de indeseables. Con ellos no se conversaba ni se llegaba a acuerdos: se les perseguía y se les exterminaba (esto, lo sabemos, no es licencia literaria, sino una política de estado sostenida por el gobierno de la época, entre 1973 y 1990, profusa y contundentemente comprobada). Hoy, muchos actores importantes de nuestra política están llenos de vetos y condiciones para sentarse con quienes están en la otra vereda o, incluso, en la misma pero un poco más allá o más acá. Hasta 1973, el sistema político chileno –luego de una ardua y sangrienta historia- reconocía la diversidad política. Parte importante de la estrategia del imperialismo norteamericano y la derecha local, fue generar condiciones para una confrontación de suma cero. Desde la izquierda, unos más otros menos, se le hacía el pase preciso a esta derecha para que dicha política extrema lograra el efecto final: un nivel de polarización política que solo podría resolverse a través de una tragedia. El Enano maldito, la tira cómica del diario Puro Chile, aunque era muy divertido, era muy odioso (en el sentido de generar “odio”). Muchas de las canciones de los músicos populares y comprometidos de la época, que coreábamos en la casa, en la marcha de la Alameda o en la fogata del verano, también tenían un componente supremacista, como si nosotros fuésemos moralmente superiores a nuestros adversarios, aunque teníamos tejado de vidrio y deberíamos haber dado cuenta de nuestro apoyo a varias tragedias sociales constituidas a partir de los “revolucionarios”.
La vida pública, la política como actividad humana fundamental para convivir más allá del ejercicio de la fuerza bruta o las imposiciones dictatoriales (de las cuales todos los sectores políticos que conozco, de derecha, centro o izquierda tendrían que responder en algún momento, aunque unos cargan con más zonas oscuras que otros), es una actividad fea, porque de alguna forma nos obliga a abandonar la aspiración máxima y debemos apostar por lo alcanzable. Cuando eso no es posible, quien ha fracasado es la política. Y creo que hemos estado y permanecemos, muy cerca de ese lugar. Por el contrario, el éxito de las aspiraciones máximas de cualquier signo, suelen terminar en tragedias. Nos pasó con la utopía marxista y con los sueños liberales. ¡Para qué decir con los neoliberales! Apenas la mirada intentó ser tan abarcadora y dominante que no dejó lugar a otras opciones, los países y los pueblos sufrieron. Por eso, en nuestra Convención constituyente no importa si hay personas de derecha, centro o izquierda. Lo único que importa, es que no haya supremacistas morales, de esos que se creen dueños de la verdad y no están dispuestos a escuchar y dialogar con sus adversarios.