Se ha instalado, especialmente en la crítica hacia las elites y el sistema político, un tono agrio y monocorde que sería la envidia de Pinochet. El descrédito de la política, el endiosamiento de los independientes (dudosos, además) y una especie de santidad moral para enjuiciar el espacio público, podría constituir el éxito histórico de la derecha más tradicional, conservadora y oligárquica.
Vivimos tiempos muy intolerantes y, lamentablemente, también muy serios. Son tiempos culposos y culpables. Hay momentos en que, viendo a los principales actores públicos de nuestra pequeña localidad y sus representantes, abruma la gravedad de cada palabra y de cada gesto que realizan. Nadie se ríe, ni echa la talla un poco, y andan siempre pisando en puntillas para que no les den en el moño. La cultura del “esto no tiene nombre”, que venía incubándose hace ya un montón de años y que, al principio, parecía una simple estrategia de marketing para ganar rating con el morbo y la ineficiencia del estado chileno, hoy ha permeado todos los niveles del foro ciudadano y son pocas, muy pocas, las voces que invitan a buscarle el nombre a esas cosas innombradas. Se ha desplegado mucha energía en encontrar los adjetivos necesarios para caracterizar la condición en que se desenvuelve la vida pública y poner en el banquillo de los acusados la gestión política. ¿Qué palabras o frases escuchamos con más frecuencia ante cualquier evento que nos involucra como sociedad? “Impresentable”, “esto no se puede permitir”, “las sanciones deben ser ejemplares”, “¡hasta cuándo!”, o sea, como dije al inicio: “esto no tiene nombre”. Y muchas veces de ahí no se pasa, como si al agregarle palabras a la declaración pública se corriera el riesgo de perder el titular de una portada o la cuña para que en el noticiero un periodista repita diez veces la misma historia.
Los principales portavoces de este tipo de declaraciones, cuando hablan de estos temas, se ubican en la perspectiva que uno podría definir como de las “blancas palomas” o de la “inocencia ab ovo”. Si se acusa a alguien de obtener ventajas por ocupar una determinada posición de privilegio, se hace abstracción de las propias. ¿No hemos visto eminentes profesionales, formados y formadas en las mejores universidades del país (ya sea con fondos propios, becas o préstamos que ya pagaron) ocupando puestos importantes del estado y desde ahí acusando a medio mundo? ¿Acaso buena parte de los ideólogos de la lucha frontal contra las elites no provienen de otras elites que no son más democráticas que aquellas a las que ponen en el paredón? Por supuesto que la mayoría de quienes conforman el actual estado público chileno, estén en el gobierno o la oposición, sean parte de las instituciones del poder o bien provengan de las organizaciones sociales, territoriales o sindicales, son parte de algún tipo de elite. Entonces, me parece, que el foco de la crítica se desperfila y, de esta forma, se escamotea la principal dificultad que enfrenta el sistema político chileno que para mi gusto es la necesaria transformación del estado, en una perspectiva democrática.
En este sentido, la demonización y absolutización de la elites como el eje casi exclusivo de los problemas del país, merecedoras incluso de desaparecer de la esfera pública como si fueran ciudadanos parias (pensemos que hoy por hoy pareciera que ser independiente es una virtud per se, en oposición al militante; ¿se acuerdan de que esa era la “gran fortaleza” de Jorge Alessandri el 64?), esconde el problema de la democracia, que en el caso chileno tuvo que transitar llevando una camisa de fuerza que, a mi juicio, tenía dos grandes amarres: la constitución de un sistema político en que la minoría tiene derecho a veto y que, por otra parte, no contempla formas más democráticas para resolver las diferencias en el poder. Un escenario de esta naturaleza fue y ha sido el principal factor que ha estrangulado el sistema político chileno, volviéndolo ineficiente y, como consecuencia, alejando a los ciudadanos de los asuntos públicos, hasta hacerles perder la fe en el mismo (abstencionismo electoral, debilidad de los partidos políticos, preeminencia de las “figuras personales” por sobre las “figuras colectivas”, cambios ad limitum solo a partir de las crisis sociales).
Estoy convencido de que este escenario no ha sido casual. Ha habido fuerzas que se han encaminado para alcanzar este objetivo. La instalación en el discurso público de la idea de que “a los políticos solo les interesa acomodarse en el poder” y son “todos unos aprovechadores que no trabajan”, no es nueva. Este discurso nace desde el corazón de la derecha política chilena, cuando describían a los dirigentes que no pertenecían a sus huestes, “como unos aprovechadores que solo quieren usufructuar de la teta del estado”, agregándole, además, que “no les da para más”. De ahí a afirmar que el estado no puede tener gestión económica porque es ineficiente, hay un paso. Y este discurso se exacerbó durante la dictadura. La gran obsesión de sus ideólogos fue cómo destruir la larga tradición que Chile tenía de partidos populares y progresistas, tanto de raíces laicas, marxistas o católicas. La estrategia fue la constitución del 80 que, si se mira en su versión más pura, generaba todo tipo de incentivos para minimizar la participación política.
Entonces, creo que disparar a granel contra la elite partidista y ponerse en el micrófono que sea para decir pomposamente que “esto no tiene nombre” y que “no es aceptable”, sin considerar el contexto de un sistema político que los partidos han tenido que sobrellevar durante varias décadas, solo fortalece ese antiguo anhelo de la más tradicional, conservadora, oligárquica y elitista derecha chilena. Si nuestro sistema político fuera un chancho, ¿toda la culpa sería de quien le da el afrecho? Por supuesto que no. Quienes han estado en la conducción de los partidos que no provienen de la tradición oligárquica, han tenido su cuota de responsabilidad. ¿Complacencia, ingenuidad política, falta de oportunidad y atrevimiento en algunos momentos? ¿Exceso de confianza al jugar en la cancha del adversario? ¿Acomodo, pérdida de sentido? Sin duda que en una historia que es larga, donde se ejerció el poder y se condujo el estado –con todas las restricciones a la que este estaba sometido- durante varias décadas en que se cometieron muchos errores. Pero también hubo muchos aciertos y cualquiera que quiera evaluar a los gobiernos de centroizquierda y no reconozca los logros –principalmente en temas de pobreza, aumento del espacio público para la libertad individuales y avances en derechos sociales- simplemente está dejando de mirar toda la película. Los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría no fueron iguales a los de derecha y ni mucho menos a la dictadura. Hay sectores que han hecho esfuerzos gigantescos por instalar esta idea (se resumió muy bien en la consigna “no son 30 pesos, sino 30 años”) y, en cierto sentido, lo han logrado. Más de alguno de nosotros habrá escuchado proclamar esa consigna a personas que fueron durante décadas funcionarios políticos del estado, representantes en el exterior, que tuvieron becas, etc., o sea, que fueron parte de esos gobiernos. Y la mayoría lo fue de manera honesta, generosa e inspirada.
Ad portas de iniciar la discusión constituyente, me parece que debemos abrir más espacio a los debates de fondo, a las propuestas constitucionales y la disposición constructiva para aceptar la diferencia, reconocer los focos de conflicto y buscar las fuerzas mayoritarias para alcanzar el espacio político que represente a la mayoría de los ciudadanos. Estarán representados en la convención (no hay de otra: ¿cómo redactan varios millones un texto?), habrá que construir los mecanismos para que la discusión ciudadana fluya y alimente la convención. Pero creo que no podemos olvidar que elegiremos a los convencionales y estos, más o menos bien, representarán nuestra diversidad. Su tarea será, entonces, mirarse las caras, dialogar, buscar puntos en común, evidenciar las diferencias y trabajar para que la mayoría de dicha asamblea proponga a todos los ciudadanos un nuevo texto de constitución. Y si estamos en desacuerdo, lo rechazaremos. Y si nos representa, lo aprobaremos.
2 comments
Simplemente,notable!
Excelente. Es muy fácil descalificar todo. Mucho mas complejo analizar con racionalidad y sin fanatismos la realidad política.