Hace unos días murió en Madrid Almudena Grandes. Escritora erótica y política, mujer de izquierdas (en el sentido puramente español), defensora de los derrotados y los sobrevivientes. Escritora que dejó a un lado la gran épica utópica, por defender la épica de lo cotidiano, pobre y humano.
Esta columna debería haberse iniciado declarando mi voto por Boric y explicando las razones del mismo. Pero –parafraseando a Miguel Hernández- “se me ha muerto como del rayo” Almudena Grandes, la notable narradora española, ícono de la España de los 80 y la postdictadura de Franco, del desenfado libertario que llenaba de ilusiones la recuperación democrática y auguraba tiempos en que, nuevamente, la palabra recuperaba su sitial como señal inauguradora de nuevos horizontes. Pero, por sobre todo hizo de su escritura un homenaje a los derrotados y olvidados de una guerra que no terminó con la derrota de los republicanos el año terrible de 1939, sino que permaneció silenciosa y brutal durante cuarenta años.
Era una escritora madura que tenía plena conciencia de lo que esperaba de su propio proyecto literario. Hace poco más de un mes, en el diario El País, donde escribía regularmente, junto con informar de su lucha contra el cáncer, declaraba su vocación de escritora inclaudicable: “Durante todo este proceso he estado escribiendo una novela que me ha mantenido entera, y ha trazado un propósito para el futuro que me ha ayudado tanto como mi tratamiento. Ahora necesito devolverle todo lo que me ha dado, encerrarme con ella, mimarla, terminarla, corregirla”. Se trata de la última entrega de sus “Episodios de una guerra interminable” que, dicen, se publicará de manera póstuma. Así es. Escribir como una forma de derrotar a la muerte y consagrar la vida.
Lo hizo a lo largo de su vida y de sus obras. Cuando irrumpió a fines de los ochenta, con apenas 28 años, y se irguió como ganadora del Premio “La sonrisa vertical 1989” con su novela “Las edades de Lulú”, muchos pensaron que el éxito inmediato que reconoció con justeza la valentía y atrevimiento de una novela escrita desde la enunciación explícita del deseo femenino (cuestión que hoy puede parecer poca cosa, pero situados en el Madrid de ese tiempo fue toda una transgresión), la encasillaría en las literaturas que reivindicaban no solo los derechos del cuerpo femenino a su existencia, incluidos el sexo y lo erótico, sino que también la necesidad de la palabra escrita desde lo femenino.
Pero no fue así. A poco andar, Almudena Grandes consolidó su literatura de perfil original, donde logró mantener la mirada de género que ciertamente está en la base de la construcción de sus memorables personajes femeninos. Pero fue más allá de la erótica, aunque esta nunca la abandonó. Pronto incursionó en el mundo de una España recogida en el silencio. Ya instalada la democracia, todavía circulaban por la nervadura del nuevo país las figuras de quienes fueron no solo derrotados, sino que también represaliados, silenciados por la represión y el conservadurismo y, finalmente, olvidados por la democracia. Almudena Grandes –como se señalaba en un artículo a propósito de su muerte- fue “la escritora que ayudó a rellenar los huecos de nuestro conocimiento [el propio español] sobre la historia de España. Esos agujeros negros sobre la vida de los perdedores de la Guerra Civil. Ellos, sus hijos, sus nietos, aquí, en el exilio, en los montes. Sus vidas íntimas, sus frustraciones, su orgullo, sus errores, su esperanza. La soledad en la que el mundo los dejó tras el final de la guerra. La intimidad de la España oculta durante 40 años”.
Hace un tiempo, me reencontré con su literatura a partir de la novela “Inés y la alegría” (Tusquets, 2012), con la cual inició su último gran proyecto literario, la serie de novelas sobre la posguerra civil española. A partir de ahí, con la misma voracidad que nos hace ver una maratón de una serie que nos cautiva, leí cada uno de los relatos que la siguieron. Unos meses atrás terminé de leer la penúltima (“La madre de Frankenstein”) y ya espero la publicación de su obra póstuma. Una vez más reconocí en sus textos el mismo atrevimiento que constituyó la seña de identidad de su primera novela, aunque ahora esa osadía tenía un color más triste, aunque no desesperanzado. Y digo esto porque el mundo donde habitan las historias de Almudena Grandes es el de los pobres, los derrotados, de los que lloran en silencio a sus muertos. Pero es también el mundo de aquellos que nunca pierden la dignidad, la de su pasado, la de su propia derrota, la de sus sueños traicionados o develados. A la escritora, según lo que declara en un artículo, “entre todos los personajes que existen” sus preferidos “son los supervivientes”, es decir, aquellos que, después de estar al filo de la muerte, reviven y lo hacen con sus ilusiones, sino intactas, al menos magulladas y reinventadas. Por eso sus protagonistas están insertos y son, efectivamente, “agonistas” de sus vidas. Por eso, lo político –tanto o más que lo erótico- atraviesa sus escritos. O bien, dicho de otra forma, en sus narraciones se descubre una erótica de lo político.
En alguna medida, Almudena Grandes hizo de la tragedia de una derrota política un elogio a la resiliencia y a la capacidad de volver a mirar el pasado sin resentimientos, pero sin olvidos, apostando que solo mirar aquello donde nos equivocamos permite reinventar el futuro. En otro de los tantos artículos que le ofrendó la prensa española, podemos leer lo siguiente: “Ya pronto, Almudena Grandes había comprendido, escribía, “que el progreso no es una línea recta”. Y que el hecho de ver a una mujer desnuda sobre un escenario como Joshepine Baker escandalizaba el doble a generaciones más próximas a ella que las de su abuela. Contra ese mundo al revés supo pronto que debía actuar con su escritura para encontrar, si cabe, la lógica del progreso y la concordia. Por eso fue una escritora política, de izquierdas, como dicen en España, y no claudicó en la lucha por la justicia, los derechos, la libertad, la democracia. Y, por supuesto, la memoria histórica.
La enterraron en el Cementerio civil de Madrid, ese donde encontraban refugio los ateos y los suicidas, los republicanos y los ácratas, las figuras señeras de la España laica y secular. A esas figuras se sumó Almudena Grandes. Como lo dijo Julián Casanova, “Frente al olvido de muchos, Almudena escogió el camino de indagar en ese pasado de abusos y atropellos. Lo hizo con arte, pasión, con un conocimiento ejemplar de los resortes de la obra narrativa. Y con belleza”.
No me cabe la menor duda: si uno hiciera política ficción, y ella fuera chilena, hubiese votado por el progresismo, el cambio y la concordia.
3 comments
El homenaje sabio de un grande para una de las más grandes mujeres contemporáneas.
Estupendo homenaje a una gran escritora que abordó el tema de las injusticias y crueldades de una época respecto de la cual suponíamos ,pero otra cosa es su crudo relato. Magnifico.
Igual a si misma Almudena Grandes, entra al panteon de la memoria siempre viva, para no olvidar