Hemos asistido a la celebración del segundo aniversario del estallido social, como quien asiste a una vieja función de una opereta que no cambia una línea de su añejo libreto. ¿A quién le interesa una discusión de cartón piedra? Es una pregunta necesaria.
La celebración del segundo aniversario del estallido social ha tenido algo de opereta. Una opereta trágica, ciertamente, porque en medio del espectáculo se acumula la tristeza, el dolor, algo de impotencia, mucha destrucción, incertidumbre. Todo ocurre como si los actores del evento siguieran un viejo guion de cartón piedra, todos como maquetas que una y otra vez repiten los mismos gestos, dicen las mismas líneas, hacen los mismos movimientos. Son como marionetas en un escenario vacío. ¿A alguien le sorprendió que el subsecretario de marras acusara a dos candidatos presidenciales como responsables de los saqueos y desmanes varios ocurridos durante la jornada, proclamándolos como actos delictuales? ¿Alguien, por casualidad, quedó impresionado cuando uno de los candidatos aludidos insistía en que el tema de orden público era una responsabilidad de gobierno y un alcalde, que fue de su sector hasta hace un tiempo atrás, declaraba que todo esto era responsabilidad de Piñera? ¿Alguien dudó un momento antes de adivinar que el gobierno y la derecha iban a iniciar una cruzada contra el proyecto de indulto que se debate en el Congreso? ¿Y que la candidata trataría de bajarle el perfil a dicho proyecto, desligándolo de los hechos que llevaron a los varios procesos judiciales en curso?
Nada es novedad, todo es predecible. Lo triste es que esta discusión de trincheras impide profundizar en la comprensión de los fenómenos a los que asistimos hace ya algunos años. Sobre todo, no nos permite hacer distinciones más finas y discutirlas considerando todas sus variables. Es el caso, en mi opinión, del lugar de la violencia en el espacio público y en la política. La respuesta no es trivial. La derecha –que no trepidó en ejercer la violencia para impedir los cambios sociales el año 73- intenta posicionar la idea de que solo la izquierda acepta la violencia como método político. De esta forma, apelando a una cierta convicción democrática de última hora (porque, aceptémoslo: durante décadas impuso el régimen político más antidemocrático que recuerda nuestra historia), pretende desmarcarse de su responsabilidad en la generación del malestar acumulado durante mucho tiempo y que, como parece haber consenso, estalló desde múltiples lugares. ¿Cuál es esa responsabilidad? Haber sostenido un sistema político que le permitió, siendo minoría sistemática, ejercer un veto sobre las transformaciones que reiteradas veces propuso la centroizquierda, cuyo objetivo apuntaba a democratizar el país y acortar la brecha de desigualdades. Acusando a la actual oposición de ser opaca respecto al ejercicio de la violencia en las calles (saqueos, ataques a comisarías, destrucción del mobiliario público, vandalización del Metro, asalto a restoranes y cafés, etc.), de paso, escamotea efectivamente su incapacidad de intervenir de modo significativo en Carabineros, de modo de transformar la institución en una más proba, más eficiente y más ajustada al resguardo de los derechos de los ciudadanos.
Los otros actores también repiten el libreto y terminan elaborando un discurso desde el cual eluden todo tipo de responsabilidad. La discusión en torno a una eventual ley de indulto refleja muy bien esta ambigüedad. De alguna forma, cuando se acepta que quienes se encuentran procesados por diversos delitos asociados al estallido social constituyen presos políticos, que permanecen en la cárcel producto de sus ideas o ideologías, en la práctica desdice las declaraciones que condenan la violencia. Muy por el contrario, la avalan. Por una razón muy simple: los cambios que están en curso en nuestro país no son, fundamentalmente, fruto de la violencia. Como escribió en una red mi amigo Daniel Ramírez, las transformaciones se han generado principalmente producto de los millones de personas que salieron a las calles en forma pacífica y prácticamente pararon el país, de los más de dos millones de personas que acudieron al plebiscito de las municipalidades y expresaron su voluntad de iniciar un proceso democrático de transformación del sistema político del país, de los líderes y dirigentes políticos (alcaldes y parlamentarios) que abrieron el camino para posibilitar la reforma constitucional que hoy ha instalado una Convención a cargo de escribir una nueva constitución que validaremos democráticamente todos los chilenos. Por lo mismo, suponer que quienes apostaron por la extrema violencia (incendios, saqueos, agresiones a lugares y personas) son el origen de lo que estamos viviendo, es en mi opinión una forma de validación de la violencia y menosprecio de aquellas expresiones que manifestaron el sentir de la mayoría.
Pero la opereta era esperable. Cada uno en su trinchera, echándole la culpa al otro, como los cabros chicos. Y uno se pregunta a quién le interesa esta polarización, donde en un lado están los “buenos” y en la otra los “malos”. Por momentos, me da la impresión de que, desde la izquierda y la derecha, hay sectores, grupos, partidos que buscan una solución de todo o nada, el viejo escenario de una confrontación de suma cero.
¿Todo debe ser cambiado? ¿Todo debe permanecer? No lo sabremos a ciencia cierta si no se repone un diálogo de iguales. Quienes pertenecemos al mundo de la izquierda (con todos sus matices) sabemos que un diálogo asimétrico, cuando el otro dialogante tiene toda la sartén por el mango y solo se puede hacer lo que él permite, a largo plazo es un diálogo infructuoso. Necesitamos un diálogo de iguales, donde comencemos por reconocer el derecho del otro a existir y tener una opinión diferente, que deberá ser resuelta por una ciudadanía informada y activa. El trabajo de la Convención Constitucional es una luz de esperanza, aunque me parece que cada tanto camina en la cuerda floja. Las posiciones más radicales –de lado y lado- podrían tener la tentación de hacer tabla rasa. Y eso, creo, puede ser pan para hoy y hambre para mañana.