La propuesta de nueva constitución no se deja querer fácilmente. Hice el ejercicio de leerla completa y los resultados fueron de dulce y de agraz: propuestas fundamentales por las cuales hemos bregado durante décadas, y artilugios que parecen venir directamente de los centros académicos alternativos, cuyas raíces deben estar, seguramente, ancladas en las universidades del norte (no de Chile, sino del planeta). Según como yo interpreto las palabras del presidente Lagos, por angas o por mangas la tarea constituyente no termina con el plebiscito. Y como dijo la presidenta Bachelet, no es perfecta, sin embargo…
Tal como lo escribí hace ya algunos meses, cuando todavía no estaba disponible el texto final de constitución que la Convención le ha propuesto al país, me parecía justo aceptar dos presupuestos: el primero, el más obvio y más democrático, era que ambas opciones disponibles para el electorado son totalmente legítimas; y el segundo, que parecía necesario leer el texto final (para no especular acerca del proceso sino focalizarse en el resultado) antes de emitir una opinión. Ahora debiera agregar un tercer supuesto fundamental: al final del camino, la posición que cada uno de nosotros tome será, en lo esencial, una opción política. La definición tendrá que ver con convicciones, creencias, intuiciones personales que estarán en juego en la elección. ¿Por qué digo esto?
Alguien podría tentarse a pensar que hay una cierta lógica “objetiva” para tomar posición. Esa variable indiscutible, la que responde sin ambages a cualquier duda, la opción que con total certeza convoca a la inmensa mayoría, o sea, digamos algo así como del 70% hacia arriba, ya no fue. La oportunidad pasó. Que la nueva constitución fuera la instancia donde una categórica mayoría la votara para que, efectivamente, nos convocara ampliamente y nos permitiera un pacto político capaz de asegurar un sistema político estable por las próximas décadas, fue una alternativa que la Convención no tuvo en cuenta o, mejor dicho, la desechó. Optó por proponer un texto con serias tendencias fundamentalistas, representando a cada una de las minorías que quedaron presentes en su estructura. Ambientalistas, feministas, indigenistas, animalistas… Cada uno aportó su reivindicación específica, como si ella fuera el eje estructural del futuro ordenamiento. Y eso, llevado a un extremo, genera cosas raras. Por ejemplo, las listas electorales deberán “siempre” ser encabezadas por una mujer. ¿Cuál es la lógica? ¿No es acaso discriminatorio de los hombres? ¿Por qué no se podría haber pensado en el orden alfabético, que es puro azar? También me suena raro que algunos de los consejos autónomos tengan que ser, necesariamente, conformados por incumbentes en la materia, lo que entraña sesgos evidentes en cuanto instituciones que deben tener cierta imparcialidad frente al tema y no ser militantes de alguna posición. En fin, me queda la impresión de que se trasladaron agendas muy particulares a conceptos universales. Por lo mismo, es muy fácil encontrar siempre algo que a cualquier persona le pueda molestar y así resulta difícil alcanzar un respaldo amplio.
Adicionalmente, una cierta actitud “octubrista” llevó a la mayoría de la Convención a pensar que, como lo hizo en su momento la dictadura, se trataba de refundar la República. El ethos constituyente era reformularlo todo y, además, ser la constitución más “civilizadamente” avanzada del mundo. Creo que imperó la lógica de los momentos excepcionales, los más revolucionarios y totalizantes de la historia. Algo similar deben haber sentido quienes detentaban el poder a fines de los setenta, cuando refundaban el Chile de la época para transformarlo en el ícono del neoliberalismo mundial. Pero, como dice el Presidente Boric, los países caminan y se construyen desde su historia. Me parece que había y hay un profundo acuerdo en que el sistema político chileno estaba haciendo agua. La Convención recoge esta realidad, pero por innovador imagina un sistema que es complejo, que está profundamente desagregado y que no garantiza su estabilidad. Básicamente, no resuelve los problemas de representatividad de los partidos políticos (de hecho, casi no los menciona ni legisla al respecto) y deja abierta la puerta para que nuestro sistema se transforme en un parlamentarismo donde las fracciones hagan imposible los acuerdos legislativos y la estabilidad, por ende, de los gobiernos.
Con todo esto, alguien podría creer que no hay mejor opción que votar rechazo. Pero no es mi alternativa porque esta propuesta de constitución tiene elementos claves que fueron largamente postergados por el sistema político y por la constitución de nuestra república. Y lo primero –y más importante- es que se pone fin al estado subsidiario y se consagra el estado social de derecho. Por momentos, en medio del tráfago de palabras de los cientos de articulados, se diluye algo tan básico y tan relevante como el reconocimiento de los derechos sociales y del rol que le cabe al estado en garantizarlos e incluso proveerlos. Y se consigna el propósito de igualdad y paridad de género, así como reconocimientos efectivos a los pueblos originarios. Todas estas referencias son cruciales y creo que están fuertemente vinculadas a la necesidad de superar el estado de malestar en que estamos instalados. Son razones más que suficientes para aprobar la nueva constitución.
La posición de cada cual estará, en primera instancia, determinada por su mayor o menor sintonía con los claros y oscuros del borrador propuesto. Pero esto no es trivial. Si una persona es ferviente católica y la “defensa de la vida del niño por nacer” le resulta invaluable, entonces, aunque esté de acuerdo con todo lo demás, perfectamente podría inclinarse por rechazar. Y como este, podríamos imaginar muchos casos. Por eso, como tan lúcidamente los han visto nuestros expresidentes (Lagos, Bachelet) y lo ha sugerido esta semana el actual presidente Boric, la pregunta a resolver es la siguiente: ¿en qué escenario es más factible generar los mejoramientos que le den una base de apoyo más amplia a la nueva constitución? Y a mí me parece que hay más probabilidad de que esto ocurra partiendo del borrador propuesto que de la actual constitución, aunque a esta se le reformen los quórums. Porque este no es un problema técnico, sino político. ¿Cómo es más factible negociar con la derecha los cambios? ¿Con una derecha triunfadora en el plebiscito que dispone de la mitad del poder legislativo, o con una derecha que se enfrentará, en el eventual triunfo del apruebo, a una constitución maximalista ya instalada?
Hay algo que, a estas alturas, no debiera estar en discusión: la constitución tiene que cambiar, debemos tener una mejor y la debemos construir entre todos. Y desde mi perspectiva, lograr un cambio que fortalezca la democracia y genere más equidad social y cultural, es más factible si negociamos con la derecha desde la nueva constitución ya vigente. Por eso, voy a votar apruebo. No feliz, como dicen algunos, sino comprometido, porque hay cosas que no me interpretan y otras que, eventualmente, pueden amenazar el futuro que me imagino.
2 comments
Querido Toño, me gusta como argumentas pero discrepo de tu conclusión. Pienso que será más fácil negociar con la derecha si gana el Rechazo, y así tendremos rápidamente una buena constitución. En cambio, si gana el Apruebo, la extrema-izquierda se sentirá completamente empoderada, será la guinda en el pastel que empezaron a hacer en octubre 2019, y se negarán rotundamente a cualquier cambio («El pueblo ha hablado claramente», etc.). Citando a nuestro común escritor, Milan Kundera, temo que te transformes en «el aliado de tus propios sepultureros».
Buen razonamiento, querido amigo. Y estoy contigo en que la lógica de los negativos de la propuesta indican rechazarla, pero al mismo tiempo el Apruebo es un comienzo donde será necesario proveer un acuerdo amplio que incluya a todos los que consideran indispensable una nueva Constitución. El problema creciente es la cerrazón de quienes consideran que no hay necesidad de reformar nada. La ultra quiere la insurrección constitucional (que gane el Apruebo sin aplicar reforma alguna) o la insurrección popular (que gane el Rechazo y salir a las calles a reventar la democracia que nos queda). La derecha, debilitada como está, esperará al final de la fila buscando una tajada.