Desde hace mucho tiempo, mi pareja afirma que no existe nada más egocéntrico que un escritor. Razones debe tener: asegura que cada vez es más frecuente encontrar relatos donde todo gira en torno a las peripecias del escritor o del escribir, como si se tratara de un permanente mirarse el ombligo. El famoso aserto de Skármeta acerca de que la vida de cada escritor es lo más cerca que se tiene, y la no menos famosa declaración de García Márquez, asegurando que él escribe para que los amigos lo quieran, parecen sustentar con creces las afirmaciones de mi compañera. Haciéndole honor a estas ideas, hoy quiero marcar una página egocéntrica: en un par de días más presento mi próxima novela, Chino (Ediciones de la lumbre, 2020), que tuvo un largo camino para llegar a transformarse en libro. Las primeras aproximaciones a esta historia datan de 1992 y ese borrador inicial me ha acompañado a lo largo de las décadas, haciéndome ojitos de tarde en tarde, dejándose acariciar cada tanto, volviéndose esquivo muchas más veces de las que yo hubiese querido. Circunstancias amables, nacidas de la amistad y generosidad del escritor Marcelo Simonetti, me pusieron en ruta de publicarla, lo que se concretará después de casi un año de trabajo. Tal vez debiera decir que llegar a la meta se lo debo al covid, que nos ha obligado a vivir hacia adentro, con unos tiempos poco distraídos, con menos convocatorias del mundo exterior. Aunque en rigor, y vuelvo a repetir un lugar común, las historias a uno lo persiguen y se le imponen, como un estudiante aseguraba que le pasaba al soñador de Borges, que quería “imponerle” una creación a la realidad.
hoy quiero marcar una página egocéntrica: en un par de días más presento mi próxima novela, Chino (Ediciones de la lumbre, 2020), que tuvo un largo camino para llegar a transformarse en libro.
Tal vez debiera decir que llegar a la meta se lo debo al covid, que nos ha obligado a vivir hacia adentro, con unos tiempos poco distraídos, con menos convocatorias del mundo exterior.
Esta es una historia que nació de mis reflexiones de marea profunda –esas que yacen a modo de preguntas intuidas y sin respuesta, y que ni siquiera somos capaces de enunciar- a propósito de los albores de la irrupción de la modernidad globalizada y neoliberal en nuestro país, cuando en los años ochenta se abrió la economía, aparecieron las cadenas de hamburguesas, empezó a existir el kiwi, se modernizaron las primeras autopistas (recuerdo la novedad que representó la doble vía rumbo a San Antonio, por ejemplo), el dólar estuvo a treinta y nueve pesos un rato y el 82 colapsó, y aparecieron las camionetas japonesas cuatro por cuatro, entre tantas cosas. En esos mismos años, yo trabajaba en Talagante, a unos cincuenta minutos de Santiago. Y para llamar a mi casa desde la oficina, debía ir al centro de la ciudad, esperar turno en la compañía de teléfonos hasta que una operadora me asignaba una cabina y me conectaba la línea. Aunque en ese momento no lo sabía ni lo sospechaba, asistía diariamente a la fractura profunda que el “nuevo modelo” producía en nuestra sociedad, con unos centros urbanos que se subían a toda velocidad a ese mundo que semejaba el desarrollo, y otros lugares que quedaban al costado de dicho despliegue. La situación recordaba, inevitablemente, la maravillosa novela El lugar sin límites, de José Donoso, que cuenta la historia del prostíbulo abandonado porque la Ruta 5 Sur no pasó a su costado; o la no menos maravillosa Ramal, de Cinthya Rimsky, donde bajarse del tren de trocha angosta a mitad de camino entre Talca y Constitución no es ir a otro lugar, sino viajar hacia un tiempo pasado donde las cosas no cambian. En esos años ochenta –hoy lo podemos reconocer- se estaba fracturando el país y la súper modernidad que asomaba rompía todos los códigos culturales que habían sido nuestra ancla alguna vez. El individualismo por sobre lo colectivo, el lujo en vez de la modestia, la ostentación en lugar de la discreción, la avaricia por sobre la generosidad. Y todo eso estaba frente a mis ojos en Talagante, en medio de las parcelas productivas, los packaging industriales y los lotecitos para los futuros condominios de agrado, con una comunidad que se debatía entre dejarse llevar por los oropeles de esta nueva modernidad o aferrarse a las tradiciones conservadoras y de doble estándar que estaban instaladas allí desde lo más antiguo de la patria, y que permitían que la vida transcurriera junto a los Hornos de Lonquén, como si los Maureira, los Hernández y los Astudillo nunca hubiesen existido y hubiesen tenido que permanecer silenciados para siempre. Durante una década, más o menos, fui diariamente a trabajar y a callar, porque así era la vida en esos años, por si alguien no se acuerda. ¿De esto trata Chinola novela? Sí y no. No es el tema, pero es el sustrato de donde se nutre.
Y para llamar a mi casa desde la oficina, debía ir al centro de la ciudad, esperar turno en la compañía de teléfonos hasta que una operadora me asignaba una cabina y me conectaba la línea.
La publicación de un nuevo libro es un momento estelar para la bitácora íntima de cualquier escritor. Si algún colega dijera lo contrario, no le creería. Para mí, al menos, es muy importante. Y me imagino que para cada una de las escritoras chilenas y los escritores chilenos que han publicado en estos meses, también. Yo publiqué dos novelas en tiempos de la dictadura. Tuve que someterlas a la autorización de la censura, fue necesario entregarme a la elipsis para que los libros pudieran circular y estuvieran en las vitrinas de las poquísimas librerías que existían, capturé algunas críticas en los diarios gracias al empeño de mis editores. Eran tiempos de apagón cultural efectivo y la sola publicación era un gesto de resistencia y de victoria. En esos años de apagón, no habría podido escribir esta columna sin riesgo cierto para mi integridad.
La publicación de un nuevo libro es un momento estelar para la bitácora íntima de cualquier escritor.
En esos años de apagón, no habría podido escribir esta columna sin riesgo cierto para mi integridad.
Ahora las cosas son muy distintas, creo. Sin embargo, he leído manifiestos culturales que hablan de que asistimos a “un segundo apagón cultural” que, en rigor, no habría dejado de ocurrir desde hace 47 años (o sea, por si alguien no es amigo de las matemáticas, desde 1973 a la fecha). Me preocupa que escritores e intelectuales que tengo en mi más alta estima, suscriban documentos de ese tipo que, en mi opinión, construyen noticias y aseveraciones falsas, al más puro estilo Trump. Durante estos últimos meses, y los años pasados, desde los noventa en adelante, no he dejado de asistir a lanzamientos de libros, premiaciones de concursos, seminarios académicos y de crítica; he leído revistas literarias, en papel y ahora digitales; he visto aumentar el número de escuelas de literatura y de artes visuales; he asistido a muchos estrenos de películas chilenas de gran calidad, que han estado en cartelera en todos los cines. Entonces, ¿de qué apagón cultural de 47 años hablan?
Me preocupa que escritores e intelectuales que tengo en mi más alta estima, suscriban documentos de ese tipo que, en mi opinión, construyen noticias y aseveraciones falsas, al más puro estilo Trump.
La libertad con que he escrito Chino, las opciones que he tenido para difundirla, las capacidades de Ediciones de la lumbre y los apoyos recibidos del estado, junto a las múltiples iniciativas y productos culturales que cada día son anunciados y promovidos por nuestros y nuestras escritoras y artistas, hablan de cualquier cosa, menos de un “segundo apagón cultural”. Seguir repitiendo eso es realmente una paradoja, como si desde el mundo de la cultura y la diversidad, del progresismo y la lucha por la dignidad, nos aferráramos a estrategias propias del trumpismo, uno de los peores adversarios de todo aquello que deseamos. Repetir que los últimos treinta años de historia chilena son lo mismo que los años de dictadura, es como escuchar a Donald asegurando que se ha producido el mayor fraude electoral de la historia de Estados Unidos. Un amigo muy querido, amante de los dichos mexicanos y que los enuncia con énfasis y gracia, habría exclamado: ¡No mames, buey!
Repetir que los últimos treinta años de historia chilena son lo mismo que los años de dictadura, es como escuchar a Donald asegurando que se ha producido el mayor fraude electoral de la historia de Estados Unidos. Un amigo muy querido, amante de los dichos mexicanos y que los enuncia con énfasis y gracia, habría exclamado: ¡No mames, buey!