Las tradiciones de la izquierda judía parecen haber entrado en un ocaso. A la crisis y la desaparición de la vieja tradición bundista se suma la de la izquierda sionista en Israel, que apostaba por los dos Estados con los palestinos y por un modelo más igualitario entre los propios judíos israelíes.
El judaísmo es más que una fuerza del pasado o una curiosidad del presente: para nosotros es la meta de todo futuro posible. Franz Rosenzweig
Aquí estoy habitando lo que queda del judaísmo y somos tan pocos, pero aquí estamos. Jacques Derrida
Discutir la pervivencia o la desaparición de una «izquierda judía» presupone un modo de entender ya no solo la izquierda, sino el propio judaísmo. ¿Se trata meramente de una religión, de un conjunto de ritos y normas asociados con la trascendencia espiritual? ¿Es una cultura? ¿Es un conglomerado de sentidos mutables a lo largo de la historia? La respuesta a esta pregunta sin respuesta –el judaísmo es, finalmente, un conglomerado amplio que se asocia a todos esos componentes– ha habilitado históricamente el enlazamiento entre judaísmos y tendencias políticas específicas.
Si el antecedente bíblico constituye el primer llamado a los desposeídos, la palabra indica que el judaísmo puede ser entendido, a la vez, como una religión, una ley, una guía, una forma de leer el mundo o, simplemente, una ética. La palabra hebrea musar designa esta relación: ética, instrucción y disciplina. Si el judaísmo inaugura un tipo de «disciplina moral» –distinta de la de otros pueblos, la cuestión consiste en saber en qué se distingue esta. La comunicación de Dios es clara al respecto. El vínculo llamado musar expresa un pacto no solo entre Dios y los hombres y mujeres, sino entre la humanidad misma. En Deuteronomio 10:19, la Biblia dice: «Habéis, pues, de amar al extranjero, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto». Moisés y los profetas (Abraham, Itzjak y Yaakov) no se preocupaban por la supervivencia del alma, sino por los desposeídos: la viuda, el pobre, el huérfano y el extranjero.
Desde este tipo de lectura se ha desprendido históricamente una vinculación entre las categorías políticas de la izquierda y el anclaje ético-profético del judaísmo. La transformación de este vínculo en una tradición múltiple entre judaísmo e izquierdas pareció así habilitada desde un inicio. No es extraño que, avanzados en el tiempo, con el nacimiento de la Ilustración y de los humanismos (incluidos los seculares), el judaísmo (religioso o secular) contribuyese decisivamente a fortalecer este vínculo.
El Bund: judaísmo y patria
Las relaciones entre los judaísmos y las izquierdas manifestaron una fuerte intensidad desde el surgimiento mismo de las teorías socialistas. Asociados al marxismo –heredero, en buena medida, de una tradición judía secular–, pero también de otros espacios de reflexión y política socialista, los judíos europeos pertenecientes al bloque compuesto por las «fuerzas de trabajadores» fueron asumiendo una posición nítida: la defensa de su identidad judía y la búsqueda de la transformación de aquellos Estados en los que se encontraban afincados. En tal sentido, afirmaban que la «nación judía» podía reconocerse en los términos de la «clase oprimida». Clase y nación se hermanaban. La integración de parte de la población trabajadora judía afincada en Europa en organizaciones socialistas y socialdemócratas tenía, además, otra razón de ser: estas fuerzas políticas rechazaban –aunque muchos tenían sus contradicciones– el antisemitismo que profesaban las derechas, particularmente las nacionalistas. En tal sentido, operaban de cobijo para una población desperdigada por todo el continente.
El desarrollo del socialismo leninista precipitado por la Revolución Rusa supuso un nuevo proceso político para el judaísmo de izquierdas. Tanto en Rusia como en Ucrania, Letonia, Polonia y otros países de Europa del Este y el Báltico, numerosos judíos habían integrado el Bund (la Unión General de Trabajadores Judíos), una organización socialista de corte antisionista y de tendencias centralistas asociadas al bolchevismo. El antisionismo del Bund no debía entenderse como una negación de la nación judía, sino como una respuesta anticolonialista frente a quienes deseaban conquistar por la fuerza el «territorio histórico». Por el contrario, el Bund concebía a la nación judía y a la clase obrera como elementos entrelazados, pero su concepto de nacionalismo era «no territorializado». Aspiraba, en definitiva, a que el judaísmo de la diáspora (galut) de Europa oriental diera tránsito a una izquierda internacionalista que se hiciera cargo, no ya de la vocación de tener un Estado, sino de la propia «errancia» del pueblo judío. En ese contexto, el bundismo promovía, además, el uso del yiddish frente al hebreo (defendido por el sionismo, que lo consideraba símbolo nacional). El yiddish era una lengua de la diáspora que unía lo común y lo diverso: los bundistas consideraban que la patria no era el viejo territorio, sino el lugar que habitaban, pero a la vez querían distinguirse con una lengua común. El Bund se encontraba anclado a la tierra. En uno de sus carteles más famosos se puede leer una leyenda: «Dondequiera que vivamos, esa es nuestra patria».
El bundismo no constituyó la única experiencia de la izquierda judía no sionista. Al Bund en Europa del Este y a las numerosas organizaciones judías que se integraron en los partidos socialdemócratas del margen occidental de Europa, se sumaron el Óblast Autónomo Judío, con su capital Birobiyán, durante los tiempos soviéticos –que fue luego liquidado por el antisemitismo estalinista–.
El creciente antisemitismo en Europa y, finalmente, la Shoá –la gran tragedia del siglo XX, del pueblo judío y de la humanidad– volvieron inviables las tesis bundistas. La consideración de que era necesario un Estado judío para los judíos comenzó a ser hegemónica entre un pueblo que había sufrido una de las mayores atrocidades de la historia. Tanto izquierdas como derechas coincidieron en la necesidad de un Estado. Pero no en sus características, sus maneras y sus formas.
La izquierda sionista: la autodeterminación
El sionismo socialista, la otra posición dentro de las izquierdas judías, había planteado históricamente la necesidad de retornar a la tierra de Israel y otorgarle al naciente Estado un «carácter socialista». Dov Ber Borojov, ex integrante del partido de izquierda Poale Zion y comandante de las Brigadas Judías del Ejército Rojo durante la Revolución Bolchevique, había sido uno de sus principales impulsores. El socialista Borojov compartía con Theodor Herzl –considerado el padre «intelectual» del moderno Estado de Israel–, la necesidad del retorno, pero no anclaba el futuro de Israel en las clases medias, sino en las clases trabajadoras. Si para Herzl los problemas se resolverían con un Estado judío, para Borojov, tal como él lo señaló en la plataforma de Poale Zion, el problema judío se resolvería «con el sionismo» y «el problema social a través del socialismo». Sus ideas –al igual que las de otros sionistas socialistas– fueron pregnantes entre las organizaciones judías de izquierda del antiguo Protectorado de Palestina y en el Histadrut (Federación General de Trabajadores de la Tierra de Israel).
Tras la Shoá, la fundación del Estado de Israel se convirtió, para buena parte del judaísmo, en un imperativo ético y en una necesidad política. Ya no se trataba solo de desarrollar un Estado basado en la idea de retorno a la tierra de origen, sino de construir una patria en la que la población judía pudiese sentirse a salvo de un antisemitismo que había tenido su huella indeleble en la Shoá. Tras el fin del nazismo, David Ben-Gurión, líder sionista que presidía el Partido de los Trabajadores de la Tierra de Israel (Mapai) –identificado con el socialismo democrático–, supo leer de forma rápida los sucesos históricos. La salida de Gran Bretaña del hasta entonces Protectorado de Palestina habilitó la creación del Estado de Israel, tras un acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Aun con un sionismo en ascenso y un bundismo internacionalista y socialista que se diluía, los debates sobre el carácter del Estado no dejaron de manifestarse. ¿Qué tipo de Estado debía ser ese que se llamaba a sí mismo un «Estado judío»? ¿Qué tipo de perspectiva prevalecería en él? ¿Una meramente nacionalista, que excluiría al resto de actores que vivían allí donde fue emplazado, o una universalista, cuya idea de judeidad sería la de los mandatos ético-sociales que habían inspirado a generaciones de judíos a defender, a la vez, la causa de la nación junto con una ética social amplia, integradora y respetuosa? Y, si se elegía esta última opción, ¿cómo cumplirla frente a un espacio geográfico-político en el que no pocos rechazaban la presencia de judíos en tanto judíos?
El Estado de Israel nacía con problemas irresueltos. Por un lado, había una destacada presencia de ideas socialistas expresadas en la lógica de los kibutz, las comunas y las empresas agrícolas. Pero esas políticas coexistían con el proceso de ocupación y con un nacionalismo que, progresivamente, iba adoptando características cada vez más excluyentes. Si una parte de la izquierda israelí apelaba a estrechar lazos y vínculos de paz con la población árabe, no sucedía lo mismo con otra.
Durante los primeros años de construcción del Estado, los partidos de izquierda israelíes con mayor caudal electoral eran el Mapai (socialistas democráticos) y el Mapam (asociado al marxismo). El Mapai era, de hecho, el partido gobernante del Estado dirigido por David Ben-Gurión. En 1949, el año de la fundación del Estado, contaba con 46 representantes de los 120 que integraban la Knesset (el Parlamento israelí) y manifestaba una vocación socialdemócrata tradicional, formando parte de la Internacional Socialista. Su posición respecto del pueblo palestino era, formalmente, la del apoyo a un Estado hermano en convivencia con el Estado de Israel. Pese a ello, era también el Mapai el partido que creaba los asentamientos palestinos –si bien sería la derecha la que luego instalaría allí la población–. El Mapai, que en 1968 pasó a ser el Partido Laborista, fue el partido más potente del espacio progresista y aquel que, durante años, supo adaptarse a las cambiantes condiciones de la política israelí. Sin lugar a dudas, el Mapai logró convertirse en un movimiento y un partido político que iba más allá de la clase trabajadora. Por su parte, el Mapam –constituido tras la fusión de Ahdut Ha’avoda y Hashomer Hatzair– sostenía posiciones diversas respecto al conflicto israelí-palestino. Mientras los miembros de la organización marxista Hashomer Hatzair consideraban que debía avanzarse en la creación de un Estado binacional palestino-israelí, los del socialdemócrata Ahdut Ha’avoda favorecían el establecimiento de un Estado judío en toda Palestina (y terminaron integrándose al Partido Laborista en 1968).
Frente a estas izquierdas, sin embargo, aparecieron otras. Algo que quedó claro cuando el 22 de septiembre de 1967 –tras la Guerra de los Seis Días– en el diario Haaretz fueron publicadas dos solicitadas que marcaban bien la división dentro del Estado. Una, firmada por decenas de intelectuales que defendían la política adoptada frente a los árabes y el pueblo palestino, decía: «La Tierra de Israel está ahora en manos del pueblo judío, y así como no se nos permite renunciar al Estado de Israel, también se nos ordena mantener lo que hemos recibido de él: la Tierra de Israel. Por la presente estamos comprometidos fielmente con la totalidad de nuestra tierra, con respecto al pasado del pueblo judío y a su futuro por igual, y ningún gobierno de Israel renunciará jamás a esta totalidad». La otra solicitada estaba firmada por 12 intelectuales de izquierda, algunos de ellos vinculados al socialismo democrático, otros al sionismo de izquierda y otros al Matzpen, una fuerza asociada a posiciones trotskistas. Allí decían: «Nuestro derecho a defendernos contra la aniquilación no nos otorga el derecho a oprimir a otros». «La ocupación trae consigo el dominio extranjero. El dominio extranjero trae como consecuencia la resistencia. La resistencia trae consigo la opresión. La opresión trae como consecuencia el terrorismo y la lucha contra el terrorismo. Las víctimas del terrorismo suelen ser personas inocentes. Aferrarnos a los territorios nos convertirá en una nación de asesinos y víctimas de asesinatos. Dejemos ahora los territorios ocupados».
Sin dejar de considerar valiosa la existencia del Estado de Israel, esa izquierda emergente se diferenciaba de las oficiales. Por un lado, defendía la autodeterminación del pueblo judío y su derecho a defenderse de los ataques, pero también reivindicaba la necesidad de retirarse de los territorios ocupados. A diferencia de la vieja tradición bundista, esta tradición de izquierda reconocía el Estado en vínculo con la patria, pero negaba o rechazaba el carácter de ocupante que ese Estado había tomado.
El proceso político, sin embargo, avanzó por otros cauces. Las numerosas crisis de las décadas de 1980 y 1990 llevaron a una vertiginosa derechización de Israel. El asesinato del primer ministro Isaac Rabin en 1995 por parte de un extremista de derecha contrario al proceso de paz con Palestina y a la creación de un Estado para esa nación comenzó a minar el proceso de acercamiento impulsado por el laborismo. Posteriormente, el abandono de la hoja de ruta marcada por los Acuerdos de Oslo minó aún más el proceso de paz. La Cumbre de Camp David del año 2000 entre el líder de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat, y el entonces primer ministro israelí, el laborista Ehud Barak, resultó un fracaso.
Los palestinos consideraron insuficiente la propuesta territorial israelí y Barak declaró: «Israel no tiene socios para la paz del lado palestino». Esto ayudó a que la derecha israelí recompusiera su terreno sobre la propia premisa planteada por Barak, asumiendo que si la centroizquierda consideraba que no había interlocutores válidos entre los palestinos Israel debía reforzarse en sus características de ocupación.
Con un Partido Laborista que, en parte por sus propios virajes, iba perdiendo posiciones frente a la derecha, el espacio de la izquierda progresista «oficial» empezaba a mermar. Grupos más pequeños intentaban, sin embargo, ocupar ese espacio, sin conseguirlo por completo. La derechización de la sociedad y de la política iba asentándose cada vez más. A los fallidos procesos mencionados precedentemente se sumaba otra situación que abroquelaría al grueso de la sociedad en posiciones contrarias al diálogo con Palestina: la de la violencia de la Segunda Intifada, producida entre 2000 y 2005. El ascenso de líderes como Ariel Sharon y Benjamin Netanyahu, que gobierna desde 2009 –y ya lo había hecho entre 1996 y 1999– expresaron ese crecimiento de las perspectivas derechistas de distinta índole. El dato es claro: desde hace 20 años, ninguna fuerza progresista ha gobernado Israel.
Hoy, el Partido Laborista y la organización política Meretz –asociada al progresismo y al pacifismo– suman juntas un total de 13 diputados en un Parlamento de 120 bancas. La situación de esta última fuerza reviste características trágicas, dado que, a inicios de la década de 1990, había cobrado una fuerte relevancia en el mapa progresista. En su primera elección en 1992 había conseguido 12 asientos propios en la Knesset, logrando colocar ministras y ministros en el gabinete de Rabin e impulsando el proceso de paz. Hoy, esos tiempos en los que Rabin, el hombre que habiendo comandado las Fuerzas Armadas durante la Guerra de los Seis Días había ido progresivamente adoptando una postura en favor de la paz y la solución binacional, parecen haber quedado lejos. Como también quedaron lejos aquellos años en que Meretez, Ratz (el Movimiento por los Derechos Civiles y la Paz de tendencia socialdemócrata) y los comunistas y ecosocialistas de Hadash tenían, además de un considerable número de bancas, cierta pregnancia en el discurso y en la opinión pública.
Sin embargo, no todo está perdido. Luego de los trágicos sucesos del último mes, el debilitamiento de Netanyahu parece cada vez mayor. Aunque no representa a una fuerza de izquierda, el centrista Yair Lapid podría abrir paso a un nuevo marco político que las izquierdas deberían aprovechar. No está claro si algo de eso sucederá, pero las ya minoritarias fuerzas progresistas deberían aprovechar un nuevo escenario e, incluso, intentar forzarlo.
En Un largo sábado (2016), el destacado ensayista judío George Steiner dice: «Durante miles y miles de años, más o menos a partir de la destrucción del Gran Templo de Jerusalén, los judíos no han tenido el poder necesario para maltratar, torturar o expropiar a nadie en el mundo. Para mí se trata de la más noble aristocracia que existe. Cuando me presentan a un duque inglés, me digo en silencio: ‘La mayor nobleza es la de haber pertenecido a un pueblo que nunca ha humillado a otro’. Ni torturado a otro. Ahora bien, en la actualidad Israel debe necesariamente (subrayaría y repetiría el término 20 veces si pudiera), necesariamente, pues, inevitablemente, ineluctablemente, matar y torturar para poder sobrevivir; Israel debe comportarse como el resto de la humanidad supuestamente normal. Pues bien, soy de un esnobismo ético sin fin, de una arrogancia ética total; convirtiéndose en un pueblo como los demás, me han quitado el título de nobleza que les atribuía». Con ánimo de polemizar, Steiner postula que Israel se ha añadido a una lógica de la estatalidad que el pueblo judío había negado en sus características actuales. Este es, para él, el gran meollo: que si bien parte de la izquierda sionista anhelaba lo mejor para con los palestinos -aun teniendo la insuperable buena fe al respecto-, su proyecto quedaba trunco por las necesidades propias del Estado. Steiner se apegaba así a la tesis esbozada por Walter Benjamin en Para una crítica de la violencia (1921), según la cual para crear un Estado o para instaurar las leyes, la violencia fundadora se vuelve necesaria. El problema, sin embargo, estriba en que la violencia fundadora se ha convertido, además, en permanente: en un modo de asegurar la existencia, pero también de excluir a otro.
Publicado originalmente en Nueva Sociedad