Por Martín Baña(“Nueva Sociedad”)
El colapso de la Unión Soviética en 1991 tuvo un impacto inmediato en el sistema mundial. En el propio territorio ruso, produjo importantes dislocaciones en todas las esferas de la vida social, que fueron siendo superadas, lentamente, a lo largo de las tres últimas décadas. El sistema Putin viene reescribiendo la historia con una visión que busca conectar los momentos gloriosos prerrevolucionarios con los soviéticos.
El impacto que generó la disolución de la Unión Soviética en 1991 se hizo sentir de manera notable e inmediata en todas las esferas del sistema mundial. Entre otras cuestiones, no solo confirmó el fin de la Guerra Fría, sino que además reconfiguró el mapa de los movimientos sociales. El campo de las ciencias sociales y las humanidades también absorbió ese impacto y lo tradujo de manera veloz. Para un historiador de la talla de Eric Hobsbawm, por ejemplo, la caída de la URSS supuso el fin del siglo xx1. Para otros autores, más arriesgados, directamente significó el fin de la Historia2. Más allá de los efectos que generó en la reconfiguración del mundo actual o en el ámbito de la reflexión historiográfica y filosófica, el final del país de los soviets tuvo consecuencias mucho más concretas y significativas para la propia sociedad rusa. Si para los pocos miembros de la vieja dirigencia comunista que decidieron el destino fatal del país modelado por la Revolución de 1917 significó un reposicionamiento como nueva elite capitalista, para muchos de los ciudadanos de a pie trajo la pérdida de una relativa estabilidad y la caída en la pobreza. En términos más generales, la disolución de la URSS marcó para todos ellos el fin de un proyecto común compartido; de un mundo que –a pesar de sus múltiples falencias– era conocido y familiar para todos los que lo habían habitado.
Una suerte de catástrofe apocalíptica, de «fin del mundo», cuyo efecto más notorio habría sido la incapacidad de imaginar el futuro. Pero, como apunta Alejandro Galliano, ese futuro llegó inexorablemente y, «después del fin del mundo, el mundo siguió existiendo»3. Por lo tanto, quienes comenzaron a vivir en la Rusia postsoviética tuvieron que pensar un futuro para el después de ese fin del mundo, especialmente para dos cuestiones tan sensibles como fundamentales: la reconstrucción de una identidad nacional dañada y la reconfiguración de las fuerzas de una izquierda desprestigiada. Si, como sostiene Bruno Groppo, la desaparición de la URSS provocó «una gran crisis identitaria que, desde los años 90, la sociedad rusa se ha esforzado en superar con el objeto de reconstruir una identidad aceptable»4, la desacreditación del proyecto comunista que también produjo el colapso generó una crisis y una desorientación política de ese espacio que las fuerzas anticapitalistas de Rusia todavía están tratando de vencer, en el marco de un fuerte control del Estado nacional y de un recrudecimiento del neoconservadurismo global.
A la búsqueda de Rusia
Luego de haber participado en el ejército que venció a Napoleón, Piotr Chaadáyev pasó una larga temporada en Europa. Al regresar al Imperio ruso, e impactado por lo que había experimentado en el continente, escribió ocho Cartas filosóficas que circularon por los salones literarios de Moscú. En la primera de ellas se preguntó, no sin cierta angustia, sobre los rasgos que definían a Rusia y sobre el lugar que parecía ocupar en el mundo5. Su respuesta fue terminante: su país era atrasado y no había realizado ningún aporte a la civilización. Tal sentencia le valió la acusación de «insano» por parte del zarismo, pero dio origen al famoso debate que hacia la década de 1840 mantuvieron eslavófilos y occidentalistas respecto del destino nacional, que resultaría seminal para orientar las miradas del futuro. Esa disputa intelectual sería reciclada varias veces a lo largo de casi dos siglos cada vez que Rusia se enfrentara a una situación de crisis de identidad. La disolución de la URSS en 1991 pareció reactualizar esas ansiedades y preocupaciones, en una sociedad que se quedó sin su país y en un país que perdió su lugar de superpotencia mundial en cuestión de días.
Las respuestas ensayadas por Boris Yeltsin, el primer presidente de la Rusia postsoviética, fueron erráticas y estuvieron a tono con la implementación de la doctrina del shock y del neoliberalismo «salvaje»6. Mientras el nuevo gobierno capitalista conformado por los viejos comunistas privatizaba a precios irrisorios los bienes del Estado, desregulaba la economía y se abría a los mercados financieros internacionales, su discurso apuntó a descalificar todo aquello que remitiera a una economía centralizada y a la intervención estatal. Mientras millones de personas se empobrecían, la economía se desindustrializaba y el país perdía su estatus de potencia, el aporte de la nueva elite rusa para refundar una identidad nacional que reemplazara a la soviética solo agregó confusión y desencanto, cuando no una ambigua revalorización del pasado imperial. En ese contexto de desconcierto, no tardaron en surgir voces que comenzaron a añorar el hasta no hacía mucho repudiado pasado soviético.
La llegada a la Presidencia de Vladímir Putin en 2000 no supuso un corte radical respecto de su antecesor. Por el contrario, sus políticas continuaron la senda impuesta por el neoliberalismo7, aunque favorecidas –durante la primera década– por los ingresos generados por las exportaciones de gas y petróleo. Sin embargo, cuando la economía comenzó a desplomarse por la caída de los precios internacionales de esos commodities y por la crisis financiera de 2008, el exagente de la KGB comenzó a desarrollar un discurso que apuntó a paliar esos efectos y a reconstruir el lazo social mediante el refuerzo de la identidad nacional y, vinculado con esto, el intento de reposicionar a Rusia como una potencia mundial o, al menos, como un actor que no debía soslayarse en la toma de decisiones global. El problema de la identidad nacional comenzaba a resolverse desde el Estado y con una fuerte impronta conservadora y geopolítica.
Uno de los pilares sobre los que se intentó sostener esta estrategia fue, precisamente, la idea de que Rusia debe tener un Estado fuerte, ya que resulta fundamental no solo para el desarrollo y el bienestar del país sino también para su reposicionamiento a escala global8. Como complemento de esta posición –aunque a tono con una tendencia que se experimentaba mundialmente–, se desarrolló una visión conservadora del mundo y de la sociedad, manifestada en la homofobia y la xenofobia crecientes en el discurso público y en el refuerzo de los roles de género tradicionales, esto último en una alianza cada vez más estrecha con la Iglesia ortodoxa. Leyes que sancionan la «propaganda de relaciones no tradicionales» (el eufemismo elegido para referirse a la homosexualidad) son la consecuencia más visible de ello9. Al mismo tiempo, y en relación con lo anterior, desde el gobierno se difundió un discurso antioccidental en general y antiestadounidense en particular, que apuntaba tanto a resaltar el rol de Rusia como guardiana de valores tradicionales universales que un decadente Occidente había olvidado o pervertido –como lo demostraría allí la ampliación de derechos del colectivo lgtbi–, como también a poner freno a las constantes amenazas de avance por parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sobre el espacio postsoviético. La anexión de Crimea en 2014 fue, tal vez, la consecuencia más drástica de este último diagnóstico10.
El ámbito donde más se puso de manifiesto esta tendencia fue un espacio tan sensible como la Historia, donde desde el Estado se combinaron dosis similares de propaganda y control. Respecto de lo primero, gracias a la acción de la Sociedad Histórica Militar Rusa (de la que forman parte el actual ministro de Defensa Serguéi Shoigú y el ex-ministro de Cultura, Vladímir Medinsky), desde 2012 han venido descubriéndose monumentos por todo el país que buscan resaltar a figuras centrales del pasado ruso, como por ejemplo la estatua de casi 20 metros de altura del príncipe Vladímir –responsable de la conversión de Rusia al cristianismo– inaugurada en 2016 frente a una de las puertas del Kremlin de Moscú, o la más polémica de Mijaíl Kalashnikov –el inventor del afamado fusil– descubierta en 2017 en el centro de la capital.
Vale la pena agregar aquí el impactante monumento de Aleksandr Nevsky –el príncipe que expulsó a la Orden Teutona en el siglo XIII– inaugurado hace pocos meses en Samolva, un pueblo ubicado en la frontera con Estonia. El lugar elegido para emplazar la estatua no es inocente y su mensaje es claro: hasta allí llega la posible influencia de la OTAN. Pero también han visto la luz series de televisión en el centenario de la Revolución de Octubre, como Peregrinación por los caminos del dolor o Trotsky –ambas financiadas por el Ministerio de Cultura–, que presentaban la revolución como un momento de caos y desunión entre hermanos y que prevenían a los televidentes respecto de las consecuencias de una eventual revuelta social.
Tal vez la máxima expresión de esta tendencia haya sido la exhibición Rusia, mi historia, inaugurada en Moscú en 2013 y replicada desde 2017 en varias ciudades del interior. En la muestra, conviven eventos del pasado monárquico y soviético, que son presentados a través de modernos recursos tecnológicos y audiovisuales unidos por la idea de que Rusia solo prosperó cuando contó con un Estado poderoso y unido, fuera prerrevolucionario o soviético11. Dentro de este relato histórico, quedan estigmatizados momentos centrales de la historia rusa, como la Época de los Disturbios o la propia Revolución de 1917, ya que encarnarían el caos social y la dispersión institucional.
Respecto de la segunda cuestión, la situación es todavía más compleja, ya que fue escalando desde el control de los contenidos de los libros de Historia por parte del Estado desde 2015 hasta la creación en julio de este año de una Comisión Interministerial para la Interpretación de la Historia –conformada por historiadores, pero también por miembros de las agencias de seguridad–, que habilita al gobierno a enviar representantes a encuentros académicos y de otra índole en donde la historia esté involucrada12. El refuerzo del control historiográfico apunta sobre todo a evitar cualquier tipo de revisionismo que ponga en duda el rol jugado por la URSS en la derrota del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, acontecimiento que hoy ocupa un lugar central en la reconstrucción de la identidad nacional rusa13.
Dentro de esta estrategia identitaria que apunta a legitimar el estado actual de cosas de una economía capitalista y un gobierno conservador, el pasado comunista podía significar un problema. La solución encontrada por el Estado fue relativamente sencilla: la era soviética es considerada como parte de la larga historia rusa y, por lo tanto, debe tenerse en cuenta como un periodo más. Sin embargo, su inclusión es selectiva: en la narrativa oficial se prefiere destacar todos aquellos elementos que realzan sus logros, como el desarrollo industrial, la derrota del nazismo y la carrera espacial y, por el contrario, minimizar aquellas instancias que supusieron una expansión de la autonomía social o una amenaza a la continuidad política estatal, como el propio evento revolucionario y la Guerra Civil o el periodo de la perestroika. De hecho, el nombre elegido para bautizar la vacuna contra el covid-19 fue Sputnik v, que remite al satélite artificial producido por la URSS en 1957 y que fue el primero en ser lanzado al espacio en la historia de la humanidad.
Izquierdistas de Rusia, ¡únanse!
El fracaso de la experiencia soviética colocó sobre la izquierda una pesada mochila de la cual todavía no puede desprenderse, tanto a escala global como dentro de la propia Rusia. Términos como «comunismo» o «izquierda» quedaron desprestigiados en el discurso público no solo por la disolución de la URSS sino, sobre todo, por su asociación con un pasado que no remitía tanto a los viajes espaciales o a la eliminación del analfabetismo como al gulag y el terror estalinista.
Por otra parte, el giro neoconservador que tomó el gobierno de Putin desde 2012 –a tono con lo que sucedía en otras partes del mundo– y su fuerte componente represivo –que supone la persecución de medios independientes, la condena de la protesta social y el encierro de dirigentes opositores, entre otras drásticas acciones– dificultan de manera notable la militancia de izquierda y cualquier tipo de alternativas que apunten hacia una democratización política o una igualdad social. A su vez, y como apunta el historiador Simon Pirani, la ausencia de una tradición de acción colectiva por parte de los trabajadores y las trabajadoras –legado también de las formas de organización de la militancia soviéticas– dificultó la coordinación de las luchas durante los primeros años de la Rusia postsoviética14.
El Partido Comunista de la Federación Rusa podría haber asumido esas tareas y convertirse en una alternativa de izquierda. Sin embargo, y a pesar de enfrentar las políticas neoliberales de Yeltsin y de denunciar el empobrecimiento de la población, a lo largo de estos casi 30 años fue virando hacia posiciones más cercanas a la derecha que a la izquierda, lo cual contribuyó a dispersar no solo al electorado joven sino también a muchos de sus militantes15. Sus marchas y manifestaciones supieron combinar banderas rojas y estandartes con el martillo y la hoz junto con retratos de Stalin e íconos de la Iglesia ortodoxa rusa, lo cual lo hizo partícipe del movimiento rojipardo, que en la Rusia de la década de 1990 solía agrupar a quienes combinaban posicionamientos nacionalistas con izquierdistas, como el Partido Nacional Bolchevique liderado por Eduard Limónov16. Por otra parte, sus principales dirigentes suelen mantener posiciones homofóbicas y xenófobas, y si bien en la teoría se presenta como un partido opositor a Rusia Unida, el partido de Putin, muchas veces en la práctica suele funcionar como una suerte de aliado informal.
El mantenimiento de los ideales –y las prácticas– de una izquierda democrática quedó entonces relegado a unos escasos movimientos de socialistas, trotskistas, anarquistas y redes de una nueva izquierda que se mantuvieron dispersos y sin una coordinación nacional. Por su parte, la recomposición del movimiento obrero y de un sindicalismo más combativo se fue abriendo paso muy lentamente y con éxitos relativos, aunque aislados, como en la huelga de la planta de Ford de Vsévolozhsk en 2007 y el corte de ruta en Pikalevo, en la región de Leningrado, en 200917. En los últimos años, fueron surgiendo otras formas de autoorganización como el piquete solitario, práctica que consiste en que una sola persona se manifieste con alguna pancarta en un lugar significativo con el fin de evadir las múltiples restricciones que existen para realizar marchas y manifestaciones masivas. También surgieron proyectos como Ovd-Info, una organización independiente fundada en 2011 cuyo objetivo es monitorear los casos de abusos de autoridad y detenciones por motivos políticos y proveer asistencia jurídica18. Todas estas experiencias han tenido que enfrentar, sin embargo, severos condicionantes políticos y legales que hacen muy difícil el activismo independiente.
Sin embargo, desde 2012, el estado de cosas comenzó a cambiar, sobre todo luego de las protestas que se produjeron en ese año contra la reelección de Putin y de las masivas marchas que, a principios de 2020, se organizaron en todo el país para manifestarse en contra de la detención del líder opositor Alexéi Navalny. El Partido Comunista no pudo quedar ajeno. A pesar de cierta inercia registrada en su dirección y del acompañamiento pasivo de algunas iniciativas del gobierno, ha votado en contra de la reforma que elevaba la edad jubilatoria en 2018 y de las enmiendas a la Constitución aprobadas en este año que habilitan la reelección del presidente. Como sostienen Ilya Matveev e Ilya Budraitskis, esto permitió ampliar su base electoral con votantes más entusiasmados con esa energía opositora real que con su mixtura ideológica de nacionalismo, estalinismo y democracia social, y obligó al partido a reorientar su retórica y concentrarla más en la democracia y la justicia social19. Algunos dirigentes importantes, como Valery Rashkin –diputado de la Duma y jefe del partido en Moscú–, incluso comenzaron a tender puentes y a colaborar con agrupaciones de izquierda que son críticas del partido20. Esto, sumado a la emergencia de una joven generación de militantes –como Nikolai Bondarenko, de 35 años, dirigente comunista en Sarátov y uno de los videobloggers políticos más populares–, colaboró en la conformación de una alternativa democrática real de cara a las elecciones legislativas de 2021. Para ello, las listas llegaron a incluir a candidatos provenientes de otras corrientes políticas más radicales y que no estaban necesariamente afiliados al Partido Comunista.
El caso de Mijaíl Lobanov es ilustrativo en ese sentido. Lobanov tiene 37 años y es matemático y profesor en la Universidad Lomonósov de Moscú, una de las más prestigiosas del país. Se autodefine como socialista democrático y reconoce como fuente de inspiración, entre otros dirigentes, a Jeremy Corbyn y Bernie Sanders. A lo largo de su carrera, ha venido teniendo una destacada participación tanto en el sindicalismo universitario como en el activismo urbano. A pesar de no estar afiliado, el Partido Comunista aprobó su participación en las elecciones bajo su lista. Su lema de campaña fue «Un futuro para todos y no para los privilegiados», y como candidato dejó de lado las discusiones binarias y abstractas propuestas por el gobierno y la oposición funcional y, por el contrario, se ocupó de recorrer el distrito por el que se presentaba –el ókrug administrativo occidental de Moscú– y de armar encuentros cara a cara con sus habitantes para exponer las iniciativas y los eventuales proyectos que presentaría en la Cámara Baja del Parlamento ruso, vinculados sobre todo a los problemas locales urbanos de los habitantes de la capital21.
Los resultados iniciales de las boletas de papel dieron como ganador a Lobanov, quien enfrentaba a Evgeny Popov, un destacado presentador televisivo que contaba con toda la maquinaria electoral y propagandística de Rusia Unida detrás. Sin embargo, cuando llegaron –con un sospechoso retraso– los votos electrónicos, la contienda se definió a favor del candidato oficialista, como sucedió prácticamente en toda la capital rusa22. Las denuncias por fraude no se hicieron esperar y, a pesar de las protestas convocadas por los participantes afectados para cancelar la elección, el gobierno no mostró ninguna voluntad por revisar el resultado final. Por el contrario, apenas una semana después reforzó su veta autoritaria e incluyó a varias organizaciones independientes, como la ya mencionada ovd-Info, dentro del registro de «agente extranjero» –lo cual dificulta enormemente su funcionamiento, además del estigma social– y detuvo con acusaciones insólitas a diversos activistas, como el destacado intelectual y militante de izquierda Boris Kagarlitsky.
Más allá de esto, las elecciones vinieron a mostrar no solo un mayor descontento con el elenco gobernante sino sobre todo un creciente apoyo al Partido Comunista, que es hoy el partido de la oposición legal con mayor caudal de votos –cercano a 20%– y que, gracias a la presión de las bases, parece radicalizar lentamente su discurso y su accionar para volver a colocarse como una alternativa real de izquierda. Si el gobierno solo atina a reforzar su carácter nacionalista, conservador y dictatorial con el fin de reconstituir el lazo social, acallar a la oposición y disimular su incapacidad de hacer frente a la crisis económica y social que ya lleva varios años –y que se reforzó con la pandemia–, las fuerzas de izquierda parecen reacomodarse y unificar sus luchas en pos de la reconstrucción de un país –y un mundo– mejor. A 30 años de la disolución de la URSS, la nueva Rusia se debate entre la reactualización dosificada de un pasado soviético e imperial encarnado en el Estado y el diseño creativo de un futuro imaginado para todos y no solo para unos pocos. La lucha es desigual, pero su resolución todavía está abierta.
- 1.Eric Hobsbawm: Historia del siglo XX [1998], Crítica, Buenos Aires, 2001, pp. 7 y 13.
- 2.Por ejemplo, Francis Fukuyama: El fin de la Historia y el último hombre, Planeta, Barcelona, 1992.
- 3.A. Galliano: ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2020, p. 164.
- 4.B. Groppo: «Los problemas no resueltos de la memoria rusa» en Nueva Sociedad No 253, 9-10/2014, p. 90, disponible en www.nuso.org.
- 5.P. Chaadáyev: «Cartas filosóficas dirigida a una dama» en Olga Novikova: Rusia y Occidente, Tecnos, Madrid, 1997.
- 6.V., por ejemplo, Naomi Klein: La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2007.
- 7.Ver Ilya Matveev: «Rusia, Inc» en Open Democracy, edición digital, 16/03/2016.
- 8.Ver Ilyá Budraitskis: Mir katory postroil Huntington i v kotorom zhiviom vse my, Izdatelstvo knhizhnovo magazina «Tsiolkovsky», Moscú, 2020.
- 9.Ver Dan Healey: Russian Homophobia from Stalin to Sochi, Bloomsbury, Londres, 2018. 10. Ver Agnia Grigas: Beyond Crimea: The New Russian Empire, Yale UP, New Haven, 2016, pp. 27-28.
- 10.Ver Marlene Laruelle: «Commemorating 1917 in Russia: Ambivalent State History Policy and the Church’s Conquest of the History Market» en Europe-Asia Studies vol. 71 No 2, 2019.
- 11.Ver Marlene Laruelle: «Commemorating 1917 in Russia: Ambivalent State History Policy and the Church’s Conquest of the History Market» en Europe-Asia Studies vol. 71 No 2, 2019.
- 12.Un antecedente podría ser la Comisión Presidencial contra la Falsificación de la Historia en contra de los Intereses de Rusia, que existió entre 2009 y 2012. El decreto presidencial puede consultarse aquí: <http://publication.pravo.gov.ru/document/view/0001202107300042?index=0&rangesize=1«>http://publication.pravo.gov.r…
- 13.Ver Elizabeth Wood: «Performing Memory and its Limits: Vladimir Putin and the Celebration of World War II in Russia» en David L. Hoffman: The Memory of the Second World War in Soviet and Post-Soviet Russia, Routledge, Nueva York, 2021.
- 14.S. Pirani: Change in Putin’s Russia: Power, Money, and People, Pluto Press, Nueva York, 2010.
- 15. Ibíd., p. 151.
- 16.Uno de los máximos dirigentes del Partido, Gennady Ziuganov, sostuvo en 2006 que el famoso Discurso Secreto de Nikita Jrushchov que denunciaba el terror estalinista había provocado más daños que beneficios, y en 2008 escribió una biografía bastante positiva sobre la figura de Stalin. Ver S. Pirani: ob. cit., p. 153
- 17.Tony Wood: Russia Without Putin. Money, Power and the Myths of the New Cold War, Verso, Nueva York, 2028.
- 18.Su sitio web es <https://ovdinfo.org/«>https://ovdinfo.org/>
- 19.I. Matveev e I. Budratiskis: «Kremlin in Decline?» en New Left Review, edición digital, 29/9/2021.
- 20.Ver Radhika Desai y Boris Kagarlitsky: «Putin, Navalny, and the Left: The Coming Political Crisis in Rusia» en The Real News Network, 16/4/2021.
- 21.Las referencias fueron tomadas de la entrevista realizada por Dmitry Sidorov: «Mijaíl Lobanov: ‘Nuzhny razgovory i peregovory’» en Open Democracy, 24/8/2021. [Hay versión en inglés: «A Democratic Socialist Running for Russian Parliament. What Could Go Wrong?» en Open Democracy, 1/9/2021].
- 22.Se puede consultar el mapa que contrasta los resultados antes y después de la suma de los votos electrónicos en «Jrónika zaplarinovannoy krashchi» en Rabkor, 27/9/2021, <http://rabkor.ru/columns/«>http://rabkor.ru/columns/editorial-columns/2021/09/27/chronicle_of_a_planned_theft/>