Según el cristal. Por Jorge A. Bañales

por La Nueva Mirada

Los disturbios de 2020 en ciudades de todo el país y la asonada del 6 de enero en el Capitolio han reavivado el debate sobre la necesidad, conveniencia y peligros de una “ley antiterrorista” en Estados Unidos. Una discusión sobre “seguridad nacional” y “libertades civiles” en la cual las partes intercambian posiciones según de qué lado sopla el viento.

Trámite expedito

Pocos días después de los ataques de Al Qaida el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, ambas cámaras del Congreso aprobaron proyectos de ley antiterrorista. El 24 de octubre la Cámara de Representantes, con 357 votos a favor y 64 en contra, aprobó la versión final de la legislación, siendo demócratas la mayoría de los oponentes. El día siguiente la llamada “Ley Patriota” fue aprobada en el Senado con 98 votos a favor y uno en contra, el del demócrata Russ Feingold, de Wisconsin, y la ley entró en vigencia al día siguiente.

Los adversarios de esa legislación denunciaron entonces, y desde entonces, el montaje de un aparato represivo que permitió la detención por tiempo indefinido de inmigrantes sospechosos de vinculación con grupos terroristas extranjeros, el allanamiento de hogares y negocios sin consentimiento del ocupante, la intercepción de llamadas telefónicas, correos electrónicos y registros financieros sin orden judicial, y la expansión del acceso de las agencias policiales a registros empresariales y cuentas bancarias.

Entre los oponentes y críticos de la Ley Patriota se contaron tanto gente de “izquierda” que siempre ha denunciado la represión política como de esa “derecha” conservadora que desconfía y escarcea a la vista de cualquier expansión de los poderes del Estado.

Tal como ha ocurrido en tantas otras partes del mundo y tiempos de la historia, ante la amenaza, real o percibida, para la seguridad del Estado, el sistema político y la sociedad aceptan medidas de emergencia, que se dicen temporales, son draconianas y tienden a prolongarse.

En el caso de Estados Unidos la peculiaridad es que la legislación antiterrorista se aplica a extranjeros y organizaciones foráneas, o a ciudadanos estadounidenses sólo en el caso de que actúen en apoyo de organizaciones extranjeras designadas como terroristas.

La controversia en Estados Unidos surge cuando hay propuestas para designar, y tratar, a ciertos grupos estadounidenses como “terroristas”.

Furia en las calles

La muerte por policía de George Floyd, hace casi un año, detonó protestas contra la brutalidad policial y el racismo en las cuales participaron, pacíficamente, millones de personas en todo el país. Y también trajo una oleada de disturbios, incendios y saqueos.

La derecha espantada reclamó entonces que se designara como terroristas a los protestones violentos de Antifa (una coalición de grupúsculos que se califican antifascistas), y a los “anarquistas”.

También se hicieron presentes en las calles y en las pantallas de televisión las milicias nacionalistas, supremacistas blancas, portando armas de guerra y listas para usarlas. La izquierda, horrorizada, denunció el peligro del extremismo de los supremacistas blancos.

El Buró Federal de Investigaciones (FBI), ha calificado a estas milicias como el peligro extremista más grave que enfrenta el país, mayor aún que la amenaza de los terroristas extranjeros.

El 6 de enero pasado, una multitud incitada por el entonces presidente Donald Trump, asaltó el Congreso en un intento sedicioso por impedir el trámite final de aprobación de los resultados de la elección presidencial de 2020.

A la vista de todo el mundo están las imágenes de la multitud insurrecta, y de los grupúsculos con uniforme de fajina, cascos, chalecos antibalas, y tácticas militares que estropearon la tradición de transferencia pacífica del gobierno.

No obstante lo cual, los republicanos en el Congreso siguen oponiéndose al establecimiento de una comisión que investigue los antecedentes y detalles de la asonada, y continúan calificando a los asaltantes como patriotas.

La dificultad mayor en la promulgación de una ley antiterrorista que se aplique a extremistas domésticos está en el riesgo, notable tanto para la derecha como para la izquierda, de que se use para reprimir a organizaciones o individuos opuestos a un gobierno de turno. 

La legislación actual permite la investigación y enjuiciamiento de actividades, no de ideas. Alguien puede ser miembro de Antifa o del Ku Klux Klan, y puede expresar ideas extremas, pero eso no es un delito en Estados Unidos.

Lo que es un delito en Estados Unidos es la acción no la idea. Alguien afiliado a grupos extremistas puede ser investigado, detenido, enjuiciado y sentenciado por el incendio de una sinagoga, el ataque a una mezquita, la agresión de un grupo minoritario o el transporte a través de límites estatales de armas usadas para un ataque. Las sentencias se agravan si la acción cae dentro de lo que la ley define como “crímenes de odio”.

En 2019 el FBI arrestó a 107 terroristas domésticos, de los cuales 63 fueron acusados por crímenes de jurisdicción federal, 42 por crímenes de jurisdicción estatal o local, y dos que recibieron cargos tanto federales como estatales.

Tal como en cualquier otra parte la hesitación acerca de leyes antiterroristas está arraigada en la duda sobre quién decidirá cuáles organizaciones son terroristas.

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