Reconozco tener una cierta habilidad para ser minoría.
En una política adversarial, no me importa mucho. Cuando pierdo, lo hago por puntos en fallo dividido, y a menudo puedo tener éxitos debatiendo y persuadiendo. El mundo legal es pocas veces completamente mío, pero nunca totalmente ajeno.
En una política de enfrentamiento entre amigos y enemigos, me importa un poco más. Nunca tanto, eso sí. Cuando las conveniencias e intereses no son conciliables, no queda más que derrotar o ser derrotado. Basta con quitar poder, sin que se imponga la necesidad de hacer sufrir ni tomar venganza. Como minoría derrotada, con poco poder, me las arreglo para vivir lo más bien. Aprendo, atenúo mis preferencias, le busco lados buenos al mundo de las mayorías, capaz que sepan algo que yo no sé, puedo insistir.
Me jode ser minoría, eso sí, cuando la política consiste en el enfrentamiento entre buenos y malos. La lucha entre morales contrapuestas, garrotes abstractos con pretensión de universalidad. Ser minoría moralmente mala no tiene caso. Si mi mera presencia es ofensiva, aunque sea minúsculamente marginal, anticipo castigo y exterminio. Peor, si el moralismo las toma en animo inquisitorial en contra de novedosos pecadores históricos recién desenterrados.
Es lo que me da julepe de ciertos conservadores católicos y algunos puritanos. Anticipo una convivencia sacerdotal de miedo. Y de algunas izquierdistas (o populistas, todo está muy enredado) que consideran a toda actividad capitalista como saqueo, y a toda propiedad como fruto de haber saqueado. Tiemblo, anticipando una economía sacerdotal.