¿Tiene un final el drama de Afganistán? Por Iván Witker

por La Nueva Mirada

300 afganos encontrarán refugio en Chile en las próximas semanas. Poco se sabe del trasfondo de una decisión cuyas posibilidades de éxito, independientemente de su manifiesto carácter humanitario, muestran más de un signo de interrogación.

Ello no sólo porque Afganistán sea una especie de mega-cementerio de grandes imperios, que ni Alejandro Magno ni los mongoles en tiempos pretéritos, como tampoco británicos o soviéticos en tiempos recientes, lograron dominar. La verdad es que el otorgamiento de refugio a estos afganos pone sobre la mesa un tema mayor, como es la falta de una política de largo plazo sobre temas migratorios.

Si ello no se hace, ésta y futuras iniciativas, por muy loable que parezcan, darán más dolores de cabeza que satisfacciones.

La verdad es que, en sus 200 años, las políticas gubernamentales de nuestro país poco o nada han incidido en la llegada de extranjeros. Ni siquiera la de miles de familias alemanas y suizas se corresponde a una historia completa de éxito como habitualmente se repite. Tampoco es la llegada posterior de croatas, italianos, palestinos y judíos. Cada uno de ellos fue una historia distinta, cuyo denominador común fue el bajo protagonismo estatal.

Interrogantes desde tiempos de Vicente Pérez Rosales

La traída de alemanes y suizos respondió inicialmente a intereses privados. La designación de Vicente Perez R. ocurrió en 1850, cuando el promotor inicial, Bernard E. Phillippi, ya había traído más de 10 buques con inmigrantes, bajo motivaciones religiosas y producto de las penurias tras el conflictivo bienio europeo 1847/1848. A su vez, croatas, italianos, árabes y judíos tuvieron motivaciones más bien espontáneas y familiares. En el presunto “éxito” de estas oleadas intervinieron otros factores explicativos, donde los prosaicos fueron harto más importantes. Todos ocurrieron, por ejemplo, en circunstancias de imposibilidad casi absoluta de retornar. One-way ticket.

La falta de políticas consistentes y de largo plazo, quedó dramáticamente al descubierto cuando se trajo a víctimas de la guerra de la ex Yugoslavia en los 90. El entusiasmo de entonces fue incluso algo mayor que el de ahora con los afganos. Se pensó que la iniciativa estaba destinada a tocar la fibra más íntima de la solidaridad chilena, pues favorecía no sólo a víctimas de un conflicto armado extremadamente violento, sino a portadores de dramas literalmente impensados. Huían de los sangrientos ajustes de cuentas de tipo étnico. Prácticamente todos, por motivos ideológicos o simplemente generacionales, eran producto del llamado hombre nuevo, homo iugoslavus, que los llevó a formar matrimonios interétnicos; algo muy de avanzada en la segunda mitad del siglo pasado. Sólo por ese motivo, de la noche a la mañana, se encontraron bajo fuego cruzado de todos los bandos en pugna. La prensa de la época da cuenta de una llegada feliz y optimista, pero, a poco andar, se convencieron del error de venir a un país tranquilo, pero lejano y desconocido. Al no recibir apoyo del Estado, prefirieron retornar apenas se calmaron las hostilidades. No cabe duda: la globalización hizo lo suyo y la facilidad de transporte les brindó aquello vedado a las oleadas iniciales. Round-trip ticket.

Extrañamente, el caso no incentivó un análisis exhaustivo de las motivaciones que tuvieron aquellos exyugoslavos para abandonar esta “copia feliz del Edén”. Y no sólo eso. En los años siguientes, se implementaron ideas voluntaristas e inconexas, para seguir ofreciendo albergue a cuanto desamparado existiera en la Tierra.

Así, la presidenta Bachelet trajo un grupo de palestinos que permanecían olvidados en un misérrimo campamento en la zona fronteriza sirio-irakí, llamado Al Tanf, quienes fueron instalados en comunas de la Quinta Región. Aprovechando ese impulso, se decidió abrir la puerta y el país recibió una verdadera avalancha de extranjeros, principalmente haitianos, colombianos y más tarde, venezolanos. Las últimas estadísticas hablan de que en Chile se han asentado ya un millón y medio de extranjeros; o sea alrededor del 8% de la población total del país.

En aquel tráfago llegaron también, aunque a goteo, 110 afganos. Los mismos que ahora servirán de columna vertebral para asentar a sus 300 coterráneos, próximos a arribar.

Las experiencias descritas grosso modo, plantean una interrogante sobre este deseo (tan transversal) de tener una política migratoria laxa. Por un lado, está lo obvio; ninguna diplomacia genuinamente democrática puede hacer caso omiso de las tragedias humanitarias. Pero, por otro lado, cabe preguntarse si en el caso de los afganos se actuará de manera tan improvisada cómo ocurrió con los exyugoslavos. Si así fuere, no hay que ser pitoniso para asumir que el destino será el mismo y, más temprano que tarde, estos refugiados querrán irse a Europa, Canadá o EEUU. O quizás volver a su terruño, al inhóspito Afganistán. Muchas veces se descubre que, después de todo, la vida sigue siendo llevadera.

Ocurra eso o no, nuestra política migratoria merece de veras una profunda mirada reflexiva, que vaya más allá de una ley puntual. Al respecto, caben al menos dos preguntas iniciales. ¿Cuántos inmigrantes puede en realidad absorber Chile?, y, quizás la más relevante, ¿para qué se necesitan inmigrantes? Hasta ahora es feroz el contraste con nuestros países benchmark, como Canadá, Nueva Zelandia y los nórdicos. No es un misterio que estos planifican al detalle qué tipo de inmigración necesitan y cuánta. La verdad es que todos ellos tratan de combinar humanitarismo con una selección que privilegie profesionales de áreas prioritarias.

Con el caudal de información de las últimas semanas, parece obvio suponer que la opinión pública nacional ya está familiarizada con un Afganistán como epicentro de un sismo geopolítico de marca mayor y con esos bramidos talibanes provenientes de otro siglo. Menos obvio parece ser la constatación de una auténtica lejanía cultural, geográfica y política. Al no tener en cuenta aquellos aspectos tan claves, la operación no parece exenta de riesgos. Incluso, no habría que descartar si los 4 mil afganos prestos a llegar a Colombia en las próximas semanas deciden seguir viaje al sur.

Sintetizando, se podría concluir preliminarmente que en nuestro país se sigue una suerte de ejercicio ocasional de autosatisfacción y una tentación a mostrar aires de benefactor cosmopolita. Es obvio que la traída de estos afganos no es para obtener mayor influencia política en aquella zona del mundo; y también parece obvio suponer que no se trata de ingenieros ni astrónomos.

Más de alguien recomendaría no olvidar la sabia advertencia del Presidente de EEUU, John Quincy Adams a inicios del siglo 19: “hay que evitar salir al extranjero a buscar monstruos”.


Por Ivan Witker
Ensayista, académico Universidad Central, autor de “El Péndulo del Hemisferio” (2021).

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