En un zigzag que cruza y desbarata las categorías más tradicionales de patria, clase, género y club de fútbol, la “política de identidades” se ha convertido en una producción prolífica de etiquetas que dividen, y de presiones para asumir la identidad del grupito elegido sobre la base de características no elegidas.
Poesía
El 20 de enero, en la ceremonia de inauguración del presidente Joe Biden, Amanda Gorman hizo historia como la poetisa (¿o debería ser, políticamente correcto, poeta?) más joven en tal función. Amanda tiene 22 años y es negra.
Menos de tres semanas después el traductor a catalán, Víctor Obiols, dijo que la editorial Univers, de Barcelona, le desechó la traducción encargada y ya hecha porque sería más apropiado que la hiciese “una mujer, joven, militante y preferiblemente negra”. Pocos días antes Marieke Lucas Rijneveld –quien se define sexualmente como no-binario/a- abandonó el encargo de la editorial Meulenhoff, de Amsterdam, para traducir el poema de Gorman después que recibió críticas como las de la periodista Janice Deul quien cuestionó por qué no se había elegido para la labor “una escritora que sea como Gorman, una artista militante, joven, mujer y orgullosamente negra”.
La hipersensibilidad que demanda corrección política sobre la base de “identidades” tiene el mismo fundamento que el racismo que pretende repudiar: se juzga a las personas por características de las cuales no son responsables como el sitio de nacimiento, el color de la piel, la anatomía de sus entrepiernas o la cultura en la cual se educó.
Lejos ha quedado la esperanza de Martin Luther King quien, en 1963, soñaba con el día en que sus hijos vivieran en un país donde las personas fuesen juzgadas “por el contenido de su carácter”.
Nadie elige nacer hombre o mujer, blanco y negro, judío, cristiano, musulmán o ateo, hablando español, inglés, euskera o tagalo. Nadie elige el país, la clase social, la “generación”, la tribu o la familia en la que ha nacido.
Cada persona puede elegir su profesión, su compromiso social o su camino solitario, su afiliación política y, ya de adulto, su religión si la requiere. Cada individuo puede elegir un deporte, el país al cual se muda, la música que prefiere. Cada persona puede elegir si quiere ser jefe/a en una empresa, artista en la bohemia, buena gente o cabrón.
Diversidad
La política de identidades define a los individuos por esas características que no eligen, y construye demandas y propuestas que atienden las necesidades de grupos cada vez más fragmentados.
En las últimas dos décadas un fenómeno notable en Estados Unidos es el predominio de esta política de identidades sobre la “religión civil”, el mito que cada nación se construye y que en el pasado unificaba a sectores más amplios en torno a ideales compartidos.
En la política estadounidense, la mayor parte de la población se volcaba hacia el Partido Demócrata o el Partido Republicano, y en cada ocasión que el país se involucró en conflictos bélicos, el “patriotismo” superaba otras divisiones.
La multiplicación de “identidades” es, ahora, un espectáculo cambiante en el cual cada definición se fragmenta y vuelve a fragmentarse lo cual, en buena medida, explica la pérdida del sentido de comunidad más allá del “club” en el cual cada persona se mete… o permite que la metan.
El fenómeno es particularmente notable entre los inmigrantes que llegan de América Latina. Allá eran –éramos- chilenos, uruguayos, peruanos, guatemaltecos, cubanos, mexicanos, cada uno con su bandera y sus mitos nacionales. En Estados Unidos todos van a dar a la bolsa de “latinos” y se creen parte de “la minoría más numerosa” del país. Y como tales, de ellos se espera que voten de cierta forma, se vistan y comporten de cierta forma y que sigan siendo “latinos” aunque sean ya de tercera o cuarta generación estadounidenses.
Nativos o importados, a todos se les clasifica por “generaciones”. Está la “generación de la grandeza” que luchó en la Segunda Guerra Mundial y de la cual quedan pocos ejemplares. Está la “generación del boom” y luego vienen las generaciones X, Y, Z, los “milenarios” y los que les siguen. A cada generación se le atribuye un estereotipo sobre el cual cada una se desentiende de la otra.
Machos o hembras –el concepto binario- se dividen ahora por “orientación o preferencia” sexual en más franjas que la bandera del arcoíris: hetero, homo, bi, no binario, transgénero, queer. Y cada mes surge una nueva definición que se suma a la fragmentación. Así, por ejemplo, las personas homosexuales de más edad miran con menosprecio a quienes, siendo más jóvenes, se describen como bisexuales porque transgreden las restricciones que fueron centrales en la preferencia u orientación de sus mayores.
Una pulverización similar ocurre en lo que se llama “derecha”. Y así hay en Estados Unidos quienes abogan por una segregación que envíe a los blancos a vivir a ciertos estados y a los variopintos en otros, y otros que abogan por una supremacía blanca en todo el país, u otros que sólo esperan el fin del mundo y se arman y amontonan provisiones en las montañas. Cada grupo va por su lado y, aunque todos se dicen “patriotas”, su noción de la religión civil que prevaleció por casi dos siglos se escapa a una lista interminable de sectas.
Del lado de las minorías que, con razón, se quejan por el racismo “de los blancos”, crecen verdaderos emporios de medios –revistas, TV, cine, redes sociales, online- “de negros”, o “de latinos”. Y así hay películas, festivales y debates políticos en los cuales sólo se ve personas “negras” o “latinas”. Los mismos activistas que denuncian la escasez de diversidad en Hollywood, los premios Oscar y otros galardones similares, operan en torno a medios igualmente segregados con su propia sarta de premios para personalidades del color correspondiente. Rara vez en un show “negro” aparecen latinos y los pocos blancos incluidos tienen, en general, el papel de malos. En la “televisión latina” rara vez aparece un personaje “negro” o “anglo” y si lo hace, en general es ridículo.
La política de identidades no sólo pulveriza los movimientos sociales, sino que también descoloca la auténtica identidad personal. Los medios y el ambiente en el cual cada persona vive exigen determinados comportamientos y opciones, dictadas de manera asfixiando por el grupúsculo en el cual se coloca. O lo colocan.