La novela “La ley de la calle” (1975) de S. E. Hinton marcó a generaciones con personajes adolescentes que realmente mostraban la gris realidad de una ciudad norteamericana. Las peleas, el encierro, la pobreza y la falta de libertad son los elementos que mantienen vigente una obra que también fue adaptada al cine por Francis Ford Coppola.
Tienen que haber sido más o menos las siete de la tarde. Oscurecía. Yo estaba a la salida de mi colegio, Parkville High School, un establecimiento del estado de Maryland, en Estados Unidos, a mediados de los años 80. Esperaba que me pasaran a buscar. Muy cerca de mí estaba sentado Mike, un compañero del colegio. Me miraba con odio. Con sus ojos de Clarence, el león bizco, no intentaba emitir palabra alguna. Solo observaba. También fumaba en un lugar donde supuestamente no estaba permitido. No le dije nada. Sabía que estaba molesto conmigo porque esa misma tarde, por mi culpa, perdimos un partido de básquetbol en la clase de educación física. Era solo un juego, pero él estaba molesto. Quizás el manotazo que le di a un jugador del otro equipo y que hizo que perdiéramos dos puntos en los últimos minutos, significaba mucho para él. Nunca quise averiguarlo.
Mike era alto, de un metro ochenta y cinco, casi de mi porte, bastante corpulento. El típico gringo de origen caucásico, de tez blanca, pelo corto castaño, mirada clara, desviada, con rasgos faciales toscos. Cuando terminó de fumar, en vez de apagar su cigarro lo lanzó encendido al suelo. Su objetivo era que cayera en la punta de mi zapato. No lo logró. Obviamente trataba de provocarme para que yo lo enfrentara, pero no reaccioné porque me encontraba en desventaja. La verdad no me sentía capaz de enfrentarlo y armar una gresca menor por el partido perdido o inventar a esa hora una improvisada batahola con otros compañeros a la manera de Rusty James y del infalible Chico de la Moto, personajes de la novela “La ley de la calle” (1975) que también inspiraron en 1983 una película del mismo nombre, dirigida por Francis Ford Coppola. Seguí sentado en la banca de cemento, sin moverme hasta que llegó el auto que esperaba. Afortunadamente, Mike se había marchado un par de minutos antes de que yo me fuera.
Han pasado 35 años de esa escena y tengo la imagen muy clara en la mente. La atmósfera me recuerda al libro “La ley de la calle”, de la norteamericana S. E. Hinton, publicado originalmente en una revista literaria en 1968, donde la trama muestra a Rusty James como un adolescente que quiere seguir los pasos de su hermano mayor, el Chico de la Moto, admirado y respetado por su espíritu indomable y su especialidad en peleas callejeras. Pero el tiempo ha pasado y las cosas ya no son como antes, los conflictos de pandillas dejaron de tener la fuerza que tenían en la ciudad y el Chico de la Moto aparece y desaparece en la vida de Rusty, dejándolo siempre a la deriva. El cuadro familiar de James lo completa un padre alcohólico que vive del seguro social y una madre ausente que abandonó al protagonista y al Chico de la Moto cuando apenas eran unos niños. El libro en inglés se titula “Rumble fish” y hace directa alusión a los peces Beta, de pelea, aquellos que deben estar separados dentro de un mismo acuario y que cuando ven reflejadas sus propias figuras en un espejo, se enfrentan contra sus imágenes porque no pueden soportar que dos machos se mantengan vivos dentro de un mismo espacio. El Chico de la Moto tiene una obsesión con ellos y los observa constantemente en una tienda de mascotas con el propósito de liberarlos en el río para que lleguen al mar y “tengan mayor espacio donde vivir”. Es en este punto donde Hinton, también autora de “Los marginados”, que fue adaptada al cine por Coppola el mismo año que la “Ley de la calle”, acierta al describir el encierro, la búsqueda de personajes huérfanos, luchadores y desesperados que quieren cambiar sus destinos, el agobio y el miedo con que viven. El Chico de la Moto bien podría ser el protagonista del cuento “El axolotl”, de Cortázar, con más ímpetu y determinación que el joven de la versión original. La diferencia con el cuento ambientado en París se encuentra en que esta vez el Chico de la Moto quiere con todas sus fuerzas que los peces luchadores salgan del acuario para que jamás vuelvan a entrar en él.
Con un lenguaje coloquial, la autora -que escribió la primera versión de la novela cuando era adolescente- muestra a través de los ojos de Rusty James la desesperanza de muchachos atrapados en Tulsa, Oklahoma, una ciudad que, en ese momento, solo es capaz de entregarles un espacio violento, aburrido y sin mayores expectativas.
Hace unos años le preguntaron a Hinton por qué había escrito sobre pandillas y clase baja, ella contestó que eran temas muy poco tocados en la literatura juvenil de los años 60 y 70, en especial por parte de autoras mujeres. “No vengo del mundo del glamour precisamente. Desde pequeña me gustaba escribir, pero no me atraía hacerlo sobre fiestas de graduación y esas cosas que siempre les están pidiendo a las escritoras jóvenes. No me interesaban esos escenarios porque no eran parte de la realidad que yo vivía”. La motivación de Susan Hinton, en ese entonces, se acercaba más a la rudeza adolescente, a la desigualdad de clases. Su estilo literario enganchó muy bien con las expectativas del director Francis Ford Coppola, quien adaptó sus conocidos libros al cine. Incluso ella misma participó en los guiones y actuó en breves cameos en “Los marginados” y “La ley de la calle”. En esta última Matt Dillon se roba la película como Rusty James y Mickey Rourke hace lo propio como el legendario Chico de la Moto, el mítico héroe de acción, el incomprendido, el lector rebelde, el que es admirado y a la vez considerado extraño o miembro de la realeza en el exilio por sus pares, que pierde la audición por momentos y observa todo en blanco y negro a causa de su severo daltonismo (por eso la película inspirada en el libro se filmó en ese tono, con colores que solo resaltan la roja figura de los peces Beta). En algún momento, todos los admiradores de la obra de Hinton queríamos ser el Chico de la Moto: dueños de nuestra propia ley, seres libres e independientes en medio de un mundo gris, oxidado, a punto de reventar y extinguirse.
Después de lo que pasó esa noche a la salida de Parkville High School, no volví a cruzar palabras y menos miradas con Mike. Afortunadamente nos dividieron en grupos y no nos topamos en las clases de educación física. Sin embargo, cada vez que vuelvo a leer “La ley de la calle” y a ver la película del mismo nombre, siento que vuelve a mí la desolada imagen del colegio en Estados Unidos y el recuerdo de la noche en que Mike tiró el cigarro encendido con dirección a mi zapato con la abierta intención de provocarme. Si Rusty James y el Chico de la Moto hubieran estado cerca, la historia habría sido distinta.