Para unos fue el entrañable camarada de lucha que los apoyó en los momentos difíciles. Para otros, en cambio, era una especie de Lucifer bolchevique. En la CIA lo consideraron durante décadas el hombre clave de los soviéticos en América Latina, el observador al que nada se le escapaba, el analista capaz de anticipar en varios meses las jugadas de Washington. Quisieron cazarlo, pero no pudieron. Un jefazo de la CIA llamado William Broe, llegó a decir que, si no fuera por ese tipo, la revolución cubana no hubiera aguantado la embestida de Kennedy. De paso, lo vinculó al asesinato en Dallas del presidente de EEUU, y al surgimiento de varias guerrillas en países sudamericanos. También lo tuvo como el principal valedor del Che Guevara ante el Kremlin.
Respecto a él siempre hubo muchas especulaciones. Algunos observadores, con espíritu conservador, suponen que Nikolái Leonov logró infiltrarse entre los rebeldes cubanos cuando estaban exiliados en México, hacerse amigo de Fidel Castro y de su hermano Raúl, e irradiarlos desde la primera hora con un marxismo ortodoxo que convenía a los intereses de la URSS. Otros observadores, con más audacia y menos argumentos, opinan que fue exactamente al revés: Fidel Castro logró reclutar a Nikolái Leonov para su causa, y así el agente ruso pasó a defender, con infinita sutileza, los intereses de Cuba ante la poderosa URSS, sobre todo en el campo de las relaciones económicas.
Leonov acaba de morir en Moscú, a los 93 años. Sin duda fue una figura relevante de la inteligencia soviética durante la guerra fría. Especialista en América Latina, había comenzado muy joven, allá por los años 50, en la embajada de la URSS en México. Trabajó muy próximo a Raúl Castro en los tiempos más álgidos del enfrentamiento entre Cuba y Estados Unidos. También contactó y colaboró con distintos movimientos insurgentes latinoamericanos durante la década de 1970, estableció vínculos con algunos comunistas en Centroamérica, entregó dinero a grupos guerrilleros y procuró consolidar las relaciones entre la Unión Soviética y los marxistas de esta parte del mundo.
Hay más: en septiembre de 1963 recibió, en la sede de la embajada soviética en México, la visita de un joven estadounidense que deseaba regresar a la URSS, país en el que había vivido durante dos años. Según Leonov, estuvieron conversando durante una hora —una larga hora— y en la charla él le hizo saber al visitante que, dadas las circunstancias geopolíticas, «iba a ser imposible otorgarle un visado» para regresar a Moscú. Seis semanas después ese hombre sería arrestado en Dallas, acusado de matar al presidente Kennedy. Se llamaba Lee Harvey Oswald. El agente Leonov admitió la reunión, pero siempre ha dicho que Oswald «era un pobre desgraciado».
A comienzos de 1973, ya instalado en la sede del KGB en Moscú, Leonov seguía muy de cerca los avatares de Salvador Allende y la Unidad Popular. Se enteró de la venta de armamento pesado de la URSS a Chile (tanques T55, cañones, lanzacohetes) y puso el grito en el cielo: «esas armas van a terminar disparando contra Allende», dijo. Por fin, tras agrias discusiones con la élite militar del Kremlin, logró que los buques que ya navegaban con las armas rumbo a Valparaíso no llegaran a su destino. El convoy tocó puerto en El Callao y el armamento fue vendido, tras una rápida negociación, al Ejército peruano.
Leonov hablaba varios idiomas. Había aprendido español en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se doctoró en Historia por la Universidad de Relaciones Internacionales de Moscú, hizo carrera en el KGB como analista de inteligencia, fue el traductor oficial ruso-español del premier Nikita Jrushchov, colaboró con Leonid Brézhnev en el Kremlin y alcanzó el grado de teniente general. Soportó el colapso de la URSS con cierta elegancia y decidió cambiar de rumbo, así que salió de las sombras para reinventarse. Se puso a dictar conferencias en universidades de medio mundo. Realizó giras, fundó una consultora privada de seguridad global, y fue electo diputado en la Federación Rusa por el partido ultranacionalista Ródina.
Publicó varios libros de temática latinoamericana. Uno sobre Omar Torrijos y el Canal de Panamá, otro sobre la llamada guerra de los Cristeros en México, y una hagiografía de Raúl Castro. En sus memorias, que aparecieron en 1994 con el título Tiempos Difíciles, daba cuenta de algunas (y solo algunas) de las operaciones que realizaron los servicios de inteligencia soviéticos en esta parte del mundo. Un libro apasionante, tanto por lo que muestra como por lo que oculta.
Sabido es que la dirigencia soviética era adicta a las medallas. Pues resulta que Leonov las tenía todas. Recibió en su momento las más altas condecoraciones del Estado, del Partido Comunista y de las Fuerzas Armadas: la orden de la Bandera Roja del Trabajo, la orden de la Estrella Roja y la orden de la Revolución de Octubre, cada una de ellas acreditada con su correspondiente chapita. En descargo de Nikolái debe señalarse que no las usaba casi nunca, excepto cuando era preceptivo hacerlo por razones de protocolo. Prefería los trajes sin adornos que, dicen las malas lenguas, compraba en Londres.
Una vida apasionante, sin duda. Llena de pasadizos ocultos, de secretos, lealtades y mentiras, como la de cualquier espía. Bien podría haber sido un personaje inventado por John Le Carré, un tipo de apariencia anodina, de ciudadano común y corriente. Su final fue suave, sin aspavientos, apenas una nota al pie. Después de galopar a lomos de la historia latinoamericana durante medio siglo, ese hombre discreto no murió con las botas puestas, como solían hacerlo los guerreros de antaño. Nikolái Leonov falleció lejos del ruido, tranquilo y en pantuflas.