A principios de 2000, el rey Agamenón deambulaba hablando solo por las calles de Buenos Aires, una situación incomprensible pese a que entonces ya era habitual ver gente ensimismada con sus celulares parloteando a voz en cuello. Nadie en su sano juicio hubiese pensado, durante buena parte del siglo XX, que conversaciones privadas se harían sin tapujos en espacios públicos, pero el celular fue normalizando aquello aunque no al punto de aceptar a alguien dialogando sin interlocutor alguno.
Agamenón camina sin rumbo fijo y no va vestido de rey, es un ciudadano como cualquier otro, pero va a paso firme y con actitud decidida. Algunos se apartan, otros sonríen ante ese loco que dice cosas incomprensibles. Pero no es un loco, es el actor chileno Patricio Contreras que internalizaba el diálogo de la obra Ifigenia en Áulide que se estrenaría ese año en el famoso Teatro San Martín. La historia la contaba divertido el propio actor, de paso por Santiago como invitado especial en la transmisión del mando que iniciaba el gobierno del Presidente Ricardo Lagos.
Pensaba en esta pequeña anécdota y lo mucho que hemos transitado en estos años. El actor de “La Frontera”, ficticiamente relegado en ese papel a una remota localidad de Arauco, llegó a un Chile todavía bajo el rol de “garantes” de las FF.AA. establecido en la Constitución, los Senadores designados manteniendo un poder de veto a cualquier reforma relevante, un empresariado que imponía su agenda a través de El Mercurio, el Centro de Estudios Públicos y un fuerte lobby parlamentario y una Iglesia que se arriscaba frente a políticos separados o “anulados”. Muchas de estas cosas están superadas, pero lejos de consolidar los cambios terminamos en un ciclo político marcado por el agotamiento institucional.
Vivimos un momento de quiebre y este nuevo gobierno tiene la oportunidad de construir un nuevo pacto social tanto en sus políticas como a partir del resultado de la Convención Constituyente, instancia que debería encauzar los desafíos de una sociedad cada vez más compleja, salvo que se quede pegada en una colección de derechos garantizados y poco más.
Las trasmisiones de mando son agotadoras para los presidentes entrantes: citas bilaterales, traslados, ceremonias en el Congreso, Catedral, Teatro Municipal y La Moneda. A veces puede haber un respiro para pensar en los esfuerzos y anhelos que lo han conducido hasta ese momento y los costos que tendrá que asumir. Pero ese asomo a la soledad del poder se compensa con aquellas amistades invaluables, como ese mismo año 2000 con el inesperado arribo del ex Canciller argentino Guido di Tella a los últimos actos del cambio de mando desde Gran Bretaña, donde impartía entonces clases en la Universidad de Oxford. Bajándose del avión Di Tella afirmó que “no podía estar ausente de los amigos de Chile”. Por cierto, en un lapso de espera confidenció cómo siendo Canciller había frenado políticamente la tesis de “costa seca”, algo que los sectores duros de su país pretendieron impulsar sobre Chile en la zona de Magallanes y hacia Uruguay con el Río de La Plata.
Para la investidura del Presidente Lagos también vino un sencillo José Saramago, flamante nobel de literatura, que caminó por la loza del aeropuerto con un maletín de mano como un profesor que va concentrado al aula. Saramago vino a saludar al primer gobierno socialista desde el retorno a la democracia y no esperaba el recibimiento de los periodistas en Pudahuel al más estilo rockstar, con una sala copada y micrófonos por todos lados. Pese a todo mantuvo una incombustible serenidad, algo propio de quien llega a una altura de la vida que no se marea con pompas ni loas.
Así como en cada transmisión se reafirman o empiezan a generar lazos y adhesiones, también se asumen algunas cargas del pasado. Al llegar Patricio Aylwin al poder el ahora rey emérito de España no pudo contener una notable frase, por cierto, muy poco protocolar, a la entrada del Congreso Nacional: “el vuestro tenía peor gusto que el nuestro” en referencia a la cuestionable estética del edificio del Legislativo. Tanto mármol, tanto espacio vacío…una arquitectura pretenciosa, como el franquista Valle de los Caídos. Como sea, eso solo grafica las cargas simbólicas que enfrenta todo nuevo gobierno, aunque las reales son las que verdaderamente importan.
Agamenón encabeza la flota para guerrear contra los troyanos, pero a mitad de camino debe ofrecer a su hija Ifigenia como sacrificio a los dioses como único recurso para lograr vientos favorables. “No hay ningún rumor ni de pájaros ni de mar. Los silencios del viento dominan este estrecho de Euripo”. La clave de la tragedia griega es llevar las cosas al extremo, a lo intolerable, pero en el trasfondo lo relevante es que el poder siempre reclama algo, una parte de sí mismo, por algo los presidentes tienden a salir con bastante más años encima. Los gobiernos sueñan con partir con la cancha abierta, pero al cabo ocurre lo que lamenta Agamenón: “…me duelo de no poder hacer lo que quiero”.
Para algunos lo anterior resulta en una sentencia trágica, a menos que exista un equilibrio consciente entre lo que se quiere y se puede. Da la impresión que el Presidente Boric tiene bastante claro ese aspecto, aunque ciertas izquierdas lo fustiguen por el nombramiento de Mario Marcel en el Ministerio de Hacienda, desconociendo u obviando que probablemente fue la decisión más meditada en el diseño del gabinete.
El primer año de gobierno, en especial de éste que asume, requerirá de políticas sociales muy afinadas y reconocibles. No hay tiempo para esperar una reforma tributaria cuya discusión y puesta en marcha solo aplicará en la segunda etapa del mandato. Dicho eso, la prioridad tendrá que venir en reasignar el gasto fiscal, probablemente terminar con exenciones tributarias y algún crédito externo. Seguramente también el nuevo gobierno se encontrará con sorpresas como sobredotaciones en reparticiones públicas, sueldos inflados y plantas amañadas.
Con todas las dificultades de la transición a veces parece que el pasado era más simple. Ahora todo es urgente, perentorio y termina ligado entre sí: medioambiente, cambios en el mercado laboral, sostenibilidad, automatización, conflictos, delincuencia, crisis institucional y un largo etcétera. Un mundo de dificultades y mucho terreno nuevo. Pese a todo, pienso que Agamenón se detendría en una esquina del gran Buenos Aires y, aun considerando todos los desafíos mencionados, no dudaría en advertir que el mayor cuidado recae en la “volubilidad de los hombres”. Pero son palabras al viento, finalmente es apenas un loco que repite su soliloquio y gesticula mientras transita por las calles.