“Nadie es dueño de la verdad”, provoca decir el tufo de moralismo que despide nuestra política. Está bien, pero pienso que no hay nada de que apropiarse, en primer lugar.
Habitualmente definida por contradicción con lo falso, la verdad apoyada en estándares acordados de medida, trabajo y finanzas no sirve de mucho en asuntos humanos. En éstos la verdad se define por oposición a otras verdades. Un acto generoso es egoísta, motivado por el deseo de ser querido. Actuar con coraje es huir hacia adelante. Un contrato de compraventa de tierras de un lof es una usurpación. La democracia es la dictadura de la mayoría. La justicia es injusta para el menos suertudo o el menos dotado. El estallido social fue una fiesta de la democracia. Amor y posesión. Golpe y pronunciamiento. Mancornados, los opuestos se constituyen recíprocamente, como una pulsada o una paya.
¡Relativista!, me acusó un amigo de antes. Pero no. La política tiene un trasfondo trágico. Prefiero tomar responsabilidad, sin escudarme en verdades que brillan por sí mismas, poseído por el perverso erotismo de desnudar falsedades. La existencia colectiva consiste precisamente en arreglos finitos y locales que cuidan la verdad, despiertos a la oposición inevitable que la constituye. Espantar la tragedia, y responder por ella. Personalmente, es la manera de existir que me motiva: ser el fundamento sin fundamento de la verdad que proclamo, en vez de calentarme con vigas maestras, imponerlas y exigirlas.