Camino despacio detrás tuyo, me agazapo bajo el quillay. No quiero que antes de morir me veas los ojos. Aprendí que en tu mirada está tu fuerza y en tu palabra, tu hechizo.
Me enseñaste a servir la mesa, aprendí a luchar con los metales, a disparar el arcabuz, a ensillar y a montar el caballo, quisiste hacerme un gentilhombre. Pero nunca podré perdonarte que cambiaras mi nombre.
¿Por qué me nombraste Alonso, si sabías que mi pueblo me llama Leftraru?
Tu cabeza destrozada yace a mis pies. Mis guerreros te abren el pecho, voy a comerme tu corazón. Pero sé que, aunque tu cuerpo se convierta en polvo antes que el mío, aunque ordene que tu cabeza sea lanzada a un volcán, tu nombre, Valdivia, sobrevivirá a mi fuerza guerrera, a mi lanza, a mi raza.
Hoy puedo llamar muerte a la muerte, en tu lengua y en la mía. Puedo leer tu nombre, que es el mismo que te dieron tus padres.
Bajo el canelo, miro las estrellas y dejo que tu sangre inunde mi boca. Mis hombres te destrozan y los pedazos son lanzados lejos para que nunca más te encuentres ni te encuentren.
Sin embargo, sé que es inútil porque tu lengua se ha vuelto inmortal. Esas palabras se han instalado para siempre entre nosotros, en nuestras cabezas. Ya no somos los mismos desde que los vimos llegar con sus pechos brillantes de metal y oímos decir cruz, armadura, espada, Cristo. Y nos llamaron indios y no lo que somos, mapuche.
Mi pueblo algún día será libre. Podremos correr entre los pehuenes, beber mudai, jugar la chueca, recitar en mapudungun, recuperar nuestras tierras. Pero tu lengua, Valdivia, tu maldita lengua castellana, nos ha hecho cautivos para siempre.