Riendo a carcajadas, Juan Radrigán nos vuelve a decir con fuerza: “Escribe como si te fueran a matar mañana”
“Está bien ah”, frase característica y habitual en los diálogos con mi querido Juan Radrigán, dramaturgo y Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales (2011), en cuyo mítico taller de la sala Alejandro Flores, del Teatro Cariola participé activamente entre 1999 y 2005. Casi como una carrera universitaria y agradezco lo invaluable de ese aprendizaje con él, su hija, mi querida amiga Flavia y compañeros, compañeras, con algunas y algunos mantengo hasta hoy valiosas amistades.
Escribo de Juan no sólo por la conmemoración de 9 años de su fallecimiento, sino por el legado que es parte de la historia de nuestro Teatro, por la calidez humana de su trato, por mostrar ejemplos de prácticas de escritura sin incurrir ni en academicismos ni teorizaciones. Muchos de quienes pasaron y estuvieron en el Taller de Dramaturgia probablemente recordarán que aludía al singular Medea de la obra cuando se refería a la presentación del conflicto y la urgencia en las primeras páginas del texto. “Mi tío Eurípides lo hizo hace añazos con Medea, al comienzo está no sólo el conflicto, sino que los temas de la obra. Hágale caso a Eurípides”.
Y le hicimos caso a Eurípides varios de sus aprendices, que con porfía e insistencia y sobre todo, perseverancia, insistimos en contar historias a través de la dramaturgia. Porque no sólo nos recomendaba a célebres clásicos -creo firmemente que ahí están las más grandes historias que hoy seguimos contando con otras variaciones-, sino también a autores del mundo de la narrativa y la poesía. ‘Mientras yo agonizo’, de William Faulkner es una muestra de ello, me lo surgirió en un periodo en que escribía una obra articulada a través de tres monológos femeninos, tres mujeres trabajadoras sexuales del sur de Chile que quedan varadas en una berma esperando la llegada de una procesión que va a la Quebrada del Manco. Y en la espera, ellas narran sus miserias y dolores.
La dignidad ya ni Dios la ve

Nos preguntamos hace un tiempo con Flavia Radrigán sobre qué estaría escribiendo Juan posterior a la revuelta social y la pesadillesca pandemia del COVID. No tuvimos respuesta inmediata, presumo que habría legitimado el acto del saqueo y la quema, el acto de la violencia que para la derecha es sinónimo de protesta criminal.
Y menciono esa hipótesis porque muchas veces Juan Radrigán sostuvo que la desgracia del pobre no cambia y afirmaba que lo único que iba quedando era -cito textual una entrevista otorgada por él a la desaparecida revista bimensual La Calabaza del Diablo- “quemarles las casas a los senadores, a los diputados, no hay otra. Porque no entienden, no hay diálogo. A lo mejor después de eso hay diálogo. Porque por las buenas ya no entendieron. Allende quiso por las buenas, pero claramente no resultó” (Revista La Calabaza del Diablo, Agosto/septiembre de 2001. Santiago de Chile. Año 3. Número 11)
18 años antes de la revuelta el dramaturgo que nos decía “escribe como si te fueran a matar mañana”, criticaba duramente a la clase política que -a su juicio- había transado a sus anchas con el dictador Augusto Pinochet, haciendo vista gorda de la imperiosa necesidad de justicia de un país en el que -hasta hoy- reina la impunidad. Reina la impunidad no sólo por crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes del Estado en la dictadura civil-militar, sino que también por las violaciones a los derechos humanos acreditadas por organismos internacionales también perpetradas por agentes del Estado durante el último gobierno de Sebastián Piñera.
¿Habría escrito Juan una obra sobre la estela gigante de impunidad que nos dejó la revuelta social? No lo sabemos, es una posibilidad, quienes escribimos tenemos un rol al respecto, aunque la sensación que asoma de inmediato es la de un absoluto y rotundo fracaso. De eso ya se ha escrito y seguiremos escribiendo.
La dignidad atravesada por un clamor que ni Dios escucha, las plegarias hace rato que quedaron en las gargantas de las beatas, porque las humillaciones y el abuso de poder se ha normalizado tanto, que es parte de nuestras vidas, nos persigue como un moscardón que hace de las suyas hasta llenarse el estómago con nuestra tristeza.
Eso era develado en la dramaturgia de Juan Radrigán, exenta de concesiones, sus tramas eran protagonizadas por personajes que ejecutaban órdenes terribles y no eran precisamente sujetos sociales con grandes privilegios, por el contrario, hacían con los suyos lo mismo que quien daba las órdenes habían hecho con ellos.
“A cualquiera que le pongan uniforme, el que cuida autos, por ejemplo, se transforma en un tipo feroz, que no deja acercarse a nadie (…) en los supermercados cuando mandan a los guardias a trajinar a la gente. Entonces, ¿cómo crear conciencia? Yo creo que echando abajo todo”, decía Juan Radrigán en 2001, en la misma publicación antes citada.
El exilio de una mujer que no podía hablar
Por esos días se presentaba la obra ‘El exilio de la mujer desnuda’ en una sala alejada del circuito comercial: la Corporación Educacional Pedro Aguirre Cerda, ubicada en calle Curicó, en Santiago. Era la primera obra dirigida por Juan Radrigán, protagonizada por Sandra Lema y Jorge Larrañaga, con quienes formó el colectivo Teatro de la Inesperanza.
Asistí a algunos ensayos, colaboré en la gestión de prensa previo al estreno, repartí invitaciones para ese día y durante la temporada compartí con él en las frías noches de viernes y sábado, a la espera del público que había reservado o que compraba directamente en boletería, o sea, a nosotros. Pronto no sólo desaparecería esta sala, sino también las boleterías de los teatros y se instalaría para siempre el sistema ticketplus.
En ‘El exilio de la mujer desnuda’, Radrigán ahondó en la metaficción a partir del fracaso existencial y la derrota política devenidas en un escritor totalmente abatido por los horrores de la historia reciente de Chile y una mujer fugitiva que ha sido golpeada y humillada. Ella busca refugio en su casa. Su cuerpo contrahecho y el modo de hablar inentendible representan el estado deplorable de nuestras miserias y utopías, un patetismo puesto en escena que no dejó indiferente a quienes asistimos a las funciones.
Y en medio de la indiferencia que, por cierto, predominaba en la ciudad entera ante esas temáticas, nos preguntábamos con Juan Radrigán todos los fines de semana de esa temporada teatral: ¿cuántos vendrán hoy?, ¿vendrá gente?, como Didi y Gogo en ‘Esperando a Godot’, de Samuel Beckett, una obra que ambos sacábamos a colación en nuestros diálogos por el tratamiento magistral del tema de la espera. Y cada sábado, nos despedíamos de la sesión del Taller bromeando con que esta vez sí, que llegarán más personas a la función.
Ya por la tarde-noche, en la sala, esquivando el frío con un café veíamos a los fieles seguidores de su teatro, uno que otro, o a veces en patota, estudiante de actuación que le admiraba, invitados e invitadas del colectivo y empezaba otra función.
Ya sentados -viendo por enésima vez la obra- veíamos el notable despliegue de Sandra y Jorge. Ella con una expresión corporal y trabajo gestual deslumbrante, que impregnaba de angustia el espacio escénico y la vastedad de la historia. Cito a continuación un pasaje de la obra:
¿Qué sentido tiene hacer una obra como esta?… Aunque el dolor esté a diez mil kilómetros o cinco mil años, la distancia no importa, hay gritos y se escuchan… Sí, ¿pero qué sentido tiene gritar algo que no puede remediar nada?… La sangre no vuelve nunca a su sitio… Todo lo que tenemos es la ausencia de una respuesta… Sabemos perfectamente que no habrá justicia y que, por lo tanto, lo ocurrido volverá a ocurrir… Si hay una cosa segura en el mundo es esta: el noventa por ciento de los diligentes ejecutores de órdenes horrendas eran pobres… ¿Qué sentido tiene hacer una obra como esta?… Una esperanza que perdura como una muela empecinada en doler en un cuerpo muerto, eso es todo lo que tenemos.
Las interrogantes de hoy tampoco tienen respuesta

La vigencia de ese pasaje de la obra es prístina. Tan prístina como el desamparo y abandono de quienes perdieron la visión por la acción violenta e impune de agentes del Estado en la revuelta social. La salud mental de las víctimas de trauma ocular indefectiblemente se deterioró, al extremo en algunos casos. Según la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, 5 personas se han suicidado en estos últimos seis años, casi una por año… La promesa presidencial de una comiusión investigadora, que emularía lo realizado por la Comisión Valech en dos oportunidades, quedó en nada.
En un nuevo mes de octubre, a seis años del inicio de la revuelta, a nueve años del fallecimiento de uno de los dramaturgos que nos impelía con respeto y palabras certeras a encontrar nuestra propia voz y a no ser anuentes con el poder, quienes hoy honramos el oficio de la escritura no estamos inermes ante lo que puede ocurrir en unos meses más en Chile.
Escribir no será suficiente, sí necesario para agitar e iluminar lo que las mayorías desdeñan y prefieren esconder con ignorancia y repulsión, en muchos casos, debajo de la alfombra. Porque la memoria para esas personas es un mantra que oscurece su baile y el orden de sus mesas y manteles, de sus jardines y sus autos, propiedades y simulacros de festín conseguidos a costa de deudas y más deudas… Nosotros queremos tirar al suelo esos manteles y mostrar la mugre que para ellos es sinónimo de competencia leal y emprendimiento ‘legítimo’.
Sigamos escribiendo como si nos fueran a matar mañana.
Sigamos escribiendo porque los abusos, de toda índole, seguirán ocurriendo… es iluso pensar que no.
Sigamos escribiendo porque los alaridos de hoy son el hambre de ayer y de mañana.
Sigamos escribiendo, sigamos creando porque es el único antídoto que nos puede donar esa humanidad que hemos despilfarrado vergonzosamennte.
Sigamos escribiendo colegas dramaturgos, dramaturgas, dramaturgues… Que no nos detengan esos fantasmas que emergen de nuestros miedos y pesadillas…
Sigamos indagando en los misterios, a veces indescifrables, de nuestras propias voces…