1.La inevitable sociabilidad: distancias y cercanías
Cuando publica su trabajo “La sociabilidad chilena” en el periódico Crepúsculo (junio de 1844), Francisco Bilbao conmociona a la opinión pública dominante. La fiscalía de la Corte de Apelaciones inicia una acusación contra su autor por blasfemia, sedición e inmoralidad. Él se plantea en favor de la abolición de la pena de muerte y por los derechos femeninos en igualdad a los del hombre. Tempranamente se pronuncia contra las fronteras del racismo en América Latina, y afirma que resulta prioritario que todos los individuos fuesen elevados a la soberanía, esto es a la fraternidad de la libertad:
“Refugio grandioso contra las penalidades de la vida y contra la indiferencia aterrante. Cómo no amar a su prójimo, a su hermano, el que reconoce en sí la omnipotencia de la libertad. Mi prójimo es otro yo, es el depositario de la misma espiritualidad por la que soy; luego, el enlace, el amor entre la comunidad e identidad de tan gran esencia es necesario. He aquí el fundamento inexpugnable de la democracia.”
Lo interesante de esta referencia conceptual sobre la sociabilidad en Chile, que describe Bilbao, es que nos abre una ventana para observar ya no sólo su tiempo histórico sino también nuestro devenir actual. Es, la sociabilidad, una categoría analítica que mantiene su vigencia. Nos permite ver cómo se relacionan las personas desde las macroestructuras en que están situadas. Desde sus cercanías o distancias; desde los pensamientos liberadores o la dominación cultural; desde la coincidencia de sus domicilios regionales o del desnivel social de sus comunas; desde el abanico de sus identidades de género o de la sujeción al patriarcado; desde sus edades generacionales o del estatus adultocéntrico; desde la diversidad étnica o el racismo; desde la pluralidad religiosa o el catecismo de la moral; desde la solidaridad con los desposeídos o la acumulación de intereses económicos. En suma, desde la contradicción que les es propia, como entendimiento o antagonismo.
La sociabilidad es inevitable, incluso para los misántropos, si entendemos por ella cualquier tipo de relación social que se establezca entre las personas en una sociedad. Aunque sí es factible distinguir aquellas interacciones sociales que son de bien común y las que no. ¿Con qué criterio? Con el juicio de valor que la conciencia personal se forma de sus propósitos, medios y resultados. Y aunque estas conductas, en el juicio íntimo de cada persona, no obedecen necesariamente a un protocolo formal o a una racionalidad evaluativa que las distinga, lo cierto es que posible saber, a veces confusamente y otras con absoluta certeza, entre lo que está bien y aquello que no es bueno o simplemente está mal o muy mal en nuestras interacciones sociales. Y ocurre que tales actos personales, que la conciencia reprueba, si terminan justificándose por esta u otra razón, dan lugar al arrepentimiento o finalmente se internalizan como una conducta destinada a repetirse. O, por el contrario, si las acciones que realizamos vienen a fortalecer nuestra percepción de que hemos actuado correctamente, se fortalece en ello la coherencia que buscamos entre el decir y el obrar: el espíritu de esa conciencia autocrítica que nos reconoce lo bien hecho.
Esta pluralidad de opciones a seguir puede, en las coyunturas más complejas, desorientarnos en las decisiones vitales de nuestra convivencia social. Mas si nos situamos en la posición analítica que nos da la perspectiva histórica podríamos señalar cuáles son las fuentes de valor ético humanista que nos permiten guiarnos en la incertidumbre de las coyunturas, tanto para comprenderlas como para tomar decisiones significativas frente a ellas. Su pertinencia no es porque sean novedosas para un tiempo corto, sino porque son parte de nuestro patrimonio en el largo período de encuentros y desencuentros de la humanidad. En la Revolución Francesa de 1789 quedaron señaladas como Libertad, Igualdad y Fraternidad. Aunque podemos nombrarlas, sin cuestionar lo sustantivo de estas menciones, y en clara relación a la vigencia actual de tales principios, como Democracia Política, Derechos Humanos y Solidaridad Social.
La democracia política exige que el Estado se organice desde el principio de la soberanía del pueblo, a través de elecciones y plebiscitos. Así las y los ciudadanos eligen a sus gobernantes y parlamentarios e, indirectamente, a los magistrados del poder judicial, y a la vez son llamados a pronunciarse con su voto a favor o en contra de una nueva Constitución o de sus reformas, así como sobre otras definiciones de interés general para las comunidades de pertenencia. Complementariamente a este modo representativo o directo del ejercicio democrático, la gestión de las políticas públicas debe permitir la participación ciudadana en las distintas etapas de la ejecución o desarrollo de éstas. Las democracias -incluyendo aquí las monarquías de gobierno democrático- tienen su fundamento en la libertad política, individual o colectiva de las y los ciudadanos, en un sentido amplio y no restringido de estos. Y, por ende, se oponen a toda forma de tiranía o dictadura, a la represión de los derechos fundamentales y a cualquier tipo de dominación sobre pueblos o naciones que afirman su propia soberanía.
Los derechos humanos son universales, de manera que los países tienen la obligación de respetarlos, según lo establecido en los documentos de Naciones Unidas o en las convenciones firmadas por los países. Son inalienables en el sentido de que ninguna autoridad puede legítimamente arrebatar a los individuos la titularidad de sus derechos. Son también imprescriptibles, o sea, su vigencia no se extingue en el tiempo, puesto que se consideran permanentes, y son irrenunciables, porque las personas no pueden desprenderse de ellos. Junto a los derechos civiles y políticos están los derechos económicos, sociales y culturales, incluyendo los medioambientales y la protección de la vida animal. También se considera, como un ámbito especial, el derecho de los pueblos a la autodeterminación, y a la soberanía sobre sus recursos naturales. En las últimas décadas se han reconocido los derechos propios de la ciudadanía diferenciada: los derechos de la mujer; los derechos de los pueblos originarios y afrodescendientes; los derechos de las personas migrantes; los derechos de las personas recluidas en centros penitenciarios; los derechos de las diversidades sexuales; los derechos de la tercera edad; los derechos de las y los niños, y los derechos de las personas en situación de discapacidad. En el tiempo que viene, la humanidad seguirá abriendo este abanico de derechos especiales.
La solidaridad social expresa el principio de la responsabilidad compartida por las condiciones de vida de todas las personas que habitan el mundo, o en un mismo continente, país o territorio. Son contrarias a este predicamento la intolerancia y la discriminación; detrás de éstas hay siempre temor e ignorancia: temor frente a una supuesta amenaza e ignorancia frente a lo desconocido. Aparte de las acciones de ayuda directa en caso de adversidades, la solidaridad social implica asumir iniciativas individuales o colectivas en favor de personas, sectores o comunidades precarizadas por la pobreza, las dictaduras o la guerra, cuando no excluidas o maltratadas por su identidad o procedencia. La tolerancia, el respeto a la diversidad y la no discriminación arbitraria son expresiones propias de un espíritu humanista que se identifica con la fraternidad y la sororidad.
2.Sobre nuestra actual crisis de sociabilidad
Nos encontramos como país en una crisis de sociabilidad, que se ha agudizado en la última década. Se explica por las precariedades de nuestra democracia política, las desigualdades socioeconómicas, la intolerancia prevaleciente, las discriminaciones colectivas y una insolidaridad social cada vez mayor. Si bien sus expresiones más críticas para la sicología de una parte significativa de los habitantes de este país son los miedos: a esos que hacen protestas callejeras, a esos que son extranjeros pobres, a esos que son mapuches, a esos que de seguro son delincuentes, a esos que son pobladores, a esos que son otros.
2.1 La nación y las otras naciones
El país llamado Chile, entre la Cordillera de Los Andes y el Océano Pacífico, existía con anterioridad a que las huestes españolas entraran en sus territorios y fundaran el Reyno con este mismo nombre, iniciando la conquista de sus tierras y mares, en guerra o alianza con sus pueblos originarios. En la primera versión del Diccionario de la Real Academia Española (1737), la palabra país se define como “región, reino, provincia o territorio”, pero en su última edición (2014), ya se refiere a este término como “territorio constituido en Estado soberano”. Pues bien, la geografía territorial prehispánica del país Chile era habitada por pueblos indígenas donde no había una forma de Estado estructurada verticalmente como ocurría con el imperio inca en el Perú. En el Chile prehispánico sí había entonces naciones: así lo confirma el primer diccionario de la RAE, cuando define nación como “la colección de los habitadores en alguna Provincia, País o Reino”, o, con más exactitud, en su edición del tricentenario, como el “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”.
La nacionalidad chilena del presente es plural. Cabe definirla como plurinacional, porque esta nación iberoamericana, formada desde los tiempos del colonialismo español, se forma en una relación histórica, de conflicto o armonía, con los pueblos indígenas, constitutivos de nuestro ser país originario. Así, los pueblos que identifica el Informe de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato –el aymara, el atacameño, el quechua, los colla, los diaguitas, el rapanui, los mapuche (con los pehuenche y huilliche), los aonikenk, los selk´nam, los yagán y los kawésqar– se hallan relacionados identitariamente con el país en que estamos. Lo mismo ocurre con los afrochilenos, radicados inicialmente en el valle de Azapa y otras localidades del centro y sur de Chile.
La rica variedad étnica de los habitantes de este país es significativa, y en ella pueden destacarse, por su número de población, los mapuche chilenos y los rapanui chilenos y, como clara mayoría, los latinochilenos. Es entonces una diversidad étnica y una pluralidad nacional que con las migraciones recientes –es el caso de los afrodescendientes latinoamericanos– se abre aún más como un abanico de desafíos interculturales.
Contra la pluralidad nacional y la apertura étnica de las fronteras es cuando los prejuicios derivan en un racismo institucional y en prácticas de una declarada xenofobia. El prejuicio no antecede al juicio; lo sustituye. La parte acusadora imputa a la parte acusada de un mal social. Así se afirma, por ejemplo, que “los mapuches roban madera” o que “los venezolanos son delincuentes”. Puede ser que haya mapuches que hurtan madera y venezolanos que cometen delitos. Pero indudablemente la totalización es falsa: ni son todos los mapuches ni son todos los venezolanos. Y la totalización es excluyente: porque no se considera que hay no-mapuches que sí lo hacen y no-venezolanos responsables de acciones delictuales.
La imputación de una culpa puede obedecer a una situación presente en la sociedad o representar el temor de que ocurra algo negativo en el futuro, y también puede ser la supervivencia de un acto culpable ocurrido en el pasado, que el grupo invocador del prejuicio guarda en su memoria. El prejuicio es injusto porque cree en la culpabilidad del otro, con una certeza apodíctica, y se cierra a las evidencias externas que lo contradigan; sin embargo, y como mecanismo de defensa, se refuerza con testimonios y argumentos distorsionados que reiteran la creencia. El prejuicio es arbitrario, porque la supuesta culpabilidad de origen, que recae en algunos, luego se extiende a todos los miembros de un grupo, incluyendo a sus descendientes. El prejuicio es contaminante, porque convierte en sospechosos de culpabilidad a las personas o colectivos que contradigan los argumentos acusatorios, o estén dispuestos a defender los derechos del grupo en cuestión. El prejuicio actúa como una proyección en el otro de las inseguridades, temores o frustraciones de los que prejuzgan. La radicalización de los prejuicios esconde normalmente un obsesivo esfuerzo de separarse y no ser confundidos con los grupos estigmatizados (los “extranjeros”; los “ambulantes”; etc…), y así, por este camino torcido, reafirmar una identidad puesta en duda o darse una razón justificatoria del estatus social alcanzado.
En nuestra historia de ayer y en nuestra historia del presente existe un poder institucional y socioeconómico desigual entre las naciones de nuestra pluralidad nacional. Como una mala respuesta a lo anterior, el Estado secularmente ha monopolizado el uso de la violencia de sus aparatos militares, policiales y carcelarios de una manera discriminatoria, esto es, afectando, de una manera grave y totalizadora, a aquellos estratos de la sociedad más desprotegidos por la pobreza, origen étnico o procedencia migrante. Desde luego, lo que sucede en Chile –y esto no puede tomarse como una inevitabilidad o un consuelo– no es ajeno a lo que ocurre en otros países. En un mundo donde la globalización capitalista se ha impuesto –incluso en Estados donde se proclamó alguna vez el comunismo como régimen oficial–, y donde la guerra se normaliza como un modo de relación internacional permanente, son las etnias marginadas del poder político y las poblaciones pobres excluidas del poder económico, donde se concentra la vulneración sistemática de los derechos humanos.
2.2 La migración y las otras migraciones
Se instala en los noticiarios televisivos del último tiempo una tendencia constante a relacionar las y los migrantes latinoamericanos en Chile con la delincuencia. No se diferencia si los hechores de delitos provienen de la migración irregular o de la autorizada, porque en general el estereotipo que prevalece, en el imaginario noticioso, es que todo migrante en condiciones de pobreza, que viene de un país de la región, puede ser un delincuente. Lo anterior se refuerza con el uso del término “extranjero” como una etiqueta de peligrosidad previa, que se confirma en la comisión del delito de cual se entrega la noticia. Aunque también puede argüirse que esa denominación se usa para distinguir a los delincuentes que provienen de otros países, mas no tienen la condición de migrantes propiamente tal, es decir, que no se encuentra acreditada legalmente su residencia en Chile. Por lo general, el relato de los noticieros no se detiene en ni le interesa explicar esta distinción. Demás está decir algo de por sí evidente: que la gran mayoría de los hechores de delitos en nuestro país no son extranjeros sino chilenos.
Como sea, los sospechosos de siempre son latinoamericanos por ser latinoamericanos. Y esto sucede también en los países europeos y de norteamérica, pero claro, incluidos los chilenos por ser chilenos. Por lo pronto hay una base estadística verificada por la PDI, con datos de la Interpol, de actos delictivos en otros países cuyos hechores son connacionales nuestros: en el 2021 fueron detenidos un total 339 chilenos y en el 2022 la cifra se elevó a 589. Los países con más chilenos detenidos, principalmente por cometer robos en la vía pública y hurtos en propiedades privadas, son Argentina y Estados Unidos, y luego, Brasil, España y Bolivia, entre otros que siguen en una lista descendiente de casos. La advertencia de la Cámara de Representantes y del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos para exigir en adelante los antecedentes penales de los chilenos que viajen a ese país con la denominada visa Waiver es un antecedente de este prejuicio. Ahora, que se extienda el estereotipo de ser por sí sospechosos a las y los chilenos que viven en el exterior es o sería completamente equivocado e injusto.
La migración chilena en otros países, por requerimientos de necesidad o progreso económico, o bien, por persecución política en tiempos de la dictadura, es parte de nuestro patrimonio cultural. Somos lo que somos: una identidad que reside dentro y fuera de nuestras fronteras, con una cercanía de afectos y sueños de pasado, presente y futuro en los que seguimos encontrándonos. De acuerdo con los datos del INE del año 2018, vivían 1.037.346 connacionales fuera del país –mayormente en Argentina, Estados Unidos, España, Suecia, Canadá y Australia–, de los cuales una mitad son oriundos de Chile y, la otra parte, nacidos en el exterior, aunque de padre o madre de origen chileno, y cuyo aporte a sus países de acogida es valorado, o no cabe sino reconocer.
La hospitalidad de las naciones ante el exilio político y el desplazamiento forzado de conglomerados humanos, por guerras, dictaduras o carestías, son constitutivos de una ética humanista de solidaridad internacional. Nuestro himno patrio repite tres veces en su estrofa final el asilo contra la opresión. Es lo que sucede con los más de dos mil refugiados de la izquierda republicana que encuentran cobijo en Chile luego de la Guerra Civil de España, y en los siglos XIX y XX con intelectuales latinoamericanos que se destacaron por su aporte a nuestra cultura país. En el período presidencial de Salvador Allende fue recibida solidariamente toda una valiosa generación de estudiantes y académicos brasileños, que luego del Golpe fueron duramente reprimidos.
Por cierto, es necesario subrayar las otras migraciones que históricamente se asentaron en nuestro país, como colonos, comerciantes o en busca de un progreso social: la inglesa en Valparaíso, la alemana en el sur, la croata en Magallanes, la italiana en las grandes ciudades o la palestina, la árabe y la judía en Santiago.
Con todo, es otra la migración que fue determinante en la cultura chilena, tanto así que forjó el idioma y la religión oficial, y con el tiempo dio paso a un mestizaje mayoritario en los habitantes del país. Ella es la que se deriva de la conquista y colonización de los territorios del Nuevo Mundo por el imperio español, cuyo dominio en esta parte del continente se extendió por más años que los que suma la república independiente de Chile. Esta otra migración, la del dominio colonial, implicó la muy extensa resistencia mapuche en la Guerra de Arauco, y contra la llamada Pacificación de la Araucanía, en el siglo XIX. Es, asimismo, otra migración, la que implica el asentamiento de población chilena al norte de Copiapó, en las actuales Primera y Segunda Región, luego de la Guerra del Pacífico, que hasta entonces se hallaban bajo la soberanía de Bolivia y Perú.
2.3 La violencia delictual.
Según las encuestas el temor social más señalado es ser víctima de actos delictuales. Tomemos como referencia el índice 2022 de Paz Ciudadana, la que cada año, en las dos últimas décadas, entrega datos medibles sobre la situación delictiva en el país, y la percepciones que tienen las personas consultadas en este ámbito. Las personas que se clasifican en un nivel de temor alto alcanzan un tercio de la medición a nivel nacional, quienes declaran que procuran reforzar la seguridad de sus casas, dejar de salir a ciertas horas o no ir a algunos lugares públicos. El Centro de Estudios y Análisis del Delito indica por su parte que el año pasado hubo un incremento en las denuncias por robos con intimidación o sorpresa, en la calle y en lugares habitados. El agravante del homicidio asociado a estos delitos comunes ha mantenido un número bajo (entre 4 y 5 casos por cada 100.000 habitantes), proporcionalmente menor que en Estados Unidos y demás países latinoamericanos, y mayor que en Alemania o Francia, si bien siempre las secuelas sicológicas de tales hechos delictivos son de cuidado.
Sin alterar la proporción comparativa ya señalada, puede consignarse que los hechos delictuales han tendido a aumentar en Chile. Pero es bueno aclarar que según el Informe Estadístico de Homicidios en Chile (2021) de la Fiscalía del Ministerio Público los imputados de origen extranjero alcanzan un 9,6 % contra el 90,4 % de nacionalidad chilena. Y todavía más determinante es la distribución por sexo de las y los hechores, puesto que son los hombres, con más del 90 %, y no las mujeres, con menos del 10%, quienes concentran la mayor parte de la comisión de estos delitos. Y al considerar la proporción de víctimas femeninas, significativamente la mayor cantidad no es por hechos delincuenciales comunes, sino por asesinatos cometidos por sus parejas o cónyuges.
Una variante compleja en el campo delictual es la emergencia de bandas organizadas -con integrantes que son oriundos de este país o de otras procedencias- que se disputan el control de territorios locales para la comisión de delitos ligados al narcotráfico, y que tienen vínculos operativos con redes transnacionales, en el contrabando y venta de drogas duras y armas de fuego. Los antecedentes comparados con otros países latinoamericanos indican, como una constante, el vínculo de estos carteles de delincuencia mayor con grupos nacionales de poder económico y contactos policiales que por interés o bajo amenaza los protegen.
Los noticiarios de la televisión dedican cada vez más minutos a darle una cobertura extensiva a los hechos delictuales, con una regularidad diaria, siendo ya una sección permanente, como lo son el Tiempo, Deportes e Internacional. El espacio de Cultura por lo pronto aparece muy disminuido en comparación con el que se dedica a los delitos en las calles de la ciudad. Tradicionalmente las noticias delictuales en los diarios y revistas eran conocidas como “Crónica Roja”. Ahora, en los titulares de primera plana de la TV abierta, todos los días, mañana, tarde y noche, se anuncian informaciones y reportajes sobre situaciones delictivas que han ocurrido en el país. Ver en la tele a víctimas de robos violentos o de crímenes genera en los espectadores un sentimiento de conmiseración hacia ellas, pero cuando esto se repite diariamente se crea un estado de ánimo de vulnerabilidad y miedo. Paradojalmente, las imágenes de las videocámaras que muestran a delincuentes en acción, como una mala película de violencia, pasan a ser parte del currículum más preciado de las bandas delictuales, que al salir en la televisión –cuando no en tik tok– ganan fama noticiosa y prestigio criminal.
Todo acto delictivo grave debe ser penalizado. Pero, cabe preguntarse por quiénes son los delincuentes que llegan a las cárceles. Porque hay otra delincuencia: no ya la de las armas, robos de casas o centros comerciales, heridos y víctimas mortales. Es la económica y ambiental (delitos tributarios, de corrupción, quiebra fraudulenta, administración desleal, severos daños ambientales, entre otras figuras delictivas semejantes), que suman una cantidad bastante alta de casos, y por lo general se halla invisibilizada en las noticias. Los informe de las fiscalías especializadas, para el primer semestre de 2022, registran un acumulado de más de 50.000 delitos económicos y tributarios en el país, en una cuantía muy disímil de los recursos involucrados, pero finalmente con sólo un 4% de sentencias condenatorias.
Respecto de la población en prisiones, en su gran mayoría proveniente de los sectores más pobres del país, es del todo pertinente inquirir si los años privados de libertad conducen a un fin correctivo, esto es, a la voluntad de los internos de si al dejar los recintos penitenciarios abandonarán las prácticas delictuales para insertarse en espacios laborales o de emprendimiento económico. No son pocos los casos en que ello ocurre de manera positiva, pero lo cierto es que el sistema carcelario difícilmente puede cumplir con este propósito de bien común, toda vez que enfrenta una crisis mayor.
El Informe del INDH sobre las Condiciones Carcelarias en Chile (2016/2017) describe cómo la habitabilidad de los recintos penales se halla ocupada por sobre su capacidad, lo que implica una falta de camas para las y los internos, sin muebles para guardar las pertenencias personales, falta de limpieza e higiene. A ello se agregan, en algunos recintos, prácticas de malos tratos que sufren los reos de parte de los funcionarios a cargo. Aunque en Gendarmería señalan que deben lidiar con los problemas de la sobrepoblación carcelaria, y con los códigos dominantes entre los reos. Se refieren así a la existencia de organizaciones intra penitenciarias, manejadas por mafias de poder delictual, que exigen sumisión o pagos mensuales a los presos comunes y realizan ventas de drogas o dirigen negocios ilícitos que se llevan a cabo en el exterior.
La delincuencia ha sido desde siempre un fenómeno que está presente en el convivir social desde los tiempos más antiguos. (El relato bíblico nos refiere: “Con él crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. Y se cumplió la escritura, que dice: Y fue contado entre los malhechores / Marcos 15, 27-28) El tema de fondo no es la delincuencia en sí; ni siquiera el aumento en la cantidad de delitos cometidos. El problema principal es el acrecentamiento de los indicadores de violencia asociada a la comisión de dichos delitos.
2.4 Las otras Violencias
Sería una equivocación asociar unilateralmente la magnitud de los índices de violencia en las relaciones sociales al plano de la delincuencia. Más aún no puede explicarse este fenómeno –la mayor violencia en la comisión de delitos comunes– si no se comprende o si no se asume que en el conjunto de las interacciones sociales ha escalado la agresividad como respuesta a las situaciones de conflicto.
Ello es muy notorio en los comportamientos viales de quienes manejan vehículos en autopistas o centros urbanos, donde la disputa de espacios en horarios de congestión o los adelantamientos peligrosos en las autopistas revelan frecuentemente un estrés agresivo de los conductores, por lo general, hombres, que se manifiesta en insultos, pugilatos, colisiones y personas lastimadas, heridas o incluso fallecidas. Esta agresividad en la conducción vial se halla asociada a una suerte de competencia de poder: de quién maneja más rápido o de una manera más atrevida o de quién tiene el vehículo más veloz. Sin embargo, estos conductores agresivos suelen huir con sus vehículos, antes de que lleguen los carabineros, si son responsables de una colisión o atropello. Paradojalmente, cuando no ha sido así, pueden tener actitudes muy solidarias con otros conductores que piden ayuda, en caso de accidentes donde los primeros no han estado involucrados.
Lamentablemente, también, han subido los niveles de violencia intrafamiliar. De acuerdo con un estudio de polivictimización de niñas y niños y adolescentes realizado por UNICEF (2017) un tercio de los chicos consultados declara haber sufrido una agresión física o insultos verbales en sus familias. La Encuesta Longitudinal de Primera Infancia registra el uso reiterado de métodos violentos –castigos físicos o intimidación sicológica– de niñas y niños en sus hogares, generalmente con la excusa de mantener la disciplina y hacerlo por su bien. Y tan grave o más, como lo señala el Centro de Medicina Reproductiva (U. de Chile, 2012) es el alto porcentaje de mujeres adolescentes que solicitan consultas luego de haber sido abusadas sexualmente en sus hogares. Por su parte, la Primera Encuesta Nacional de Abuso Sexual y Adversidades de la Niñez (Universidad Católica, 2022) indica que un 18 % de las y los jóvenes que contestaron este instrumento declaran haber sido víctimas de ello, generalmente por un familiar o un conocido de la familia.
A través de la violencia de género en las relaciones de pareja por lo general es el hombre quien busca controlar las libertades propias de las mujeres en la soberanía de sus cuerpos y en la inteligencia de sus decisiones familiares, sociales o culturales. Una violencia que muchas veces se esconde en lo privado, pero que también se extiende públicamente donde los victimarios pretenden establecer una superioridad de género, que no tienen en absoluto, por medio de la fuerza de la sinrazón e incluso del femicidio. Algunos estudios españoles hacen la distinción entre violencia doméstica y violencia de género: la primera señala lo que ocurre dentro de la casa (en el “domos”) y puede afectar a abuelos o niños y a mujeres u hombres. La violencia de género sí tiene una especificidad porque se refiere, por definición de uso de esta categoría, a la violencia de los hombres contra las mujeres. La violencia intrafamiliar es muy alta y no se advierte una disminución en el porcentaje de casos según los datos reunidos por la Subsecretaría de Prevención del Delito y las estadísticas del Centro de Estudios y Análisis del Delito.
Desde hace un par de años las redes sociales registran un abanico de peleas entre estudiantes (pugilatos y mechoneos) en los patios de establecimientos educativos entre liceanos, y liceanas también, sin que se viera a otros compañeros impidiéndolo. De manera equivocada se ha culpado de ello a los efectos retardados de la pandemia por una suerte de tensión acumulada en el aislamiento de las cuarentenas. Lo cierto es que los casos de bullying, acoso sexual, riñas grupales o disputas de liderazgo han tenido un incremento en el total de denuncias sobre situaciones de violencia que vulneran gravemente la convivencia escolar.
En los estadios de fútbol la tradicional competencia de emblemáticos equipos profesionales ha dado lugar, de manera cada vez más frecuente, a confrontaciones violentas entre sus barras, que suelen trasladarse fuera de los recintos futbolísticos, a la salida de los encuentros, o desencuentros, deportivos.
Son “barras bravas” del equipo de sus amores que se confrontan con las hinchadas rivales de los equipos de sus rencores, y lo que está en juego es más que los tres puntos de una victoria, porque, se gane o se pierda en la cancha, otra batalla se desata en las galerías, y a la salida de los cotejos, para demostrar quienes son los más bravos.
Nada de lo que queda dicho es para concluir que las interrelaciones de la cotidianidad social son de por sí peligrosas o que las relaciones interpersonales fatalmente terminan en agresiones. Por el contrario, el principio de la sociabilidad entre las personas y sus diversidades no sólo es posible, sino que es fundamental para la vida en común. Lo que se afirma es que la violencia viene a violentar la dignidad humana en esas relaciones sociales.
La violencia activa se produce cuando en un orden de poder determinado (en las relaciones de pareja, de familia, de gobierno, de seguridad pública y las otras) quienes tienen una posición dominante buscan asegurar su control a través del uso agresivo de la fuerza sicológica, del cuerpo, de las armas o la tecnología, de manera circunstancial, episódica o permanente, contra una o pocas personas o bien masivamente, transgrediendo los valores propios de la convivencia social o los derechos humanos. Se considera como violencia pasiva, aquella que, sin recurrir a hechos de fuerza extraordinarios, reproduce una situación de dominio permanente en las relaciones interpersonales, de género, étnicas, económicas o institucionales, y donde las personas afectadas aceptan pasivamente este orden desigual de derechos o no tienen una conciencia crítica de ello.
2.5 Violencia y poder
Desde la perspectiva de una ética humanista (la de los derechos humanos) y de una ética democrática (la titularidad ciudadana de la soberanía) debiéramos asumir que la violencia está asociada a un abuso o mal uso de las posiciones de poder en las relaciones sociales y en las relaciones del Estado con la sociedad. Ese problema de los otros –la violencia– es también un problema de nosotros.
Hace 50 años tuvo lugar el golpe civil militar contra la democracia en Chile para establecer una dictadura terrorista desde el Estado, paradojalmente con la legitimación de la Corte Suprema y la mayoría del Congreso, más unas parte significativa de los medios de comunicación y gremios empresariales. La represión desatada entonces fue muy violenta en todas las regiones del país, donde las o los simpatizantes o militantes de la Unidad Popular fueron declarados enemigos de la nación, sufriendo, muchos de ellos, la pérdida de empleos, la expulsión de las universidades, el exilio forzado, la prisión arbitraria, las torturas más atroces, las ejecuciones en lugares públicos y la muerte en cautiverio con las desaparición de sus cuerpos. La violencia de los aparatos de poder del Estado y de grupos de civiles protegidos por los organismos de seguridad –es el caso de Paine entre otros tantos– fue implacable, y sus hechores no tuvieron misericordia alguna.
Toda la simbología del Golpe y del régimen de gobierno que le sigue, desde el ataque aéreo a La Moneda hasta el despliegue militar en las poblaciones y calles céntricas para reprimir las protestas, así como el discurso oficial en los actos de gobierno y en las noticias mediales, fue el de la supremacía del mando militar en el control de la vida pública. La pervivencia de este poder controlador de la cotidianidad –la obediencia del miedo al poder de la violencia–continuó en la democracia post dictadura. Ello se manifiesta en las rémoras de impunidad que perviven hasta el presente, y por ello no cabe sino valorar la perseverancia de notables defensores de los derechos humanos, tanto los familiares de las víctimas como los abogados de causas emblemáticas, que han obtenido resoluciones condenatorias en la Corte Interamericana de Derechos Humamos y en la propia Corte Suprema, como la reciente condena de este tribunal superior, a los agentes de la DINA de la Brigada Lautaro por crímenes perpetrados en 1976, aunque a medio siglo del Golpe se contabilizan cerca de mil quinientos procesos de este carácter que aún no llegan a término en el Poder Judicial.
Con todo, respecto de las relaciones entre la violencia y poder en los años de dictadura, debe considerarse que en ese tiempo hubo organizaciones que promovieron la lucha armada contra el régimen dominante, y cuyo episodio más determinante fue el atentado contra el dictador en el Cajón del Maipo. Pero lo cierto es que fue la resistencia no violenta de las movilizaciones sociales y el acuerdo transversal de las fuerzas políticas democráticas, más una conciencia crítica mayoritaria en la ciudadanía, lo que finalmente puso término a ese régimen de oprobio.
Mas el otro capítulo donde violencia y no violencia vuelven a disputarse la hegemonía de una contradicción política y sociocultural mayor sucede con el estallido social de 2019. Fueron 30 pesos de agua los que rebalsaron el vaso, esto es, el aumento en las tarifas del transporte colectivo. El primer episodio de desobediencia civil, propiamente tal, es el de la evasión concertada del pago del Metro por las y los alumnos de liceos y colegios, así como por estudiantes universitarios, y, en la noche, los toques de cacerolas, con su sonido metálico vacío, que expresaban una queja de los hogares populares y de la clase media por los precios de los alimentos de consumo diario. El 25 de octubre tuvo lugar en Santiago –junto a las distintas convocatorias masivas en todo el país– una marcha donde se congregaron 1,2 millones de personas en torno al epicentro de la Plaza Baquedano, con una fuerza cultural tan significativa que logró incluso cambiar, en el habla cotidiana, con el apelativo de Plaza Dignidad, el nombre de ese lugar céntrico. Era una clara referencia a una demanda social generalizada: que las pensiones básicas, las prestaciones de salud y la educación pública fueran tan dignas como accesibles.
Estas expresiones de protesta social –que se replican en las ciudades de mayor población en el país– no respondían a una convocatoria directiva de las fuerzas políticas opositoras al gobierno del Presidente Piñera, y aunque no pocos de sus militantes se hicieron presentes con sus distintivos propios, las banderas que se enarbolan son la chilena con su estrella de la noche y la del pueblo mapuche con su lucero del amanecer. Por su parte, los partidos que sostuvieron el triunfo electoral del entonces primer mandatario, después de la salida del Ministro del Interior, simplemente hicieron mutis por el foro.
La memoria de lo que fueron las protestas de los años ochenta contra la dictadura se reactiva progresivamente en el estallido social, con la ocupación de calles y barricadas, pero también se repite el tipo de represión de las fuerzas policiales y el de las fuerzas militares, que desviándose del fin de la preservación del orden en los espacios públicos, se vieron directamente comprometidas en la transgresión de los derechos humanos, con lesiones físicas irreversibles para las y los manifestantes, como es el caso de los traumas oculares y otras formas de victimización, lo cual llevó a organismos internacionales a demandar al Gobierno, con urgencia y prontitud, el término de estas acciones de violencia represiva.
Junto al fracaso político de la administración gubernamental para hacerse cargo de esta crisis mayor de la sociabilidad, debe asumirse que los partidos de signo opositor al Gobierno de entonces no tuvieron la capacidad de dirigir el movimiento del estallido en una línea que lo desvinculara de los actos de violencia delictual, como los robos de centros comerciales e incendio de buses de transporte colectivo y estaciones del Metro, además de la destrucción de espacios patrimoniales emblemáticos.
Debe valorarse, con todo, el acuerdo político transversal que se logra para la formación de una asamblea constituyente, con cuotas de paridad de género, representación de los pueblos originarios y consejeros de partidos políticos e independientes. Se convoca entonces a un plebiscito, en octubre del 2020, que tuvo un sufragio voluntario muy alto de las personas inscritas en los registros electorales. Las opciones de “Apruebo” y “Convención Constitucional” obtuvieron muy cerca del 80% de los votos emitidos, en detrimento del “Rechazo” y de “Convención Mixta”. El imaginario de una Nueva Constitución se presentaba como una salida a la crisis de ese presente y el camino a un mejor futuro.
2.6 Los outsiders
Dos años después de ese apoyo tan significativo en favor de una Carta Fundamental que sustituyese para el bien del país la Constitución vigente, el referéndum de salida para reafirmar, con el voto ciudadano, el texto aprobado por la mayoría de las y los convencionales fue un dramático revés para las expectativas de sus redactores, y de las agrupaciones políticas que se sentían representadas por ellos. Por lo pronto, un millón de personas dejó el Apruebo y se pasó al Rechazo en 24 meses. Pero igualmente determinante, para los resultados, fue el cambio del número absoluto de quienes sufragaron, que prácticamente se duplica por el imperativo legal del voto obligatorio, con sanción pecuniaria para quienes no lo hicieran. Teniendo en cuenta lo anterior, finalmente, el porcentaje de la opción Rechazo aumentó un 40 % entre un plebiscito y otro. Desde luego, esta derrota del Apruebo fue bien transversal, pero es claro que de manera muy sustantiva tuvo lugar en quienes teniendo la condición de edad para votar no lo habían hecho en el referéndum anterior.
Lo que ocurre entonces con los resultados es la visibilización de la masiva franja social de los outsidersde la política. Tradicionalmente el electorado se posicionaba en una línea demarcada con los ejes de derecha, centro e izquierda, y para más precisión, como puntos referenciales, en ultraderecha, centroderecha, centroizquierda y ultraizquierda, lo cual venía a responder a figuras partidarias o movimientistas reconocidas como tales por la opinión pública. Este posicionamiento lineal se dibujaba por la forma de hacer política de las distintas colectividades más relevantes en la disputa del voto ciudadano, en especial en la formación de alianzas electorales, si bien cada actor partidario tenía un discurso distintivo, en lo doctrinario o ideológico, que remitía a una diferencia cualitativa en su visión de mundo.
Los outsiders de lapolítica vienen a romper este esquema. Más allá de quienes aparezcan como sus líderes, que por lo general son circunstanciales, o más acá de los partidos que los movilizan a las urnas, que pueden cambiar, los outsiders suman un conjunto variable pero significativo de personas que se sitúa fuera de la línea demarcatoria más tradicional entre izquierdas y derechas. Por lo general rehúyen la militancia en partidos, aunque sí llegan a votar por oportunistas que se han mantenido al margen de la representación institucional, o bien por políticos que han perfilado su liderazgo con un discurso demagógico, esto es, manipulando aprehensiones colectivas o el egoísmo social.
El primer partido político outsider reconocido legalmente es el Partido de la Gente. Se define como un espacio transversal, sin ideologías políticas, formado por personas comunes y corrientes. Dice representar a la clase media emergente, y tuvo una disputa inicial de liderazgo entre el creador de Felices y Forrados (una agencia privada que a cambio de un pago mínimo mensual de sus clientes les entregaba información para multiplicar sus ahorros en el sistema de las AFP) y quien fuera su socio fundador y luego oponente en la interna, el candidato Franco Parisi, el cual obtuvo un 10% en las presidenciales de 2013, y casi un 13 % en la primera vuelta de las elecciones del 2021, con un porcentaje similar al alcanzado por el candidato de la derecha clásica, Renovación Nacional y Unión Demócrata Independiente.
Es un tiempo donde los outsiders –aunque en su oportunismo no pretenden renunciar a la ocupación de los cargos de poder del sistema político– procuran interpretar y reunir los apoyos de una amplia franja intermedia de la población del país, acosada por la crisis económica, y que puede caracterizarse como aspiracionista, cuya motivación ordenadora de sus vidas es escalar, como personas individuales o con sus familias directas, en el mercado de los bienes sociales ( educación, salud, vivienda) y de los bienes consumo en general, pero que tienen que lidiar cotidianamente con deudas y postergación de sus aspiraciones.
Desde luego todas las personas, con sus grupos familiares, que no pertenecen a la elite social del país, tienen sus sueños de progreso o al menos de estabilidad socioeconómica, pero quienes tienen una visión de mundo más amplia del desarrollo humano, de realización cultural y sentido solidario, tanto más cuando se identifican con procesos transformadores más profundos de la sociedad, pueden ordenar las prioridades de su vida de una manera distinta. Y ello por cierto es bien distinto a cuando la competencia aspiracionista es la dominante en las relaciones interpersonales al punto que la justicia social y el progreso solidario de una sociedad dividida en clases tan desiguales no tienen prioridad en sus compromisos políticos.
El voto outsider no guarda lealtades de largo plazo porque sigue la oportunidad de la conveniencia y es lábil en sus emociones. Como es instrumental puede desplazarse de una alternativa a otra si el clima de opinión dominante y el interés privado coinciden. Es lo que sucedió en dos años, entre la presidencial del 2021 y la votación para los integrantes del Consejo Constitucional 2023. El aspiracionismo económico fue sustituido por la compulsión de la seguridad ante la delincuencia tal como lo priorizaron los noticiarios de la TV, esto es, con un reiterado foco de culpabilidad puesto en los extranjeros en el norte y centro del país, y los mapuches en el sur. El Partido de la Gente con un 5,5 % de los sufragios no logró siquiera un consejero electo. Los partidos de la derecha tradicional (RN y UDI), que se cobijaron en una alianza común con el nombre de Chile Seguro, alcanzaron un 21 % de los votantes, con un incremento significativo de los 13 puntos logrados en la primera vuelta presidencial del 2021. Pero es el voto por los candidatos republicanos el que salta hacia arriba notoriamente (sube de 4 representantes en la Convención Constitucional anterior a 22 miembros del Consejo Constitucional este 2023), porque logra imponer, en una agresiva campaña mediática, un vínculo esencial entre la demanda de seguridad y el nuevo ordenamiento constitucional.
La inseguridad en los barrios ante la acción delictiva es un hecho cierto y lamentable, que debe asumirse con una visión más amplia que el solo incremento represivo. Pero lo cierto es que toda la campaña para el Consejo Constitucional por parte de la derecha política se centró en este problema mayor, pero no único, de la convivencia social, que se usó como un arma disuasiva contra cualquier pretensión de entrar a un debate más profundo de los principios constitucionales de democracia y derechos humanos.
…Continúa en próxima edición… 3. Copamiento militar del Estado
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Un bello texto histórico, político, periodístico y poético.