La reciente elección en Venezuela volvió a ser materia de fuerte interés y controversia en Chile. Esto se explica por la importancia de ese país en el contexto global y latinoamericano, pues mantiene las principales reservas petroleras del mundo y su posición geopolítica en Sudamérica es relevante. A la vez, es el único país del continente que ha visto reducirse su población en las últimas décadas, con unos 28 millones de habitantes en la actualidad y cerca de 8 millones que han emigrado en lo que va de siglo XXI, una cifra inédita en el contexto mundial. De ellos, unos 700 mil lo han hecho a Chile.
Además, existen nexos que en la historia vinculan a Chile y Venezuela, desde los lejanos tiempos en que uno de los intelectuales que compartió los esfuerzos independentistas de Francisco de Miranda y Simón Bolívar, Andrés Bello, fue protagonista de la historia de Chile en el siglo XIX. Llegó al país en 1829 contratado por el gobierno y contribuyó de manera relevante a la edificación institucional de la naciente república. Fue primero el equivalente a un subsecretario de relaciones exteriores, más tarde senador y el primer rector de la Universidad de Chile, además de autor del código civil. Más tarde, en el siglo XX, parte del exilio del partido Acción Democrática, perseguido por una dictadura militar, tuvo apoyo y soporte del Partido Socialista chileno. Luego aumentaron los lazos tanto a través de la emigración económica chilena a Venezuela en los años sesenta y la de tipo político en los años setenta, con diversos exiliados chilenos recibidos por los gobiernos de Acción Democrática y Copei. Pero lo fundamental es la reciente y masiva inmigración venezolana a Chile.
El tema de Venezuela se ha transformado en simbólico en muchos sentidos en los últimos años. Lo es para la derecha chilena, que se pliega al rechazo a la pérdida de poder de la oligarquía tradicional venezolana desde la llegada al gobierno del ex militar Hugo Chávez en 1999, y es un cómodo espanta-pájaro en su crítica a la izquierda. Para el progresismo, se ha constituido en un contra-ejemplo por el deterioro progresivo de las instituciones democráticas en Venezuela y el colapso económico de su Estado rentista y clientelar, mientras la izquierda ortodoxa apoyó los postulados de Chávez contra Estados Unidos y presta un apoyo incondicional al régimen de Maduro (y también al de Díaz-Canel en Cuba y al de Ortega en Nicaragua), aunque con una cierta incomodidad en sus filas. Recordemos que el Partido Comunista de Venezuela se opone a Maduro en la actualidad, lo que le ha valido ser intervenido por el gobierno, junto a otras fuerzas de izquierda democrática.
La oposición del progresismo chileno al régimen de Maduro tiene que ver con que rechaza que el autoritarismo y la supresión progresiva de la democracia, las libertades y la alternancia en el poder sea el camino para superar la desigualdad y la falta de libertad real que implica el predominio de poderes oligárquicos. Sostiene, a la vez, que la democracia debe ser la principal barrera de contención del intervencionismo norteamericano u otras potencias, en vez de derivas autoritarias. Y que no tiene sentido justificar alianzas con rusos, turcos e iraníes, como hace Maduro, que no se ve qué puedan tener que ver con progresismo o izquierda alguna.
Las condenables sanciones norteamericanas impuestas por Donald Trump en 2019 no pueden esconder que el clientelismo y la corrupción en la gestión del Estado son las causantes principales del colapso económico, la hiperinflación durante años y la consiguiente ola migratoria, que ha afectado sustancialmente a casi todos los países sudamericanos. Estos procesos son atribuibles primordialmente a las políticas del régimen vigente, que agravaron la histórica dependencia de la renta petrolera.
La estrategia de vivir del petróleo sin siquiera lograr mantener su producción, y en paralelo debilitar la producción de alimentos, implicó no cuidar la rama sobre la que se está sentado y derivó a una alianza atrincherada del grupo chavista con los militares asociados a la gestión centralizada, inepta y corrupta de la economía. Esto no es un proyecto de transformación equitativa de la sociedad que enfrenta dificultades por el cerco norteamericano, que contribuye en todo caso a afectar a la población, sino un proyecto de mantención en el poder de un grupo civil-militar con apoyo en grupos empresariales, algunos tradicionales y otros emergentes, que prosperan en la economía especulativa en detrimento del resto de la sociedad. Se ha terminado en privatizaciones y en la dolarización de hecho de la economía, con una pérdida catastrófica de ingresos para la mayoría, que sobrevive en buena medida con las remesas de sus familias desde el exterior. Ha sido el voluminoso endeudamiento con China lo que le permitió primero a Chávez y luego a Maduro paliar en parte la increíble destrucción de la industria petrolera, en parte contrarrestada con la apertura de nuevas zonas de inversión minera transnacional desregulada con fuertes consecuencias sociales, ambientales y respecto a los pueblos indígenas, como el Arco Minero del Orinoco, de 112 mil kilómetros cuadrados, el 12% del territorio, en el que quedan suspendidas leyes fundamentales. Se ha consolidado, en palabras de Edgardo Lander, «el modelo extractivista depredador que ha caracterizado la economía venezolana durante un siglo; el gobierno ha optado por empujar al país en el camino de un nuevo patrón rentista-extractivista, ahora basado en la minería a gran escala«.
Pensar que regímenes burocrático-militares como los de Venezuela o Nicaragua, o incluso teocracias islamistas, son defendibles porque se confrontan con Estados Unidos, es simplemente un enfoque binario y simplista que las izquierdas democráticas no tienen por qué compartir. Más aún, esta identificación puede tener un muy alto costo para su proyecto político.
La elección presidencial del 28 de julio ha terminado en una nueva impasse. La autoridad electoral subordinada al gobierno anunció que Nicolás Maduro había obtenido un 51% de los votos y que el candidato opositor, Edmundo González, había conseguido un 44%. Recordemos que la justicia del régimen había inhabilitado a María Corina Machado, la líder de la oposición que ganó en primarias. Luego ésta escogió a Edmundo González como su segundo sustituto luego de la inhabilitación de Corina Yoris. Según las actas de la oposición, el resultado del 28 de julio es el inverso: González habría obtenido el 67% y Nicolás Maduro el 30%. Machado ha recogido los frutos de haber liderado la unificación de la oposición y decidido ser parte de los mecanismos electorales para enfrentar a Maduro y su régimen de manera bastante consistente y creíble, recorriendo el país luego de años de una postura radical.
El tema ahora es: ¿en qué país democrático la autoridad electoral emite solo dos comunicados para anunciar un triunfador, el gobernante, sin mostrar datos desagregados como respaldo? El Consejo Nacional Electoral terminó por entregar esos datos a la corte de justicia subordinada al gobierno, pero no los ha dado a conocer publicamente. Entre tanto, cerró a las pocas horas todo el proceso y otorgó formalmente al supuesto ganador el poder presidencial por otros seis años sin más trámite.
El régimen de Venezuela no puede pedir que se reconozca un resultado electoral sin que nadie pueda verificarlo, incluyendo los partidos y candidaturas legalmente inscritos. Es lo que afirmó el presidente Boric, lo que llevó a la expulsión del embajador Gazmuri y del personal diplomático y consular, dejando además a la deriva a cientos de miles de inmigrantes con el retiro de la representación de Venezuela en Chile. A mayor abundamiento, quien dirige el partido oficialista, el PSUV, Diosdado Cabello, ha reiterado que seguirán en el poder y que la oposición será reprimida. Eso es lo que está ocurriendo con requerimientos por «instigación a la insurrección» contra González y Machado, por llamar a las fuerzas de orden a respetar la constitución y la ley electoral, lo que parece bastante obvio en una situación como la existente.
¿Qué se puede pensar si sigue sin aparecer el respaldo del resultado en las urnas, salvo las actas mostradas por la oposición, que difícilmente serán todas inventadas, y que muestran un resultado contundente a favor de González? En particular, la posición del PC chileno ha quedado en una situación de vulnerabilidad en la coalición de gobierno, por su resistencia a desligarse del régimen de Maduro y su fuga hacia adelante en lo que tiene todos los visos de ser un fraude electoral. Este siguió a la inhabilitación de candidatos y la severa restricción del voto de los venezolanos en el exterior. Al parecer, estos dos elementos llevaron al régimen de Maduro a confiar en un resultado electoral favorable, que a la postre no se produjo. De ahí que no se diera curso a los procesos de verificación electoral y se aludiera un aparente ataque informático.
El problema político de fondo para la coalición de gobierno en Chile es que no puede asociarse, ni lo hará, a un proceso que no respeta las reglas de la democracia. Eso sería poner una lápida a los proyectos emancipatorios de las izquierdas, pues esas reglas son el instrumento insustituible de la construcción de derechos e igualdades y el marco primordial para luchar por ellos y en contra de sus adversarios y enemigos, al menos para la izquierda que considera la profundización de la democracia como su modelo político irrenunciable y que los medios que se usan no pueden desmentir y desnaturalizar los fines que se persiguen.
Si la izquierda latinoamericana no cautela con energía su legitimidad democrática o, en la otra cara de la medalla, deja de defender los recursos que pertenecen a sus naciones, de representar a los que viven de su trabajo y de proteger la libre expresión de la cultura y la diversidad, simplemente se hundiría en medio de la pérdida de su razón de ser: expresar con pluralidad los intereses de la mayoría social por sobre los intereses de las oligarquías dominantes. Es un conjunto cuyas partes no son separables. Hay quienes postulan, en nombre de «intereses superiores» (de clase, geopolíticos o lo que se quiera), que está muy bien ser demócrata si eso permite llegar al poder gubernamental o retenerlo, pero que no se debe dejar ese poder, aunque sea en contra de la voluntad del pueblo. Es el espejo de la mera relación utilitaria con la democracia de las derechas oligárquicas y de los imperios económicos y geopolíticos, como bien lo sabemos en Chile.
No hay razón alguna para dejarse encerrar en un dilema falso. La democracia incluye que los adversarios ganen elecciones. En ese caso lo que cabe no es desconocerlas, sino defender en su marco las conquistas de libertades, el control de los recursos naturales y el progreso social y cultural por las que se ha luchado y se lucha, junto a recabar fuera del gobierno y con los movimientos sociales y las representaciones locales las lecciones de por qué se ha sido puesto en minoría en un momento dado, el de la alternancia. Solo de ese modo se puede volver a optar de manera renovada y legítima a ser mayoría en una siguiente elección para nuevas etapas de progreso democrático y social. Si se produce una reprobación electoral, hay que respetarla, salvo que se crea que el pueblo y sus decisiones no cuentan porque están amañadas por el poder oligárquico e influencias externas y que lo que cabe es pasar por encima de una voluntad popular manipulada.
Los que consideran un tema no definitorio la aprobación o rechazo del pueblo, debieran asumir las consecuencias en la legitimidad democrática de su conducta, la que no puede ser sino considerada como propia de una minoría autoritaria. Y dejar de practicar juegos de máscaras. Es lo que hizo Lenin, por lo demás, al disolver la asamblea constituyente en 1918, en la que su partido quedó en franca minoría, mereciendo la acerba crítica de una Rosa Luxemburgo que no concebía el socialismo sin libertades democráticas. El líder de la revolución rusa consideró abiertamente que solo debía respetarse el interés de clase del proletariado, expresado en los soviets y en un partido único supuestamente depositario de su destino, sin considerar al resto de la sociedad, aunque admitía una cierta diversidad en la representación partidaria de ese proletariado. Stalin terminó de eliminar de manera sangrienta cualquier disidencia en el partido único, marcando la definitiva fractura de concepciones políticas en la izquierda mundial entre sus ramas democráticas y plurales y las autoritarias, que permanece hasta hoy.
La alternativa a las posturas autoritarias siempre ha existido y consiste en sostener la democracia siempre con más democracia y, en América Latina, a partir de la no alineación con potencias hegemónicas. Es lo que debe prevalecer respecto a la crítica situación de Venezuela.