Partió hace tres días y resuenan las miles y miles de palabras en una despedida contenida por los límites impuestos de una pandemia irrefrenable. Ya nos acostumbramos a estos rituales frustrantes para quienes quisieran despedir a seres queridos, admirados y respetados, como lo merecen.
Los reconocimientos a su rigor y calidad profesional en vida parecieran cortos al momento de recuperar una historia extensa e intensa desde sus tiempos de joven periodista en tareas clandestinas cuando la mano criminal de la dictadura no discriminaba en sus castigos implacables. Volvemos a escuchar sus despachos rigurosos, sin ripios verbales, de los años en que la resistencia a la dictadura por sus crímenes contra los derechos humanos y el descalabro económico que sometía al hambre y la cesantía a millones de chilenos ( que se replican en su crudeza en estos tiempos de pandemia y crujir del modelo económico impuesto desde aquellos años del siglo pasado) en que Manola precisaba el acontecer con cifras y respaldos indiscutibles, trascendiendo nuestras fronteras y acrecentando el malestar de las autoridades que no perdonaban e insistían en amenazas represivas que la exigían a cuidados extremos para su amado y siempre priorizado grupo familiar.
Los testimonios de autoridades y personas de reconocimiento público que la despidieron con sentidas palabras en la Sala Antonio Varas del Teatro Nacional fueron una valoración más que merecida a ese rigor y calidad profesional de Manola, pero también a su indivisible humanidad marcada por la consecuencia y distancia del elogio fácil o la fama alimentada por el ego y la autorreferencia.
Ciertamente fueron las palabras de su hija Francisca –“Paquita” – las más emotivas y elocuentes para retratar a Manola Robles. La perfiló como “heroína de grabadora en mano”, abierta y generosa con sus colegas más jóvenes y alumnos. Reveló también aquel dolor inmenso de Manola por la pérdida de su tercer hijo, de siete meses y medio de embarazo, producto de la persecución de los organismos represivos de la dictadura. Un pesar del que nunca se pudo reponer, hasta que sólo un mes antes de fallecer le puso nombre: Alejandro Arévalo Robles.
Cómo no estremecerse cuando Francisca aseveró “Sólo decidió partir cuando vio la muerte como la única libertad posible”
«Hasta siempre, mamá. Llevo tu alma en la mía, y hoy puedo decirte con total certeza después de comprobar las miles y miles de muestras de cariño y reconocimiento que han significado tu partida -sobre todo de la gente más anónima-, Manola: el pueblo está contigo«, fueron las palabras finales de la despedida de su hija.
Cuando las palabras parecen sobrar y se amontonan sólo queda el abrazo de despedida, incluyendo con especial afecto a su compañero de vida Carlos Arévalo. Sólo mencionarlo reafirma la deuda de una historia por contar.
Hasta siempre Manola