Don Alfredo Raiteri Cortez, puede ser considerado, sin lugar a dudas, uno de los primeros antropólogos sociales o culturales de la región de Arica y Parinacota, dado su extenso y riguroso trabajo etnográfico. La siguiente leyenda es una muestra de esto.
Habla acerca del Barrio Lumbanga, ubicado en la actual calle Maipú de Arica entre las calles Patricio Lynch y Vicuña Mackenna, barrio que concentraba una gran población afrodescendiente y donde la agitada vida nocturna, era una de sus principales características.
Este relato fue entregado por un antiguo vecino ariqueño, quien guardaba el documento heredado de un pariente cercano y que consideró importante darlo a conocer a través de las crónicas escritas por Don Alfredo.
¿Cuál es la narración?
Luego de dar unos golpes en las mamparas vi aparecer a un niño de no más de unos siete años, con claros rasgos afrodescendientes. Su cabecita redonda como una bola, la cubría una cabellera que, seguramente, no había necesitado de peluquero desde que nació, y tal vez no lo necesitaría hasta que muriera de viejo pues era un enjambre de crespitos apretujados que hubiera sido imposible peinar aunque lo intentaran. Con sus grandes ojos vivaces, en que resaltaba lo blanco de la córnea y su sonrisa dejando entrever sus blanquísimos dientes asomó a la entreabierta puerta e inició el diálogo:
-Buenos días señor, ¿Qué desea?
-Hágame el favor… ¿Está don Pío?
-Sí señor. Haga el favor, pase usted.
Me condujo por un oscuro pasadizo a una pieza que servía de sala donde, en una vieja poltrona, se encontraba sentado el dueño de casa.
-Perdone don Alfredo, que no me pare para recibirlo pero, esta parálisis parcial que tengo, me impide hacerlo… Pase usted y tome asiento…
-Buenos días don Pío… no se moleste le respondí llegando hasta un asiento donde se encontraba e intercambié con él los saludos de rigor.
-Perdone que lo haya molestado -continuó don Pío- pero, después de haber leído en la prensa alguna de sus últimas crónicas, me acordé de un viejo documento que guardo en mi poder y que me fue entregado por mi padre, pocos días antes que muriera, y he creído, que quizás, pueda tener para usted algún interés. Se refiere a algo curioso que le aconteció al hermano de mi padre, mi tío Pedro.
Dicho esto, metió su mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un legajo de papeles amarillentos y carcomidos por las orillas, amarrado con una cintilla con los colores rojo y blanco de la bandera peruana.
Después de haber recorrido, a la ligera, unas cuantas hojas del legajo, me di cuenta de que la escritura era casi ilegible y su redacción casi incoherente, por lo que le pregunté si su padre le había relatado los acontecimientos narrados en él, y como contestara afirmativamente, le rogué que, si no era molestia y los recordaba los repitiera, para facilitar así, el comprender después más fácilmente lo que estaba escrito. Amablemente contestó que no tenía inconveniente hacerlo y comenzó su relato.
-Como usted podrá ver después de lo que ha leído, en él no hay ninguna fecha pero, de haber sucedido, tiene que haber sido un 24 de junio del año 1869, fecha en que falleció mi tío Pedro. También, todo esto, debe haber acontecido en el ranchito en que vivíamos ese año, y que es el que hemos ocupado hasta el año 1900. Estaba ubicado al lado del cementerio antiguo, llamado Cementerio Inglés siguiendo por la calle hoy llamada Baquedano, más o menos por donde está el actual Colectivo del Servicio de Seguro Social.
Cuenta mi padre que, habiendo salido en la mañana temprano a visitar a una señora de nombre Peta, en el barrio de Lumbanga, encontró a su hermano que dormía profundamente sobre unos jergones, después de haber pasado toda la noche bailando en una de las casas del barrio. Mientras mi tío se recuperaba, mi padre se quedó conversando con doña Peta, así se pasó todo el día hasta que cerca de las diez de la noche partieron rumbo a la casa a tiempo para sacar la suerte, como era costumbre de la familia.
Mi padre era viudo, yo su único hijo y Pedro mi tío, su único hermano, éramos toda la familia, fuera de otros parientes lejanos.
Mi tío, por lo que cuenta mi padre, era muy enamorado. Tenía una novia en cada calle del barrio, pero a la que más parecía querer verdaderamente, era una joven y hermosa rubia a quien había criado como hija una señora, muy conocida en el barrio, llamada Bernarda. Esta joven era un lunar blanco en un barrio en que casi todos eran morenos.
Estos amores desagradaban a mi padre porque comprendía que era casi imposible tener una rubia en la familia en que todos éramos morenos. Por otra parte, la rubia parecía no hacer caso de la pasión que sentía mi tío, pues, cuando la reconvenía, ella con su seducción acostumbrada se limitaba a decirle: «Te he dicho que te amo y que mi mano será solamente tuya hasta después de muerta«. Esto a él lo desesperaba pero, como la amaba inmensamente, lo soportaba.
Ocurrió que un día, en la madrugada, se oyó un angustioso grito que salía de la pieza de mi tío. Mi padre acudió presuroso para ver lo que ocurría, y lo encontró sentado en el borde de la cama, mirándose las manos con ojos desmesuradamente abiertos, de los cuales salían abundantes lágrimas. Contó que había soñado con su rubia, su novia, y que la había visto toda vestida de blanco, tan linda como una Virgen y que caminando hacia donde estaba él, le había dicho: “Pedro, vengo a cumplir mi juramento, toma aquí tienes mi mano.” Lleno de alegría tomé sus lindas manos, las estreché y lleve apasionadamente a mis labios y las cubrí de besos y cuando quise besarla a ella… ¡Había desaparecido y en mis manos, solamente estrechaba unos huesos!… ¡Sus lindas manos no tenían carne! ¡Era una mano esquelética!… Y ella también había desaparecido…
A medio día mi padre salió a averiguar qué había sucedido y en todas partes se comentaba acerca del asesinato de la linda rubia. Se ignoraban los motivos y no se sabía quién lo había hecho. Esto afectó enormemente a mi tío, quien desde ese día se dio a la bebida, motivo por el cual, mi padre salía continuamente a buscarlo cuando no llegaba a dormir a la casa, o bien lo acompañaba en sus correrías nocturnas por Lumbanga, para que no le sucediera nada.
En vísperas de San Juan, salió a buscarlo y lo encontró bebido en casa de doña Peta. Esperó a que se recuperara, para luego regresar al rancho para sacar la suerte. Sacar la suerte era un oficio familiar desde antes que muriera mi madre. Unas familias sacaban la suerte, derritiendo plomo y vertiéndolo en agua; otras con papas; otras con hojas de coca pero, nosotros teníamos costumbre de hacerlo con palitos.
En esta forma de sacar la suerte, se cortan tantos palitos como dedos tenemos, diez en total. A las doce de la noche, cada uno se arrodilla frente a la cama, pensando en lo que más desea, tira los palitos, no muy desparramados debajo de ésta, y después rápidamente se mete el brazo debajo de la cama con la mano abierta y se retira, cerrándola con los palitos que sienta bajo de ella. La cantidad de palitos significa, en proporción, la felicidad que le espera durante el año.
Ese día, llegando al rancho esperamos y después nos arrodillamos frente a la cama y tiramos los palitos para después proceder a retirar las manos y rescatar los palitos que teníamos bajo ellas. Mi padre fue el primero que dijo: “Regular… tengo seis”. Mi tío continuó: “Yo creo tener más…” Pero al abrir su mano, al trémulo resplandor de la luz de la vela, vio con horror que en vez de palitos, tenía aprisionada en su mano, una mano esquelética.
Relata mi padre que, cuando mi tío vio esa mano de muerto, gritó: “¡Mi bella y amada rubia me llama!, ahora mismo voy a su encuentro!…”. Y cayó sin sentido. Cuando mi padre corrió en su ayuda, sólo pudo constatar que había muerto. Mi padre sólo atinó a arrebatarle de entre sus manos, la mano muerta y tirarla lejos, e ir a llamar a los vecinos y las comadres del barrio para que lo ayudaran, sin mencionar para nada lo de la mano esquelética, por temor que huyeran de él, por creerlo embrujado y también para ver si se decía entre ellos algo que revelara haber sido una broma pesada, de algún vecino que sabía lo de la promesa que le había hecho la hermosa rubia a su hermano. Los médicos luego constataron que mi tío había muerto de un ataque al corazón.
Mi padre cuenta que tomó la mano, la envolvió en un pañuelo, la puso en un cofrecito de madera, y lo lacró con pez y brea. Cofre que años después me lo entregó, para que solamente lo abriera cuando me diera mucha curiosidad o en vísperas de casarme.
-¿Y el cofre aún lo conserva usted?, pregunté.
-No. Lo quemé hace unos quince años, cuando me iba a casar…
-¿Y la mano qué hizo usted con ella? – insistí.
-Quemé el cofre porque cuando lo abrí y tomé el envoltorio que debía contener la mano y que creía estar palpando a través del pañuelo, al desatarlo ¡no había nada! y me asusté enormemente.
-¿Y, usted qué cree de todo esto don Pío”, inquirí.
-Lo del sueño de mi tío y de la muerte de su novia, creo que es una pura coincidencia…
-¿Y lo de la desaparición de la mano?, insistí.
-No sé. A mí me pareció sentir el peso de ella y tocarla antes de desatar el bultito, contestó un tanto afectado y prosiguió. Mi padre seguramente no escribió esa relación e hizo el envoltorio, con el solo objeto de asustarme y… si lo hizo.
Luego de este relato, me despedí del atormentado don Pío, después de darle las gracias y manifestarle que luego de leer el documento, volveríamos a encontrarnos.
Cuando me recibió nuevamente le dije lo siguiente:
-De todas estas cosas don Pío, uno debe ser lo suficientemente sabio para quedarse con lo positivo de los hechos y alejarlos de su lado oscuro. La historia que usted me ha contado es una historia de amor, no de maldad, ni demoníaca, es de amor. Y con ese mensaje debe usted quedarse para entregárselo y compartirlo con su familia. Así don Pío, usted me ha relatado una hermosa historia de amor entre su tío y su bella amada, y fue tal la fuerza de ese amor que efectivamente la mujer cumplió su juramento…eso es lo esencial.
Don Pío estrechó mi mano y asintió con la cabeza.
Salí al poco rato de su casa y sentí el viento fresco que anuncia el atardecer en la ciudad de Arica. Las nubes de algodón formaban distintas y caprichosas figuras en el cielo teñido de colores naranjos y violeta, de pronto, por un instante, me pareció ver los ojos y el bello rostro de la mujer enamorada.
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Una escritura que atrapa, por los recuerdos de aparecidas, con amores no conjugados, envueltos con el velo desgraciado de la muerte, muy propio de la antigua narrativa latinoamericana, que bebimos en nuestra niñez.