Era la época en que el comercio francés trataba de inundar el mercado de las colonias americanas de cualquier forma, y Arica, era uno de los puertos apetecidos para esta clase de comercio clandestino, por el cual se abastecía toda la zona sur del virreinato del Perú, y en el cual, algunas de las autoridades del puerto se prestaban para esta clase de negocio, que ofrecía grandes utilidades.
En 1720, era alcalde de Arica, don Luis Martín Carrasco, morocho bien apuesto y de agrio aspecto, pero, muy apreciado y respetado por todos y, en especial, por la gente de mar y por casi todos los trajineros de la comarca.
Estos frecuentaban su hacienda, en el valle de Lluta, donde llevaban sus recuas de mulas, en demanda de buenos pastos para sus cansados animales que frecuentemente llegaban agotados de sus largos viajes.
Don Luis, tenía fama de valiente y de no temerle «ni al mismo diablo«, muchos rumoreaban que lo habían visto transitar, a altas horas de la noche, por el angosto sendero que iba desde la bahía de Arica, serpenteando el Morro, hasta la ensenada la Chacota (actual balneario La Lisera), lo que era visto por la gente del pueblo, como una gran proeza, por tener dicho lugar, fama de ser un camino embrujado y tenebroso para transitarlo a altas horas de la noche. Mal que mal al pasar bajo el Morro de Arica hacia el sur, había que cruzar inevitablemente por la Cueva del Diablo.
El alcalde Luis Martín, vivía en la casona de su hacienda, a la entrada del valle de Lluta, donde se menudeaban las visitas de las más encumbradas familias del puerto y, en especial las que tenían hijas casaderas, pues don Luis era el de los que podía llamarse «un buen partido» y, también, por tener su fama de galante y querendón con las madres de sus pretendientes a quienes, frecuentemente les hacía regalos consistentes en riquísimas prendas femeninas con miriñaques -prenda interior femenina de tela rígida o muy almidonada, a veces, con aros de metal con que las mujeres se ahuecaban las faldas-, cosméticos y otras chucherías muy escasas en el puerto y, que él decía encargar a unos ricos parientes que tenía en Lima. Además de estas cualidades había que agregarle el de ser buen bebedor; diestro en el manejo de la baraja, hábil galanteador y mejor en el arte de la defensa propia. De esto último, había dado pruebas afrontando querellas, con padres y pretendientes celosos, en todas las cuales, siempre, había tenido la fortuna de salir airoso.
Sin embargo, a pesar de todo esto, el afortunado galán, tenía personas enemigas, y éstas, las tenía entre las jóvenes que ya habían pasado a retaguardia por los años, quiénes con mal disimulada envidia al verlo pasar, murmuraban con cierta amargura: «Ahí va el sustentador de querellas”; “cuba ambulante de vino”, “descomponedor de doncellas». Y otros epítetos.
Pero, a pesar de todo, esto no era impedimento para que, cuando el alcalde pasaba cerca de ellas no suspiraran y le regalaran una sonrisa prometedora y plena de esperanzas.
La más alta autoridad del repartimiento, el señor Corregidor, lo tenía en mucha estima porque, cuando se trataba de la defensa del puerto, por amago de piratas, él, en primera fila se ofrecía a hacerlo con su gente, sin menoscabo para la Hacienda Real, encontrándose siempre listo cuando ocasionalmente asomaba una vela de algún buque corsario, como ocurrió en 1721 cuando Chipperton ancló en la rada de Arica, exigiendo «puerto y bastimento» en tono imperativo, lo que, le fue rotundamente negado por el Corregidor ariqueño, don Juan Antonio de Mena, caballero de la Orden de Santiago, todo de lo cual existen documentos en el viejo archivo, como lo asevera don Alfredo Raiteri Cortez en sus crónicas ariqueñas..
La negativa de este Corregidor ariqueño, enfureció a Chipperton quien dirigió sus cañones hacia el puerto y lo bombardeó durante dos días, sin lograr la rendición de la plaza ni conseguir «puerto ni bastimento».
En ésta, como en otras oportunidades, también le cupo la defensa de la ensenada La Chacota, al alcalde Luis Martín Carrasco, quién acudió con su segundo, el zapatero Felipe García.
Según la historia ariqueña, viendo Chipperton que el puerto no se rendía abandonó la rada ariqueña emprendiendo viaje hacia el Norte.
Había pasado ya algún tiempo, mejor dicho, había pasado seis meses de los acontecimientos cuando comenzaron a oírse rumores, en el sentido que, el alcalde Martín en vez de defender el puerto, había hecho propaganda en el sentido que debía dejar desembarcarse a los de Chipperton sin prestarle resistencia. Y lo grave de estos rumores era que quien los propagaba, era nada menos, que el segundo del alcalde, el zapatero Felipe García.
Como en toda clase de rumores no confirmados, había quiénes les daban crédito y quiénes los negaban a pie juntillas, y finalmente llegaron a oídos del alcalde.
Un buen día, en una reunión de gente de mar y de arrieros donde se escanciaba, en abundancia, el rico vino del valle de Chaca, en la conversación se tocó el punto sobre los rumores que corrían respecto al alcalde y su actuación.
Como hemos dicho, las opiniones estaban divididas y el ambiente, en esta reunión ya estaba caldeado. Faltaba muy poco para que todo se convirtiera en una reyerta cuando asomó la figura del zapatero en la puerta del negocio y al verlo, casi todos en coro dijeron:
- ¡Aquí está el hombre!, y sin más, lo invitaron a entrar y a beber y procedieron a interrogarlo.
Este, dándose cuenta del impacto que había provocado, se posesionó en una silla como un gran personaje y tomando aires de importancia que creía merecer, se limitaba a sonreír, beber y decir maliciosamente: «¡Si este gallo cantara! ¡Qué cosas se sabrían!”
Era como la cuarta o quinta vez que el zapatero ya había repetido este estribillo cuando se asomó a la puerta la corpulenta figura del alcalde ariqueño que, seguramente, había oído lo dicho por el zapatero.
Entró calmadamente, saludó a la concurrencia y parándose frente a su segundo, se sonrió maliciosamente, se remangó las mangas de su casaca como quien va a emprender un trabajo y, sin más, le propinó tal paliza que el zapatero rodó por el suelo cayendo semi aturdido.
Cuando consideró terminado su trabajo, le propinó al zapatero, dos puntapiés, en las partes más redondas y carnosas, donde el espinazo pierde su nombre y mirando a la concurrencia, calmadamente, desdobló las mangas de su casaca, se frotó las manos y dijo como una advertencia:
«Ya este gallo no canta, se le secó la garganta«.
Y dirigiéndose a la concurrencia continuó:
«¿No es verdad que para cantar hay que tener buena la garganta?«. Ante tal salida, todos rieron a carcajadas.
El alcalde hizo escanciar más vino para los concurrentes y después de beberlo en su compañía, mirando el cuerpo del zapatero que aún permanecía en el suelo, les dijo:
«Recuérdenle a mi segundo, que no se olvide, que «en boca cerrada no entran moscas«. Y salió en medio de las risas de la concurrencia.
El dolorido zapatero trató de levantarse solo entremedio de sus quejidos, pero todos se apresuraron a ayudarlo y sentarlo en la primera silla que encontraron. La cara del pobre, estaba llena de cardenales de color azulado y de sus anchas fosas nasales corría aún un hilillo de sangre que él se limpiaba con el antebrazo.
Uno de los contertulios le alcanzó una copa de vino que bebió rápida y ansiosamente y como continuaran haciéndole bromas, éste dijo les gangosamente:
«¡Paciencia, García! Este gallo ya cantará, y entonces, a más de alguno le pesará. Ya cantará García…» Se paró de su asiento y salió rengueando en medio de las sonoras risotadas de arrieros y marineros.
Algunas semanas después se comentaba el denuncio de un gran contrabando, encontrado en las playas de la ensenada La Chacota.
Después de efectuados todos los trámites de rigor, vía Tacna, las mercaderías fueron enviadas a Lima para su remate.
Del producto se entregaron, al denunciante secreto, la suma de 7.253 pesos lo que en esos tiempos era equivalente a unos 40 sueldos vitales de hoy.
Meses después el alcalde fue en viaje de salud a Buenos Aires, por recomendación del Corregidor.
El zapatero Felipe García dejaba la profesión de zapatero para casarse con una de las más hermosas criollas del puerto, que las malas lenguas adjudicaban como la novia del alcalde Martín Carrasco.
También comentaban, jocosamente, que el alcalde había recibido, en Buenos Aires, una invitación para el matrimonio del zapatero.
Aunque nada dice el archivo ariqueño de lo que aquí ocurrió no pecamos en asegurar que: ¡Había cantado el zapatero García!
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Gracias Herman por tan entretenida historia. Me encantó. Un abrazo gigante para ti y deseando que pases una linda navidad junto a tus seres queridos