“El conde”: la historia de un vampiro edulcorado

por Tomás Vio Alliende

El cineasta Pablo Larraín realiza una sátira en blanco negro sobre el dictador Augusto Pinochet como un vampiro de 250 años que quiere morir.

“Los vampiros tienen suerte, porque pueden chuparle la sangre a otros y así se alimentan. Nosotros no podemos, nosotros tenemos que alimentarnos de nosotros mismos”, eso se lo dice una prostituta muy drogada a Harvey Keitel en la película “Un maldito policía” (1992) de Abel Ferrara. El ambiente es desolador, Keitel, en trance, interpreta a un policía drogadicto y corrupto al borde del colapso. Y se nota.  Quizás el cineasta Pablo Larraín (1976) podría haber rescatado algo del discurso de Ferrara para armar su sátira “El conde” (2023), una película chilena hecha para los festivales internacionales que cuenta la historia del dictador Augusto Pinochet (Jaime Vadell), a quien muestra como un vampiro de 250 años que quiere morir y es visitado por sus hijos, quienes sólo ansían rescatar la fortuna saqueada por su padre. 

Para hacer la película exportable, Larraín traslada la morada de este singular conde a la Patagonia chilena, específicamente a una casona gigantesca y semi destruida. Si bien hay que resaltar que la fotografía en blanco y negro (para que no se vea la sangre) y las actuaciones de un elenco de actores de teleseries están dentro de lo correcto, el guion, elaborado por el mismo Larraín y Guillermo Calderón, a pesar de haber sido premiado en el último festival de cine de Venecia, es demasiado flojo, con muy pocos matices. La historia muestra a un Pinochet edulcorado, suavizado, un vampiro preocupado del qué dirán porque lo han tildado de ladrón, más allá de su reputación del sangriento asesino que alguna vez dijo “en este país no se mueve ninguna hoja sin que yo lo sepa”.

Tengo poco más de 50 años. Desde que nací he presenciado la figura de Pinochet en todas sus formas y manifestaciones. He sido espectador y víctima, como muchas personas, de todo lo que hizo. Me tocó vivir de cerca el exilio, cuando volví a Chile tuve compañeros de curso cuyos padres eran detenidos desaparecidos. He conocido y me ha tocado escuchar el testimonio de personas que estuvieron presas, algunas de ellas torturadas y violadas por militares y perros; he tenido que ocultar mi opinión política para no perder trabajos; he tenido que trabajar gratis para poder escribir sobre lo que realmente pienso porque la balanza casi siempre se inclina hacia un solo lado. Son muchas las cosas que me han pasado y que de verdad no se comparan al verdadero sufrimiento de personas que lo han perdido todo por la dictadura de Pinochet. Entonces, cuando uno ve películas como “El conde” que se presentan como una sátira con argumentos absurdos, no queda más que comentar y remarcar el descontento. 

A todas luces se nota que Larraín está siempre mirando al vampiro Pinochet desde la otra vereda, con una visión extranjera y comercial que muestra un monstruo muy liviano, que vuela por los aires como si estuviera en un video juego para arrancar corazones humanos que después refrigera y consume licuados en una juguera. El discurso termina siendo tan obvio que la película ni siquiera saca risas o se puede comparar con clásicos del género de vampiros o con una cinta de Wes Anderson como lo han mencionado algunos comentaristas de cine. El filme podría tratarse de una excentricidad, una voladura del director. El placer de darse un gustito con el general. Tal como lo dice la prostituta de “Un maldito policía” al no ser vampiros “tenemos que alimentamos de nosotros mismos”, por eso la figura de Pinochet aparece retratada en la cinta de una manera insípida, deslavada. El verdadero chupa sangre en el que se inspira fue mucho más violento, atroz y desmedido.

No puedo terminar este texto sin plantearle un desafío a Larraín como cineasta de nivel internacional, con producciones en Estados Unidos y con una larga lista de filmes que retratan el Chile de la dictadura desde su punto de vista. Me gustaría que se atreviera a hacer un drama con lo que sucedió en Colonia Dignidad, que asumiera en su puesta en escena el tono criminal que tuvieron las atrocidades y abusos perpetrados por el “tío permanente” Paul Schäfer y su círculo de poder. ¿Qué pasó con sus defensores y amigos? Sería interesante la apuesta.

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