(A la memoria del reportero gráfico Alejandro Basualto Núñez)
Recuerdo que el corresponsal era lejano descendiente da alemanes, pero todo se le ajustaba como si recién viniera llegando, por ejemplo, de Dusseldorf, aunque era nacido, criado y vivido siempre en Valdivia. En la estación de Ferrocarriles de esa ciudad nos esperaba de madrugada a la llegada del tren en pleno invierno, donde viajábamos con el viejo reportero gráfico Alejandro Basualto, como enviados especiales. Era pleno invierno.
Íbamos a reportear el crimen ocurrido en una localidad aledaña. En esos tiempos, década del sesenta del siglo pasado, resultaba imposible trasladarse grandes distancias en pocas horas. La idea era que el corresponsal nos tuviera facilitada la continuidad de viaje hacia el lugar de los hechos, con la mayor celeridad posible.
Se sospechaba de carabineros y eso en el país era, entonces, inmensamente novedoso.
– Vamos primero a desayunar, dijo el corresponsal, mientras nos recibía en el andén.
Tras un corto trayecto en su camioneta, llegamos a su casa con perfecto jardín cuadriculado, de estilo alemán. Mientras entrábamos, dos rubicundos niños quinceañeros se iban a la escuela y saludaron, adormilados. Nos recibió, con sonrisa de dueña de casa provinciana con invitados a quienes demostrarle las dotes de cocinera, su esposa.
– Buenos días, la mesa está servida.
Lo dijo uniendo el saludo y la invitación en la misma frase.
Había de todo en la mesa: dos kúchenes de manzana con peras y frambuesas, masas dulces rellenas con frutas confitadas, galletitas multicolores de Navidad, pero era agosto, gruesos panes de molde recién salidos del horno humeantes, sandwiches de carnes de cerdo en hallullas amasadas y grandes tazones para el café con leche. Un enorme trozo de queso que parecía inmensamente mantecoso descansaba sobre una tabla de buena madera. Gruesas lonjas de jamón, mantequilla y mermeladas esperaban, como si tuvieran paciencia.
– Primero, la fruta recién cortada y el jugo fresco de naranjas, ustedes vienen con sed, sentenció la mujer al sentarnos a la mesa.
Ella también se sentó, depositando sobre el mantel floreado una gran paila de, quizás, una docena de huevos revueltos. Amanecía en el jardín y goterones de lluvia nocturna caían, cansadas de la noche, por el frente del ventanal con sus cortinas de tul abiertas a medias. El corresponsal dueño de casa sonreía satisfecho con sus invitados recién llegados.
El segundo tazón de café con leche llegó aún más caliente y sin aviso. El corresponsal se ausentó de la mesa e, instantes después, regresó con una botella de aguardiente. Para el café, dijo. A Basualto y a mí, joven reportero entrando en el mundo del periodismo, nos pareció novedoso pero inobjetable. Conversamos sobre realidades de la ciudad, algunos recuerdos de colegas y amigos comunes. Se sintió el golpeteo del diario local lanzado a la terraza y el dueño de casa salió y volvió con él.
La primera página decía que los carabineros seguían siendo sospechosos.
La dueña de casa dejó la mesa, pero regresó en breve, trayendo más panes amasados y lonjas de jamón, que se habían acabado. Comenzó a llover intensamente. El corresponsal sirvió más aguardiente, sin café esta vez. La conversación derivó hacia otros temas, porque había que esperar. Ya no alcanzábamos el bus de la mañana hacia el lago Ranco cercano a la escena del crimen y el próximo comenzaba su viaje de itinerario a las tres de la tarde. Dependía de la lluvia, también. Seguíamos sentados en la gruesa mesa de madera natural anclada en el centro del comedor y, de vez en cuando, alguno de los tres hombres nos preparábamos otro emparedado con el pan amasado.
A media mañana la dueña de casa retiró la panera y de inmediato puso otra, con más pan caliente recién salido del horno.
– Sírvanse, dijo.
El corresponsal, como siguiendo un ritual establecido, sirvió otra copa de aguardiente. De repente se retiró de la mesa para sentarse en una antigua mecedora también de madera natural. Lo hizo con el ademán preciso de quien va a contar algo importante:
– “Quizás sean ellos, los conozco. Son un sargento y un carabinero raso. Son antiguos allá, hay un retén. Es una localidad muy pobre, hay mucha cesantía y alcoholismo. Allá nadie trabaja. Crían ganado, apenas. El asesinado había recién vendido dos vacas de las cinco que tenía y no soltaba el dinero de la venta. Lo guardaba en sus bolsillos. Encontraron su cuerpo entre las zarzamoras de la quebrada que da al río. Cuando registraron los bolsillos en la ropa del cadáver, nada encontraron. Y nadie tampoco dice nada, por supuesto. El sargento cumplió funciones antes acá, lo enviaron a esa localidad, algo convenido con él para alejarlo. Investigué, pero no pude publicar, ustedes saben cómo son las cosas, a veces. La vida en provincia es tan distinta”.
Tomó el diario del día y, mostrando la portada que informaba sobre los sospechosos, comentó como hablándole al aire:
“Ojalá tiendan a cambiar las cosas, acá se vive una mezcla diabólica de miseria humana”.
Días después y quizás para siempre yo recordaría esa frase lanzada al aire.
Luciendo un delantal distinto y recién peinada entró al comedor la dueña de casa. Traía una humeante fuente de color blanco con escudos germanos a cada lado, que depositó en el centro de la mesa.
– “Pasen, ya es casi mediodía”, dijo.
Era una gruesa sopa de verduras, con papas por mitades y trozos de carne de vacuno cortados como en el ajiaco, pero más pequeños. El corresponsal se levantó de su mecedora de tinte alemán y acercó tres firmes tazones blancos también con escudos germanos que hacían juego con la fuente. Colocó tres cucharas, tres servilletas, tres copas y un pequeño florero de loza, con una fresca rosa roja. Sirvió vino desde un elegantísimo decantador de cristal que, lo dijo con orgullo, había sido de sus abuelos. Agregó que eran otros tiempos, con una total falta de originalidad o quizás refiriéndose a que entonces, en esos tiempos idos, los carabineros no mataban personas.
– Sería bueno que ustedes fueran a reportear para que se sepa en Santiago como son las cosas por acá, dijo el corresponsal.
Pensé que precisamente era esa su propia función reporteril. pero guardé un silencio respetuoso, aunque me quedé pensando en lo agradable de trabajar desde el hogar y con una esposa tan solícita.
El dueño de casa encendió la radio y buscó noticias en el dial. Luego, sonó un teléfono y se ausentó a responder. Nada se escuchó en la emisora sobre el caso policial que nos interesaba. O que, al menos, debía seguir interesándonos, sin que cayéramos vencidos por la comodidad de ser visitas tan bien recibidas.
Un antiguo reloj “cucú”, que parecía muy valioso con su típica forma de casita para pájaros, abrió su puertecilla. Sonó una campanada larga y otra corta.
– Alcanzan a almorzar”, dijo el corresponsal, sirviendo otra copa de vino con el fino decantador.
– “El reloj es herencia de Ingrid”, expresó con orgullo.
Recién en ese instante me percaté de que en las horas previas de la mañana no había averiguado el nombre de la dueña de casa cuya función principal parecía ser, a esas alturas, inmovilizarnos por la vía de las delicias del comer. En la mesa permanecían los tres tazones germanos y la fuente, ya vacía. Ella reapareció desde la cocina y preguntó, sin dirigirse a nadie en especial:
– ¿Les gusta el estofado? No se molesten, no se paren. Solamente voy a poner la mesa.
Insospechadamente, se me había abierto el apetito y creo que a Basualto también. Le respondí que sí, con confianza. Que me gustaba el estofado. Cuando me dijo que la servía con berenjenas fritas, miré la hora y pensé si el bus de las tres de la tarde partiría efectivamente a esa hora. El reloj “cucú” dormía plácidamente. Acerqué mi copa de vino.
Todo fue alemán, de ahí en adelante. Los individuales, finamente bordados. La cuchillería, de plata y mangos fuertes. El plato de acompañamiento, con el mismo escudo germano. Las servilletas, blanquísimas y con sus ribetes del color de los escudos. La alcuza, de madera natural como la mesa y la mecedora, se veía atiborrada de especias y otros productos de la zona valdiviana. Ingrid puso al centro una fuentecilla con pequeñas sopaipillas, muy calientes.
– El estofado ya casi está, dijo.
El corresponsal corrió el dial de la radio simulando buscar música, se ausentó un par de minutos y luego se sentó a la mesa. En tono de leve severidad no demostrada hasta el momento, dijo con certeza que me pareció excesiva:
– Va a llover muy fuerte, en cualquier instante. Acá los caminos son barrosos. Intransitables.
Luego tomó la fuente de las sopaipillas y, mecánicamente, expresó:
– Sírvanse.
Rellenó, también, las copas de vino. Alzó la suya, dijo ¡Salud! y en su rostro me pareció notar un cierto desahogo, como el de la calma por la claridad de un deber cumplido tras una suerte de ansiedad. De improviso, salió del comedor.
Basualto y yo nos empezamos a desesperar. Cuando la señora Ingrid trajo la fuente del estofado, que se veía sumamente apetitoso, ambos miramos nuestros respectivos relojes. Faltaban cuarenta y cinco minutos para las tres de la tarde. La mujer sirvió, con parsimoniosa técnica. Su plato fue el último, una porción más pequeña.
– Estoy a dieta, confidenció.
Y, por primera vez en el día, se sentó dispuesta a integrarse a la mesa para conversar calmadamente. Comenzó a revisar uno a uno los pétalos de la rosa roja, que miraba con despreocupación.
El estofado estaba riquísimo y, cuando regresó, el corresponsal rellenó el decantador de cristal. Tal como lo había anunciado, comenzó a llover de una manera tan definitiva que para Basualto y yo, además de preocupante por el bus, fue una notoria sorpresa. Al ver nuestros rostros de reporteros frustrados, señaló que todo iba a estar bien.
Ella estuvo de acuerdo.
– Repítanse el guiso, señaló el dueño de casa.
Pareció una orden. Y sirvió más vino.
Estábamos a punto de dejar los platos vacíos cuando tocaron a la puerta y el dueño de casa se paró de la mesa, sin demostrar sorpresa. Al abrir, bajo la lluvia había dos hombres de seria apariencia. El primero que entró, enfundado en un grueso chaquetón gris con capucha, lo hizo como si todo le fuera familiar y, cuando el corresponsal nos presentó, su saludo fue como si ya nos conociéramos. El segundo, de impermeable negro y sombrero alón, fue más amable. Ambos dejaron sus atuendos mojados en un sillón.
Ingrid retiró los platos. Volvió con otros, que distribuyó entre todos los presentes. Sin demora, puso en la mesa una gigantesca tarta de manzanas y un jarro.
– Es crema natural, aclaró.
– ¿Así que están de viaje? Venir al sur con este clima no es recomendable. ¿Hace cuánto tiempo trabajan en el diario?, preguntó el hombre del chaquetón gris.
Intenté contestar que yo recién me iniciaba en el Periodismo, pero noté que mi respuesta no era de su interés. El corresponsal se paró en silencio y regresó casi de inmediato con una botella y cinco pequeñas copas de cristal. Sirvió, en silencio, un licor de color oscuro.
– Receta alemana, dijo.
– Se bebe de un tirón, añadió.
– ¿Cuántos años, entonces?, insistió el visitante. Antes de responderle, se explayó en que Valdivia había crecido mucho. El problema son los caminos. Y cambió nuevamente de tema.
El corresponsal rellenó las copas.
Vagamente, recuerdo haber comido tres trozos de la tarta y comentado que la crema era deliciosa. Vagamente también, recuerdo que antes de partir ya entrada la noche a la estación de Ferrocarriles para tomar el tren a Santiago Ingrid sirvió, en las fuentes blancas con escudos germanos, de la misma sopa tipo ajiaco que habíamos probado en la mañana. Me pareció que ya las visitas se habían retirado. Al momento de la despedida, nos entregó una bolsa de lanilla y me pareció que decía:
– Para el viaje de regreso.
Bajo la lluvia interminable, ingresamos a la estación. Daba la impresión de ser medianoche cuando nos despedimos en el andén solitario. No tuve noción de la compra de pasajes. Basualto y yo despertamos a la altura de Los Ángeles. Sorprendidos. Estaba amaneciendo, en medio de una bruma profunda. Seguimos silenciosos, salvo que, de repente, mi colega reportero gráfico señaló:
– Recuerda que tenemos los sándwiches, busquemos un café caliente.
Cuando más o menos al atardecer llegué al diario, la información sobre el crimen del lago Ranco ocupaba el segundo titular de la portada:
Carabineros son inocentes. Hay autor confeso.
Se agregaba una bien documentada crónica sobre los detalles de lo acontecido policialmente en las últimas horas. La firmaba, orgullosamente con sus dos apellidos alemanes, el corresponsal.
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Que termendo texto Federico. Nunca saberé el nivel de ficción que alcanza, en todo caso me pareció notable y me dejó con un hambre de pasdre y señor nuestro. FELICITACIONES FEDERICO