De todos los desafíos de la segunda Convención Constitucional el más punzante y cargado de consecuencias es el de la profundidad del reconocimiento de los pueblos originarios. Vale dejar asentado que este no es un conflicto que pase entre mapuches y chilenos sino que transita, con líneas curvas y sinuosas, por el medio de la cultura mapuche mientras atraviesa como una zanja intratable el diseño institucional de Chile.
El modo sencillo de abordarlo y de postergar los retos históricos que se envuelven en este desafío, es mencionar a los pueblos originarios en la Constitución, garantizar genéricamente el derecho a su cultura y entregarles un número inocuo de representantes en el parlamento. Paralelamente, se acelera y se incrementa la entrega de tierras a las comunidades y se les ofrecen los beneficios de una bancarización blanda que favorezca su prosperidad.
De todos los desafíos de la segunda Convención Constitucional el más punzante y cargado de consecuencias es el de la profundidad del reconocimiento de los pueblos originarios. Vale dejar asentado que este no es un conflicto que pase entre mapuches y chilenos sino que transita, con líneas curvas y sinuosas, por el medio de la cultura mapuche mientras atraviesa como una zanja intratable el diseño institucional de Chile.
Esta política es una continuación de los esfuerzos integradores y asistencialistas del Estado, con la adición no menor del reconocimiento constitucional y de una cuota de representación reservada. Estos dos agregados son el fruto del éxito de la primera Convención y de las revueltas de los marginales desde antes y durante la pandemia.
De la primera a la segunda Convención

El piso desde el cual se inicia la consideración de esta materia en la segunda Convención está varios peldaños por encima de las políticas de exclusión y de simple asimilación que dominan nuestro escenario institucional hasta ahora.
Lo que sigue, es la confrontación de las dos inclinaciones éticas que están en la base binaria de la política. Deshacerse de la polaridad de izquierda y derecha es menos fácil de lo que se cree.
La derecha es progresista, impasible y contraria a los derechos comunitarios.
Para la derecha, el respeto consiste en escuchar a los pobres y responder a su marginalidad y a sus carencias en la medida de lo posible. Lo posible no es el problema de este esquema. El problema es la escucha. Para darse a escuchar, los indígenas tienen que expresarse en el idioma del que graciosamente se ha dispuesto a escucharlos. Hablar el idioma no es solo un asunto de lenguaje, implica también un código de buenas maneras y una capacidad para formular sus problemas en términos tales que puedan encontrar una solución en las instituciones a las que apelan. La medida de la escucha al otro cumple con el mandato apostólico de amar a los semejantes. Desde esta mirada, el deseo indígena de regresar a una economía artesanal y de sustraerse al mercado y a la tecnología, solo puede ser aceptada con reticencia y ojalá en el marco de un turismo antropológico que proteja los modos de vida ancestrales a cambio de exhibirlos para el goce de los ciudadanos.
La izquierda es progresista, compasiva y comunitaria.
Para una ética de izquierda, la relación con el otro no se da en términos de escucha sino en términos de respeto a la dignidad del otro. La ética igualitaria se propone respetar al otro en cuanto otro, diferente e irreductible a uno, a ella. La que invita al diálogo y la que escucha acepta despojarse de todo privilegio y recibe al otro como si estuviera en su casa. En el caso de los grupos indígenas, la izquierda entiende que la asimilación es un abuso de fuerza.
En el caso extremo en el que nos movemos, si un grupo indígena quiere retornar a lo que considera son sus raíces y desea entonces sustraerse a la economía moderna y eventualmente a las leyes del Estado con el cuál negocia su autonomía, la ética del otro se encontrará desarmada ante sus exigencias. Es lo que pasó en la Convención. Los políticos de izquierda se convierten en rehenes de los que llegaron como invitados a la institución política que es su casa[1]. La ética del otro necesita ser balanceada por un amor propio que valore la autonomía y la dignidad de la política no en contra sino en conjunto con la valoración de la autonomía y la participación política de los movimientos sociales.
Para la derecha y la ética circunscrita al semejante, todas las opciones que se resisten a la asimilación y que insisten en una diferencia entre mapuches y chilenos son incomprensibles. El huaso no es solidario con el indio. Al contrario, se considera su vencedor y apela a las fuerzas de mercado -que lo redujeron simétricamente a la nostalgia turística del canterito de greda y de la trilla a yegua suelta- para hacer valer su superioridad patética y arcaica.
Vivimos en una falla ética que preferimos ignorar.

En la vieja lógica económica en la que habitamos todavía, la homogeneidad social es más eficiente que la heterogeneidad, incluso en su versión atenuada de valoración de la diversidad. En la imaginación de un progreso inclusivo solo hemos podido llegar hasta una fusión socialdemócrata que está lejos de resolver los conflictos planteados por lo otro, marginal voluntario, inasimilable y ralentizador de la actividad económica.
Ya no podemos afirmarnos en una fe ciega en el progreso. No porque el crecimiento económico esté en crisis sino porque, en la versión barata que nos ha tocado, se generan efectos indeseables de marginalidad, de destrucción del medio ambiente, de autoritarismo y de erosión de la calidad de vida de la población. Tampoco podemos descansar en la creencia de que un actor social como el empresariado o ‘los trabajadores’ nos emancipará de nuestras amarras históricas. La burguesía no era la clase innovadora y democrática que prometía ser y la clase obrera no era el relevo liberador y dinamizador que algunos imaginaron que sería.
El asunto no se resuelve en el Estado que sustituiría a los actores sociales incompetentes. Al contrario, las instituciones políticas, sin renunciar a su ámbito propio, están desafiadas a abrir espacios de existencia política para las fuerzas sociales que no han sido protagonistas en nuestras ideas de la historia; el campesinado, los pueblos indígenas, los trabajadores informales, las pymes de todos los tamaños, los inmigrantes, los viejos, los consumidores y las mujeres. En todos ellos habita una diversidad radical que es la chispa de la apertura a un futuro que tiene riesgos pero que es la única alternativa a la acumulación permanente de basura política sin tratar.
De este dilema no se sale con un empate.
Incorporar a cada uno de estos sectores originarios en una historia común supone la invención de una nueva prudencia basada en la ética de la diversidad. Si se impone el tono sobre dramatizado de una derecha que llama a la lucha por la sobrevivencia de una chilenidad inmaculada, nos quedaremos atrapados en la pesadilla que vivimos hoy en la Araucanía. Si, al contrario, impera el respeto a las diferencias y el buen humor de una negociación todo lo honesta que podamos concebir, tal vez, se nos permita abrigar una leve esperanza en el futuro político del país.
[1] Ver, Emanuel Levinas, Humanismo del otro hombre. Sloterdijk, en cambio, en Ira y Tiempo, encuentra ridícula la proposición del amor a otro que no es semejante a uno.