Ángela Jeria emprendió su último viaje. Como tantos quedé con una última conversación pendiente. En medio de la extendida cuarentena y sus limitaciones las despedidas son aún más ingratas, con la excepción de los impresentables privilegios abusados por el actual mandatario. El silencio gana espacios, pero no el olvido ni la memoria. Cuando se multiplican las sentidas palabras para resaltar lo que dejó y proyectó como mujer de intensas vivencias Ángela Jeria, opto por recuperar un hito muy marcador en su historia personal, familiar y de miles de chilenos. Recurro entonces a lo escrito en fragmentos del libro “Disparen a la Bandada” /Crónica secreta de los crímenes en la FACH / de mi autoría, que contó con la generosa colaboración de Ángela, como de decenas de oficiales, suboficiales y uniformados de la Fuerza Aérea que enfrentaron con valentía y dignidad la criminal represión y torturas aplicadas cobardemente por sus propios camaradas de armas bajo las órdenes del general Gustavo Leigh.
Del capítulo: “Vestía blue jeans, chalas y una polera desteñida”
Casi tres meses había durado la permanencia del general Bachelet en la cárcel.
Sus conmocionados compañeros de prisión lo despidieron con inmensa congoja. El general Orlando Gutiérrez – Fiscal de Aviación, fue el máximo responsable, siguiendo instrucciones del general Leigh, de la detención, interrogatorios y tortura de sus camaradas de armas inculpados en el Consejo de Guerra, caratulado “Contra Bachelet y Otros” – había tenido razón: Bachelet no llegaría al Consejo de Guerra. Moriría antes.
El viejo poema que Ángela Jeria le había entregado al general en una de sus últimas visitas cobraba plena vigencia:
Tengo el alma, Señor adolorida
Por unas penas que no tienen nombre
Y no me culpe, no, porque te pida
Otra patria, otro siglo y otros nombres
Que aquel lugar con que soñé no existe
Con mi país de promisión no acierto
Mis tiempos son los de la vieja Roma
Y mis hermanos como la Grecia han muerto.
Ese martes 12 de marzo de 1974 le correspondía a Ángela Jeria llevar los paquetes familiares a los detenidos en la celda N°12. Y era también el ansiado momento para que Alberto le contara lo sucedido durante su último interrogatorio en la AGA (Academia de Guerra Aérea).
Pero un llamado telefónico la puso al tanto de la muerte de su marido.
El turno de los paquetes lo tomó su vecina, y esposa del coronel Ominami, Edith Pascual.
Ángela partió raudamente a buscar a su hija Michelle a la Escuela de Medicina – ubicada en Avenida Independencia, al lado del Hospital José Joaquín Aguirre – para emprender el más penoso de los viajes: la ruta hacia el encuentro del esposo y padre muerto.
Ángela intentó comunicarse con el juez de Aviación, José Berdichevsky:
-Por Dios …Beto se puso a jugar basquetbol y le vino el ataque…fue lo único que atinó a decir.
Ella le pidió autorización para ver a su marido, que ya se encontraba en la morgue.
En ese recinto Ángela y Michelle Bachelet lo besaron por última vez. El general vestía blue jeans, chalas y una polera desteñida.
Las mujeres, acompañadas por el general en retiro Osvaldo Croquevielle, iniciaron las gestiones para su entierro.
Croquevielle, cuñado de Ángela, intentó que fuera velado en la Masonería, lo que fue negado por la Orden. Después acudió a la Capilla General Castrense, donde tampoco quisieron recibir el cuerpo del general Bachelet. Cuando Croquevielle amenazó con dejar el ataúd en la vereda, le permitieron ingresarlo a una pequeña sala. Al lugar llegaron grupos de masones y tres oficiales de finanzas de la FACH hicieron una guardia.
El funeral se realizó en el Cementerio General y los restos de Alberto Bachelet fueron cremados.
Llegó una gran cantidad de gente a un acto muy riesgoso: significaba comprometerse con una víctima de la dictadura.
Cuatro jóvenes, entre ellos un compañero de Michelle, montaron una guardia de honor y cantaron la canción nacional con el puño en alto. Las mujeres de los presos de Dawson, isla en que se encontraban confinados ministros y dirigentes del Gobierno de Allende, cubrieron el ataúd con una bandera chilena y tiraron el carro mortuorio sin permitir que los uniformados, que cumplían con el deber de estar presentes, tocaran el cajón. Ángela dijo unas sentidas palabras cuestionando severamente la conducta moral de la FACH y de la Masonería.
Esta tarde la casa de la familia Bachelet Jeria se rodeó de amigos y amigas, como no había sucedido desde antes del golpe militar.
Por el intervenido teléfono la esposa del genera escuchó, como una horrenda burla, el sonido de la melodía “Libre” de Nino Bravo, que la Junta Militar intentaba transformar en su himno. Pero no todos los llamados fueron agresivos. Desde un lugar público, que la mujer identificó como una fuente de soda, Ángela escuchó la voz del coronel de sanidad Jefferson Alvarado:
- Perdona lo cobarde, pero no me atrevo a visitarte – le dijo el apremiado oficial, cuya mujer trabajaba en la Caja de Empleados Particulares y estaba cuestionada por las autoridades militares debido a su militancia en el Partido Radical.
A esa hora, en la celda N°12 reinaba el silencio.
No había palabras para expresar el profundo dolor que los embargaba. La palabra y el entusiasmo para vivir se habían ido con Alberto Bachelet.
Solas
Ángela Jeria y Michelle Bachelet terminaron sus estudios en la Universidad de Chile a fines de 1974. La madre en Antropología y la hija en Medicina.
Ángela Jeria y Michelle Bachelet terminaron sus estudios en la Universidad de Chile a fines de 1974.
Tras la muerte del general, el compromiso de ambas en la defensa de los derechos humanos se hizo más activo. Ángela concentró su preocupación en la suerte de los camaradas de armas de su esposo, que pocas semanas después enfrentaron el difícil trance del Consejo de Guerra de mayor envergadura realizado por el régimen militar y publicitado, en medio de la censura imperante, por los grandes medios adictos a la dictadura.
Michelle, a sus 23 años, continuaba militando en la Juventud Socialista. Eran los tiempos en que la DINA focalizó su accionar en el MIR. La joven estudiante María Eugenia Ruiz Tagle, perteneciente a esa organización, había sido detenida junto a su esposo por los hombres del omnipotente coronel Manuel Contreras. La joven había tenido contactos con Ángela y Michelle y, en medio de las torturas, entregó sus nombres.
Corrían los primeros días de enero de 1975.
Los efectivos de la Dina llegaron al departamento en que ambas vivían en la Avenida Américo Vespucio. Ángela se encontraba junto a sus nietos de cuatro y cinco años, hijos de Alberto, el hermano de Michelle que vivía en Australia, cuando llegaron los agentes. Estos les permitieron avisar a su nuera para que fuera a buscar a los niños. En el intertanto, Jaime López – hoy detenido desaparecido – llamó por teléfono a su polola Michelle y en la conversación percibió que ella estaba siendo detenida lo que facilitó un pronto alerta familiar.
Los agentes les dijeron que las llevarían por unos minutos para hacerles unas preguntas.
Así Ángela y Michelle se incorporaron a la larga lista de mujeres que pasaron, muchas de ellas sin retorno, por las dependencias de Villa Grimaldi, sórdido lugar de detención y tortura de cuya existencia se vendría a saber algo más públicamente en febrero de 1975.
En el lugar, madre e hija fueron separadas, quedando Ángela vendada, amarrada y encerrada en uno de los cajones, dentro de una bodega, especialmente fabricados para la incomunicación de los detenidos.
Seis días después los agentes sacaron a Ángela al baño y, en una tina, identificó una blusa de su hija, lo que le hizo suponer que Michelle estaba viva.
Durante su permanencia de un mes en Villa Grimaldi, la viuda del general Bachelet tuvo encuentros difíciles de olvidar y grabó en su mente rostros y voces que identificaría con el paso de los años. Estando en el ignominioso cajón donde la mantenían incomunicada, recibió la visita de un oficial de la FACH cuya pertenencia reconoció, a través de su desplazada venda en los ojos, por los zapatos y pantalones que llevaba.
El tipo, impresionado por lo que estaba viendo, le dijo a la mujer que ellos jamás habían tratada así a su esposo mientras el general estuvo detenido en Colina. El descompuesto oficial le agregó que el bombardeo a La Moneda había sido un horror y dio órdenes para que la sacaran del cajón, la desamarraran y le dieran agua. Fue tras lavarse la cara que la mujer encontró botado en el suelo un recibo entregado por quien había confeccionado los cajones de encierro.
En medio de una de las sesiones de interrogatorio, escuchó a un hombre decir: “No toquen al general Bachelet”. Sintió que el individuo se acercaba y le levantaba la venda de los ojos. Vio su cara gorda y grasosa y la camisa de color amaranto que vestía. El tipo insistió, mirándola a los ojos: – Míreme. Yo fui el que habló bien de su marido. Ese hombre era Osvaldo Romo.
El careo con la muchacha del MIR que había motivado su detención fue realizado por un oficial de trato deferente. Una tarde, desde su cajón de encierro, a través de una rendija, vio pasear a ese oficial junto a un tipo algo rechoncho, que vestía un terno gris. Este, que parecía con mucho poder en el recinto y no tenía, para Ángela, el aspecto de un oficial de Ejército, preguntaba con severidad al oficial de trato deferente: – ¿Y a ella la torturaron? – Bueno, la interrogamos – respondió el otro -. Pero es que a ella no pueden hacerle nada más porque la FACH me está exigiendo que la liberen.
A esos dos hombres la mujer los reconocería por las fotos en los diarios pocos años después, con ocasión de la investigación del Caso Letelier. El primero era el coronel Pedro Espinoza y el más rechoncho su jefe: el coronel Manuel Contreras.
Uno de los más brutales interrogadores de Villa Grimaldi, que también conoció Ángela, fue un tipo fornido con una voz gutural inconfundible. Prepotente, y con soldados bajo sus órdenes que golpeaban de forma incesante los riñones de la mujer, insistía en tratarla de abuela pensando que ese apodo, el mismo que empleaban sus nietos, podía humillar a esa buenamoza y altiva mujer de 46 años que traían, amarrada y vendada, ante su presencia.
El torturador la sometía a ese trato frente a un grupo de prisioneros del MIR, con quienes intentaba involucrarla. El trato bestial que recibían los jóvenes llevó a Ángela a preguntarle, armada de coraje:
– ¿Cómo pueden cometer estas tropelías con seres humanos que podrían ser sus hijos?
Con su voz gutural, el oficial respondió: – Mi hija no se metería en estas cosas.
Cerca de la medianoche, con hambre y frío, él la hacía pasearse por el patio y la manoseaba, mientras dos agentes de civil le pedían al hombre que se las entregara para llevarla a la parrilla.
- Hábleme, que aquí todos hablan. No usamos los mismos métodos de la FACH, pero son eficientes y todos terminan hablando – la amenazaba.
Con el paso de los años, Ángela sabría, por las múltiples denuncias contra violadores de los derechos humanos, que el tipo de la voz gruesa era el entonces mayor del Ejército Marcelo Moren Brito. Pero lo más impactante le ocurrió con posterioridad a esa comprobación. Recién el año 2000, atónita, hizo un descubrimiento aterrador: Moren Brito, su torturador, vivía en su mismo edificio.
Moren Brito, su torturador, vivía en su mismo edificio.
2
Unió el rostro del torturador con su voz durante un noticiario.
Las noticias señalaban que Marcelo Moren Brito intentaba eludir el encuentro con familiares de detenidos desaparecidos a la salida de los Tribunales de Justica. No había dudas: se trataba de su vecino.
Entonces, en un primer momento, fue ella la que comenzó a eludir la ingrata presencia, evitando los encuentros en el ascensor o en el estacionamiento del edificio. Pero un día, cuando Ángela bajaba al estacionamiento junto a los hijos de Michelle Bachelet, el ex oficial de la DINA – acusado de múltiples crímenes desde que integró la Caravana de la Muerte del general Arellano Stark – ingresó al ascensor, saludó caballerosamente y acarició la cabeza del menor de los niños. Al llegar a la planta baja el hombre le ayudó a salir. Ella no pudo darle las gracias y, sin aguantarse más, al entrar al estacionamiento de autos, le dijo:
- Yo tengo que hablar con usted algún día.
- ¿Ah sí? ¿Por qué sería? – le respondió amabilísimo.
- Es que nosotros nos conocimos hace muchos años – agregó ella.
- ¿Y dónde? – inquirió Moren, no exento de coquetería.
- En Villa Grimaldi.
Estas últimas palabras sobresaltaron al torturador.
- ¿Quién es usted? – preguntó muy nervioso.
Al escuchar que la mujer que tenía ante sus ojos era la esposa del general Alberto Bachelet, el otrora prepotente interrogador se golpeó la frente con su mano y rápido abandonó el lugar.
Entonces pasó a ser Moren Brito el que, desde ese momento, intentaba evitar los casuales encuentros.
Un día la estrategia falló y el hombre ingresó al ascensor en que viajaba Ángela. Ella volvió a tomar la palabra para decirle que no lo odiaba, que más bien sentía lástima por lo que él había hecho. Al temible agente se le llenaron los ojos de lágrimas y no terminaba nunca de agradecerle esas palabras a la viuda del general Bachelet.
Desde ese instante fue él quien buscó algún saludo, tras su nefasta aparición en las noticias perdió el de todos sus vecinos.
Tiempos después llegó la hora de que Moren Brito pagara por algunas de sus fechorías, siendo procesados y sentenciado por los Tribunales de Justicia a prisión en el Penal Cordillera – uno de los recintos especiales para violadores de derechos humanos – donde debería cumplir veintiún primeras condenas por secuestros calificados y homicidios que superaban los ciento tres años de presidio.
Ángela descubrió en carne propia que la tortura no se perdona, pero que no perdonar es distinto a sentir odio. De él no supo cómo recordaba a sus cientos de torturados, pero sí que no se podía sentir en paz.
Ángela descubrió en carne propia que la tortura no se perdona, pero que no perdonar es distinto a sentir odio. De él no supo cómo recordaba a sus cientos de torturados, pero sí que no se podía sentir en paz.
Las dos mujeres permanecieron bajo el horror de Villa Grimaldi durante un mes. Madre e hija solo se volvieron a encontrar cuando ambas fueron enviadas – e incomunicadas – al campamento de prisioneros de Cuatro Álamos.
Fueron nuevos días para apreciar los efectos de la tortura, el maltrato y los extremos a que puede llegar el ser humano.
Dos semanas después, la joven Michelle Bachelet fue liberada. De inmediato inició urgentes gestiones para conseguir la libertad de su madre. Conversó con su pariente, el general(A) Croquevielle, el que se comunicó con el comandante en jefe de la FACH Gustavo Leigh, también miembro de la Junta Militar. El antiguo amigo del general Bachelet y de Ángela misma le respondió que nada se podía hacer porque la DINA no quería entregarla.
El antiguo amigo del general Bachelet y de Ángela misma le respondió que nada se podía hacer porque la DINA no quería entregarla.
Finalmente, una gestión ante el entonces ministro del Interior, general César Raúl Benavides, consiguió resultados: Ángela sería expulsada del país, pero antes habría que confeccionar su decreto de detención, el que nunca existió durante su permanencia en los recintos de la DINA.
Luego de desesperadas gestiones familiares ante la Oficina de Migraciones Europeas, se obtuvieron visas para que las dos mujeres viajaran a Australia, donde residía el hijo mayor del general Bachelet.
Sin saber dónde la llevaban, tras cumplir cerca de un mes de incomunicación en Cuatro Álamos, Ángela fue conducida al cuartel general de la Policía de Investigaciones. Allí pasó su última noche antes de ser trasladada, al día siguiente, al aeropuerto de Pudahuel. En el terminal aéreo pudo, por fin, encontrarse con su hija Michelle.
Las dos mujeres emprendieron vuelo.