El milagro de la imagen o la paciencia de Jesucristo

por Hermann Mondaca Raiteri

Tanto como para el amor, para la verdad no hay límite alguno.

Ambos buscan sobresalir en las vidas de las personas.

Hay historias que se quedaron en el tiempo, donde el amor y la verdad se entrelazan de manera sagrada, tal como el sagrado vínculo que esconde la verdad a fuerza de la pérdida, del dolor de la separación.

La vida está hecha de ilusiones y desencantos, de búsquedas y encuentros.

El círculo de la vida marca el paso de las horas, de los años, de la buena ventura y el infortunio.

Cuentan las historias de nuestros abuelos, de cómo una sagrada imagen juzgó a un asesino implacable y de cómo la misma bendijo un amor casi prohibido.

Eran los tiempos de la Colonia, corría el año 1752 y la Basílica de la Iglesia de la Matriz de Arica, poseía un suntuoso Altar Mayor con imponentes imágenes, entre las que destacaba la Paciencia de Jesucristo, escultura que habría sido parte de un milagroso acontecimiento.

Cuentan que, en aquellos años, se había cometido un horrible crimen contra una inocente criatura. Capturado el presunto culpable había sido condenado a la horca, aun cuando no existían pruebas concretas en su contra y el acusado clamaba por su inocencia y por demostrarla ante quienes quisieran escucharlo.

Fue tanto lo que este hombre alegó, que sus quejas llegaron a oídos del Corregidor don Joseph Ureta, quien poseía fama de bonachón, piadoso y justiciero.

De esta manera decidió que el acusado fuese llevado a la basílica, puesto en el altar mayor para que jurase frente a la Paciencia de Jesucristo. Con los pies   descalzos y encadenados debió repetir en voz alta:

 -«Dios y milagroso Señor, a Ti te consta que yo no fui el asesino, y si vos sabéis que yo no trunqué una vida, haz que no me quiten la mía».

Ante el asombro general de la concurrencia se pudo contemplar cómo el rostro de la imagen del Redentor se cubría de gruesas gotas de sudor, algunas de las cuales rodaban por sus mejillas.

¡El asombro general y la admiración fueron enormes! Todos se santiguaban y angustiados fijaban su vista en la imagen.

Poco a poco la concurrencia comenzó a dirigir su mirada hacia la pálida cara del Corregidor, esperando de él su fallo. Éste, demacrado y repuesto finalmente de su asombro, señaló con voz algo trémula pero suficientemente entendible: -«A la horca con él

 Su orden fue replicado con un gran murmullo de toda la audiencia. 

Una vez tranquilizados los espíritus, cuando se le preguntó la razón de su sentencia, el Corregidor respondió: «La mentira de este desalmado fue tan grande, que hasta la imagen del Redentor sudó, al oír que lo ponían de testigo de un hecho que estaba negando, cuando era la verdad”.

Se asegura que desde esa fecha se hizo costumbre que todos los jueces del corregimiento instalaran en la testera de su silla en el tribunal un crucifijo, para recordarles a los acusados que ante Jesucristo es imposible mentir.

Sabido es que en nombre de Cristo se han cometido muchas atrocidades, como aquellas perpetradas durante el oscurantismo que marcó la Inquisición.

Sin embargo no todo es mentira y muerte.

Se dice que Don Joseph era padre de la bella Josefina, quién se enamoró del joven Hugo que sólo tenía de pudiente algunos títulos que colgaban de su pared, sin ninguna posibilidad de pagar la dote de la hija del Corregidor. Éste, ante tamaña pobreza, resolvió comprometer a Josefina en matrimonio con un sesentón adinerado.

Desesperados los jóvenes enamorados urdieron como salida inventar una documentada falsa fortuna que recibiría Hugo. Para ello el joven escribió a un amigo en Barcelona quién debería enviar una misiva anunciando la salvadora herencia. Ante el anuncio de los enamorados, el siempre incrédulo padre resolvió someter a Hugo al juramento frente al paciente Jesucristo de la basílica.

Llegado el día, el nervioso joven cayó de rodillas ante Cristo Coronado, casi implorando piedad, mientras recordaba las palabras de su amada “No hay que temer. Dios proveerá, se apiadará de nosotros”; y así de rodillas proclamó ante los invitados y sus futuros suegros:

-«Yo, Hugo de los Ríos y Montes de Oca, vengo humildemente y de rodillas, en solicitar la mano de Josefina de Ureta, ante Vos, milagrosa imagen y juro poner a los pies de la que va a ser mi esposa, como dote en la boda, toda la herencia que, como Vos sabéis, he recibido en España».

Terminada la ceremonia y pronunciada la promesa, todos los asistentes y muy especialmente los novios y sus padres, dirigieron lentamente sus vistas hacia la imagen de la Paciencia de Jesucristo, la que permaneció apacible y con expresión resignada.

La celebración se hizo en grande, pero más grande sería la sorpresa de los jóvenes amantes, que de tanto rogar con el corazón y el amor más puro al altísimo fueron participes de un milagro.

Después Dios proveyó, la fortuna golpeó a la puerta de Hugo quien como regalo caído del cielo recibió la herencia de una tía lejana.

El amor verdadero triunfaba con un milagro de la Paciencia de Jesucristo

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1 comment

Marta septiembre 17, 2023 - 5:11 pm

Bonita la historia Hermann, Dios tambien se vale de la sociedad y la cultura para manifestarse ! ????????

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