El régimen político y el deterioro de la gobernanza en Chile

por Gonzalo Martner

En estas semanas se han constatado dos cosas: la oposición destituye ministros y la Corte Suprema fija tablas de factores y topes a las primas de los seguros de salud. Esto es profundamente anómalo desde el punto de vista de una gobernanza (definida como «todos los procesos de gobierno, instituciones, procedimientos y prácticas mediante los que se deciden y regulan los asuntos que atañen al conjunto de la sociedad«) que sea razonable y mínimamente coherente.

El nuestro es un régimen presidencial, con Estados Unidos como referencia original. Pero en ese país el parlamento no destituye ministros, aunque deben ser confirmados por el Senado antes de entrar en funciones, lo que es más lógico (más de mil posiciones gubernamentales requieren de la confirmación del Senado, mediante informes previos y audiencias públicas, además de la nominación presidencial). En Chile esto existió en el pasado para la nominación de generales y almirantes y embajadores, y se mantiene para la nominación de jueces de la Corte Suprema.

La figura de la acusación constitucional chilena a ministros y autoridades nombradas por el presidente es un problema. Se inventó en el siglo XIV para impugnar a los colaboradores del rey inglés, dado que eso no podía ocurrir con el soberano que los nombraba. Se incluyó en las cartas de 1828 y 1833. El procedimiento servía como amenaza al ejecutivo en el siglo XIX, aunque con poco uso efectivo, y permitía realizar ajustes ministeriales para el reparto de poder entre los grupos oligárquicos. Mientras duró, 6 fueron acogidas, pero solo en el contexto de la guerra civil de 1891, que se desencadenó por un bloqueo parlamentario al presupuesto del presidente Balmaceda. La post confrontación dio lugar a la llamada «república parlamentaria«, con frecuentes cambios de gabinete, pero sin destituciones de ministros. Bajo la constitución de 1925, más presidencialista, se produjeron 4 destituciones de ministros hasta el período del presidente Allende, en cuyo gobierno hubo abusivamente 7 en breve tiempo.

En la autoritaria constitución de 1980 se estableció que la destitución se acompañara de una pérdida de derechos cívicos por 5 años para ministros, jueces, generales o almirantes e intendentes, en una figura más grave. Pero ya en mayo de 1994 se produjo el primer intento de ser usado contra los ministros Foxley y Hales, sin éxito, como parte de una lógica de hostigamiento parlamentario. Desde 1990, se han producido 3 destituciones (que afectaron a los ministros de educación Provoste y más tarde Bayer, en una especie de empate, y Chadwick, este último cuando ya estaba fuera del cargo de ministro del Interior y por tanto de su responsabilidad política en la represión inicial de la rebelión de 2019, lo que ilustra lo absurdo del mecanismo, pues para las responsabilidades penales en un Estado de derecho están los tribunales de justicia). Con el paso del tiempo, y dada la situación frecuente de ausencia de mayoría parlamentaria de los presidentes, la amenaza de la proscripción por 5 años lleva a la renuncia de ministros, como ahora en el caso de Giorgio Jackson, no obstante que gozan de su confianza y no han violado en nada la constitución.

El mecanismo de destitución parlamentaria a autoridades del Estado puede tener sentido para una situación de grave crisis, en que por ejemplo la figura presidencial se sitúe de manera manifiesta fuera de la constitución y no respete la separación de poderes y los derechos humanos, o autorice hacerlo a sus subordinados. Estos están en funciones por su decisión y bajo su responsabilidad, por lo que no tiene sentido que el parlamento acuse y destituya a los subordinados propiamente tales. Por eso la figura no existe en Estados Unidos, pero sí la de la destitución del presidente (el impeachment), lo que dada su gravedad nunca ha prosperado, incluso en dos ocasiones contra Trump. Tiene sentido, por su parte, mantener la capacidad del parlamento de destituir a figuras como los jueces o al contralor si tienen conductas de prevaricación o corrupción, pues su permanencia o no en el cargo no depende del poder ejecutivo y no pueden quedar sin la posibilidad de ser removidos. La destitución de ministros y autoridades ejecutivas, en cambio, produce un incentivo para que una mayoría parlamentaria opositora radicalizada no deje gobernar al presidente, hostilizando a sus equipos, además de bloquear su programa de gobierno.

El problema de fondo es la ausencia de correspondencia entre la mayoría parlamentaria y la orientación del gobierno. El sistema político chileno debe sentarse a meditar un rato y constatar que se debe evolucionar hacia un régimen distinto al actual, que a la larga fomenta la inestabilidad y las crisis, como lo sostuvieron décadas atrás Juan Linz, Arturo Valenzuela y otros cientistas políticos (Las crisis del presidencialismo, 1997). Nada de esto forma parte de las discusiones del Consejo Constitucional en funciones, dicho sea de paso.

En Chile, la estabilidad y coherencia del sistema político mejoraría si un primer ministro, nombrado por el presidente, es quien detenta la responsabilidad de gobierno. Si el primer ministro pierde la confianza del parlamento mediante un voto de censura, cae junto a todo el gobierno, con la condición que su destitución se acompañe de su reemplazo por otra figura previamente acordada por una mayoría parlamentaria (que puede corresponder o no a la orientación política del presidente). Si ese acuerdo no existe, el presidente debe convocar a nuevas elecciones parlamentarias. Este debe ser, como jefe de Estado, el garante de la independencia y la unidad nacional y del funcionamiento regular de las instituciones, siendo además el comandante de las fuerzas armadas y quien representa al país. Debe aprobar las nominaciones de ministros y otros cargos a propuesta del primer ministro, quien es el jefe del gobierno, y ejercer un poder de veto, en ciertas condiciones, a determinadas legislaciones, que en última instancia sean dirimidas mediante plebiscito. Sistemas de este tipo funcionan bastante bien en los países europeos donde no hay monarquías o en grandes democracias como la India. En las monarquías constitucionales, el sistema político es directamente parlamentario.

Lo de la Corte Suprema legislando, del mismo modo que el Tribunal Constitucional legislando, son anomalías que se producen en Chile y deben cesar en un nuevo ordenamiento institucional. Los tribunales no están llamados a legislar, sino a aplicar o hacer aplicar la ley o controlar su constitucionalidad en ciertas condiciones. La tendencia reciente a legislar del poder judicial, sin embargo, deriva del bloqueo parlamentario que genera el sistema político y que judicializa regulaciones como la de los seguros de salud, que les corresponde fijar a los poderes ejecutivo y legislativo elegidos por la ciudadanía.

Lo de la Corte Suprema legislando, del mismo modo que el Tribunal Constitucional legislando, son anomalías que se producen en Chile y deben cesar en un nuevo ordenamiento institucional.

Si no se aprueba el proyecto del Consejo Constitucional dominado por la extrema derecha, como es probable que ocurra en diciembre próximo, el proyecto de ley que crea el Ministerio de Seguridad Pública -extendido a una reforma constitucional que desde agosto de 2022 solo requiere de 4/7 del parlamento para ser aprobada- podría conferirle al ministro del Interior la condición de Primer Ministro, sujeto a pérdida de confianza parlamentaria, y terminar de ese modo con las acusaciones a ministros particulares que solo alimentan una suerte de guerrilla sin sentido que paraliza la gestión pública. Lo que cabe es establecer un mecanismo de solución racional a las crisis políticas en vez de la parálisis pública.

Cabe también hacer notar que la toma de decisiones económicas por una mayoría de 2/3 del parlamento en 2020 y 2021, con el objeto de autorizar retiros desde los fondos de pensiones bajo la forma de una reforma constitucional, fue un acto de desgobierno económico. Para hacer frente a la explosión del desempleo y la caída de la demanda de 2020, el gobierno debió haber aumentado el déficit fiscal mediante transferencias a las familias que fueron tardías y usado la posibilidad de retiros de fondos acotados desde las cuentas de AFP (como lo hizo en el segundo retiro que patrocinó, y también desde las cuentas del seguro de desempleo), pero en el marco del respeto de la iniciativa legal exclusiva del gobierno en materias fiscales y con un programa financiero ordenado. Si el parlamento no da la confianza al gobierno en su gestión económica, el mecanismo del voto de censura al primer ministro es el que debe funcionar, en vez de un desborde institucional de proporciones que no debe volver a repetirse. Que la expansión del consumo y de la demanda interna que provocaron los retiros no hayan tenido los efectos catastróficos que algunos anunciaron, es harina de otro costal, el del debate macroeconómico. Una política expansiva en una situación que requiera reactivar la economía, o bien abordar la carencia de ingresos de muchas familias en medio de una crisis, no puede ser fruto de un desborde institucional, bajo la ficción de una reforma constitucional, sino de una política económica responsablemente programada por un gobierno que cuenta con una mayoría parlamentaria para realizarlo.

Cabe también hacer notar que la toma de decisiones económicas por una mayoría de 2/3 del parlamento en 2020 y 2021, con el objeto de autorizar retiros desde los fondos de pensiones bajo la forma de una reforma constitucional, fue un acto de desgobierno económico.

Los partícipes de las decisiones políticas debieran tomar nota de las anomalías institucionales que ha vivido el país y procurar darles remedio, pues la inestabilidad institucional, más allá del combate político de corto plazo que pueda favorecer a uno u otro sector, en definitiva no favorece a nadie, y menos el interés de la mayoría.

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