El tesoro de la laguna Koricota

por Hermann Mondaca Raiteri

Son muchas las historias que nos hablan de tesoros escondidos y muchas las personas que dicen ser poseedoras de documentos originales con derroteros de tesoros, dejados por piratas en playas ariqueñas. 

Sin embargo, aquellos que sueñan con tesoros dejados por piratas en las costas ariqueñas, pocas probabilidades tienen de encontrarlos, pues Arica jamás fue guarida de piratas, y los que llegaron a sus playas lo hicieron en busca de las barras de plata, que venían en tránsito de los minerales de Potosí u otros puntos del Alto Perú.

Sin embargo, de que hubo enterramientos de tesoros ocultos, los hubo.

Es probable que alguna vez usted haya tenido entre sus manos algunos de esos viejos pergaminos, llenos de firmas ilegibles, con figuras de calaveras y rayas de líneas cortadas terminadas en flechas, que indican el lugar preciso, hacia el norte, el sur u otro punto cardinal, en que se encuentra enterrado el inmenso cofre de hierro, asegurado con grandes candados, que encierra el codiciado tesoro repleto de doblones de oro, barras de plata y preciosas joyas.

En Arica y Parinacota, como en muchas otras partes, se encuentran tesoros escondidos que fueron enterrados en algún lugar, por uno u otro motivo, y que poseen sus cuantiosos cargamentos enterrados en el vientre de la tierra. 

U otros, sumergidos en los lagos. Cómo es el caso de la siguiente historia…

Cuenta el viento que hay tesoros ocultos en las quebradas, en los valles, en los cerros, y en el fondo de algunas cristalinas lagunas.

Entre los diversos lagos y lagunas que existen en las serranías al interior de Putre, hay una pequeña laguna, perdida a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, que antiguamente se llamaba «Koricota» 

Según aseguran los habitantes más antiguos de esta zona, dicha laguna no existía antes de la llegada de los conquistadores. 

En vez de ella y cercana a los faldeos de los Payachatas existía una bocamina, de la cual, los súbditos del Inca periódicamente sacaban oro fino para llevarlo al Cuzco, como ofrenda a su emperador.

Según cuentan, el tráfico de oro se detuvo cuando los regionales conocieron la muerte de Atahualpa y la codicia imparable de los conquistadores; lo que llevó al cacique Khori a clausurar la entrada de la bocamina.

Después de muchos años la bocamina fue reabierta por un descendiente del cacique que, apremiado por la difícil situación de la tribu, extraía cierta cantidad de oro y la mandaba a vender al puerto de Arica. 

Aunque era poca la cantidad, pronto hubo muchos interesados en adquirirla y muchos más por averiguar el sitio secreto de dónde era extraída. 

Tanta era la codicia de los conquistadores, que trataron de averiguarlo con tentadoras promesas, después con amenazas, pero siempre obtenían el mutismo de los indígenas regionales. 

Muchos fueron sometidos a bárbaras torturas que no pudieron soportar, encontrando incluso la muerte.  

Cuenta la leyenda que un fraile mercedario fue informado por un indígena afuerino de un derrotero que, según él, era el lugar preciso de donde se obtenía. Fue siguiendo esa pista que, guiando una pequeña expedición acompañada de cinco españoles, salió en busca de la mina.

 Caminó por un sendero conocido hasta cierto punto y después de contemplar el panorama salió a campo abierto, siguiendo las indicaciones que le había dado el indígena hasta llegar a los faldeos de los Payachatas, donde acamparon cerca de un poblado compuesto de unas cuantas chozas.

El mercedario, con ayuda de sus acompañantes, construyó un cuadrilátero de piedra y barro, y sobre las cuatro gradas hizo colocar la insignia del Redentor para celebrar la primera misa en demanda de buena suerte para su empeño.

Posteriormente procedió a recorrer los faldeos del nevado hasta encontrar a sus pies piedras con claras demostraciones de contener mineral de cobre.

Los indígenas del caserío permanecían impasibles y mudos a todo interrogatorio.

Después de varios días, desalentados por la inclemencia del clima, estaban por levantar el campamento y salir de regreso al puerto de Arica, cuando un estruendo que precedió a un fuerte terremoto produjo un deslizamiento de tierra y piedras de una escarpada ladera, dejando al descubierto parte del socavón de la mina de donde se sacaba el codiciado oro. 

Descubierto el secreto y reconocida la mina, salió el cura mercedario acompañado de los indígenas hacia el puerto, llevando nuevas y sendas muestras del rico metal como pruebas palpables, dejando en el lugar a algunos españoles.

El mercedario para mayor seguridad de ubicar el lugar encontrado y con el fin de no equivocarse al regreso, tomó sus precauciones. Y sin que los indígenas que iban por delante de la caravana se dieran cuenta, dejaba caer una cuenta de su grueso rosario cada cierto número de pasos desde el sendero ya conocido.

Transcurrieron así varios días, aprovechándose los que habían quedado en la mina de recolectar lo mejor que encontraron del amarillo metal, ante la intranquilidad de los indígenas.

Mientras una nueva expedición se armaba en busca del tan preciado metal hacia las alturas y luego, felices, los conquistadores emprendieron el viaje hasta el lugar señalado por el fraile. Tremenda fue su sorpresa cuando observó que las cristalinas y verdosas aguas lamían mansamente las laderas del cerrillo sin que se divisaran ni las chozas ni el cuadrilátero con la insignia del Redentor. 

¡Todo había desaparecido!   ¡Nada de bocamina! 

Sólo una laguna que como un magnífico espejo reflejaba las imponentes cumbres de los Payachatas. ¡Todo había desaparecido como por arte de magia!

Cuentan los viejos y sabios amautas que mientras los españoles reposaban después de sus faenas mineras, en las noches, los indígenas del lugar silenciosa y pacientemente preparaban un rodado o alud que caería sobre la bocamina con una gran masa de tierra y que cuando menos lo esperaban los conquistadores, lo desprendieron y cayó cegando la bocamina y sepultando a los que estaban dentro y a los que hacían guardia en la boca del socavón.  

Para borrar todo vestigio desviaron el torrente de un río, que inundó completamente la hondonada en que se encontraba la bocamina. 

El agua formó una laguna que sepultó para siempre la mina de oro.

Protegiendo así el tesoro de sus antepasados ancestrales.

Así quedó oculto, hasta el día de hoy, el tesoro del cacique Khori

(*) La Nueva Mirada celebra el Premio a la Trayectoria Artística Cultural Regional (Arica y Parinacota) 2023, obtenido por Hermann Mondaca R.

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1 comment

Luz Marina Osorio diciembre 10, 2023 - 3:39 pm

Me encantó tu historia

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