Escribir poesía: ese desmedido acto de amor por las palabras 

por Dante Cajales Meneses

El paisaje y los horrores de la humanidad han estado siempre, desde antes de nacer. Cuando comencé a escribir poesía, a los 13 años, no hallé un sólo poema en su raíz, observando fuera de mí, advirtiendo del mundo; su belleza, sus horrores. Sin antes tocar y bullir en el universo interior. Entrando en lo más íntimo y reservado de uno. Suponiendo erradamente que los poetas somos seres especiales. A mis primeras lecturas les debo todo: no el verdadero asunto de la razón poética, como diría un académico, sino la provocación insaciable de zambullirme en lo desconocido de los poemas que iba descubriendo en las lecturas.

Comencé a escribir poesía porque no quise admitir lo irremediable. Los primeros poemas fueron los de un adolescente, los de un joven con más utopías que significados en las palabras que iba encontrando. Creí que los males del mundo eran responsabilidad del permanente ultimátum de una guerra atómica y la opresión de una dictadura ochentera, y que la poesía podía cambiar el rumbo de las cosas.

Cuando no puedo escribir poesía, resisto en la espera. Sin embargo, leal a la insinuación evangélica “estote parati”: es decir, “estar listo”, “estar preparado”, permanezco alerta, dispuesto para acaparar imágenes, ritmos, tonos, algunos espectros del verso. Por eso creo que, la poesía es un árbol sin hojas que da sombra; es palabra calcinada en la que aún chasquean tizones de lo que no se pudo nombrar. Después de tantos millones de palabras, la palabra sigue siendo tiempo que nace y muere, para nacer otra vez.

Desde Enheudanna hasta la poeta Elvira Hernández, los poetas somos como los eremitas. Nos retiramos a espacio en blanco, pero estamos alerta a los conceptos y emociones que las palabras arrojan en ese silencio de ruido interior e iluminado sólo por el fuego de los avernos: Lleno está de méritos el hombre; mas no por ellos sino por la Poesía hace de esta tierra su morada. (Hölderlin) En ese retiro: ¿qué conoce el poeta sobre su poesía? Quiero decir, ¿realmente uno sabe lo que está escribiendo en ese retiro? Si esto es verdad, cada poema tiene vida propia, un fin propio, su propia razón, una historia única. Incluso dentro de la obra de un mismo autor, no hay poesía en general, sino un montón de poemas separados, con algunas constantes, por supuesto, pero sobre todo con un número infinito de variantes, incluso en la misma etapa en que fueron escritos. En lo personal, por ejemplo, circulo libremente de la poesía amorosa a temas de memoria histórica, de la invectiva, al caligrama, al haiku o al soneto para volver al verso libre. La única norma que debemos seguir es no seguir normas. Es verdad, la obra de cada escritor pertenece a su autobiografía. A veces, sin embargo, algo de improviso e improbable puede ocurrir: la lógica del texto lleva a declaraciones que los y las poetas no suscribimos. Una vez más, no hay una sola regla; cada poema se autorregula a sí mismo.

El mito del autor despreciado y desprendido es un invento romántico

Nada más presumido que la idea del poeta que no anhela ser leído. Maurice Blanchot mostró que el propio Rimbaud quería ser reconocido, tanto por otros poetas como por el público: por eso se trasladó a París, en lugar de permanecer en las Ardenas. El mito del autor despreciado y desprendido es una ficción romántica pasada de moda. Escribimos siempre —y únicamente— para ser leídos. ¿Qué malo hay en ello? Emily Dickinson lo dice en sus cartas. Paul Celan lo repite en su Meridianola poesía es como un diálogo con un otro. Desde Horacio, aspirar a ser recordado es humano y, sobre todo, inevitable. Quienes lo niegan me parecen personas algo simpáticas. Prefiero el ridículo de escribir poesía, al ridículo de no hacerlo (Wisława Szymborska). El poeta, estimando su conciencia poética, devuelve el poema a la humanidad, la misma, que le confió las palabras. El encuentro de la humanidad con la humanidad, con el universo, permite y exhorta otras perspectivas. La poesía, el estado de creación de los más altos espíritus, se asigna la búsqueda de conocimiento y sentido para la humanidad. La realización de este encuentro es sólo leyéndonos, escuchándonos.

Ese desmedido amor por las palabras, ¿para qué?

Mohammed Mohiedin Anis, de 70 años, fuma su pipa y escucha música en medio de la destrucción de su hogar, donde aún vive y duerme. No es eso acaso, la busqueda de la palabra para nombrar lo inombrable / AFP

El autor es siempre el mismo, pero cada poema expresa una perspectiva distinta del yo lingüístico. Es un acto desesperado, es la colisión del ser con los cuerpos, el choque de uno con el mundo. Si la palabra en poesía le deja algo a la humanidad, creo que ha sido retrotraernos por un momento del sufrimiento a través de la forma que otorgan las palabras. Las pulsaciones de un tiempo, como en esa hermosa novela de Ernest Hemingway, For Whom the Bell Tolls (1940): “No preguntes por qué doblan las campanas, doblan por ti.” Aquellos que escribimos poesía no lo hacemos para transmitir un mensaje, sino para buscar algo que nunca podríamos encontrar en otro lugar que no sea en la palabra, en el averno que hemos sido arrojados. 

La compasión es un sentimiento que nos ayuda a entender e identificarnos con el padecimiento ajeno, y nos abre la oportunidad de reflexionar sobre sus causas y sobre lo que podemos hacer para evitarlas. Del mismo modo actúa la escritura en el lenguaje.

Me ha tocado dar cuenta de un tiempo, de una época que ha perdido el sentido de humanidad. Los bellos poemas no son más que la voluntad de la lengua de aquello que no podemos expresar. No siempre tengo la respuesta cuando asistimos al espectáculo de la autodestrucción como en Los amantes de Amaniel. “¿Por qué se matan, si lo tenemos todo?” Es la pasión que tengo por vivir, ese acto desmedido de amor por las palabras.

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