Quizás levantamos poco la mirada porque si lo hacemos nos desesperamos. Geopolíticamente el mundo se encamina casi con seguridad a una conflagración feroz. Ya hay una nueva guerra mundial larvada en el centro de Europa; se aproxima la posibilidad de algo sin nombre en el sureste de China. Políticamente no es seguro para nada que el capitalismo actual sea consistente con la democracia ni con los estados nacionales; desajustes e inestabilidades se extienden por los siete mares. Nuestra Latinoamérica se hunde en la irrelevancia como territorio con recursos. Desesperada, su población emigra. Gigantescas olas de población sobrante acumulan energía al sur de Europa.
Dedicarse cada una a lo suyo no sirve de mucho. Nadie sabe bien qué hacer con su existencia. Sobrevivir y tener éxito, sin entender qué tiene el éxito de exitoso, es el juego disponible. Y como el fondo del corazón sospecha que valemos poco, tampoco entendemos qué es lo que sobrevive si sobrevivimos. Las redes sociales lo demuestran mayoritariamente: el sinsentido de miles de millones de subjetividades tratando de impresionar a toda costa a las demás para ser alguien. Como esos niños necesitados de afecto que hacen lo que sea para recibir atención de adultos que tampoco sabemos quiénes somos. No tenemos norte; se nos fue cómo recuperarlo. Y está el cambio climático operando sin tapujos. Sabemos, está calculada en millardos de muertes, la clase de desastre que traerá en cualquier momento. Y sabemos perfectamente bien quiénes serán las víctimas.
Dónde miremos sentimos desesperanza. Quizás lo más desesperanzador es el optimismo de las subjetividades “positivas”. O, peor aún, la de quiénes aseguran saber qué hacer e inventan programas salvadores.
Alguien observó que la desesperanza es producto de lo que sabemos, no de lo que ignoramos. Hay mucha verdad en eso. Entonces, la esperanza emergerá buscando en lo que no sabemos; en lo que ni siquiera nos damos cuenta de que no sabemos. Explorando nuestras cegueras, interrogando lo obvio, las premisas, los orígenes, lo que no merece preguntarse por evidente en sí mismo. Cuestionando nos.
¿Es posible una política interrogadora? Es una pregunta. Acostumbrados como están los estados modernos a responder con razones… ¿Una economía?

No es inimaginable una cultura basada en preguntarnos. No en plantearnos problemas, o adivinanzas, como el cubo de Rubik, la PAES, los resultados de la copa del mundo o anticipar el rendimiento de los bonos de Tesorería. Explorar los orígenes de lo que sabemos y somos con un simple ¿cómo es que? Preguntas que quedan dando bote, sin respuestas que no sean otras preguntas más inspiradoras. Más desafiantes. Vivir aventurándonos en los márgenes, haciendo emerger posibilidades inéditas. Creando esperanza.
¿Arreglaremos así la desesperanza que sentimos? Nadie puede asegurar qué pasará con nuestras emociones. Pero si aceptamos plenamente la necesidad de aventurarnos ignorando, superando la desolación de no encontrar caminos conocidos y la pesadumbre por nuestra impotencia calculada, reemplazaremos la inmovilidad que busca soluciones con el compromiso jugado por preguntar, explorar y crear. Fernando Flores llamó a esta manera de ser esperanza radical. La única posible en esta era de contingencias. Insegura. De historia plena.
Personalmente, he descubierto que preguntar sabiendo que no hay respuesta en el universo conocido no es una habilidad trivial para adictos al conocimiento. ¿Qué preguntas tienes?