Diversos comentaristas no muy sustantivos suelen declarar recurrentemente en crisis el proyecto de sociedad de la izquierda, en el mejor de los casos en situación “compleja”. Sumarse a una especie de espiral a la baja de la autoestima parece, además, ser la condición para obtener una repercusión mediática. Pero esa supuesta crisis es más que debatible. Cabe partir por despejar un equívoco y dos falacias.
El equívoco es que el proyecto de la izquierda es entendido por algunos como el diseño abstracto de la «mejor sociedad» por algún filósofo moral de gran valor intelectual, del que el resto debe constituirse en seguidor dogmático e incondicional (dicho sea de paso, Karl Marx, porque supongo los lectores estarán pensando en él, fue un pensador impresionante que se negó a tener seguidores dogmáticos y declaró expresamente que “lo único que sé es no soy marxista”, pues ningún pensamiento crítico puede aferrarse al sistema de ideas de una persona históricamente situada). Es, en cambio, un proyecto de construcción racional de «una sociedad mejor» en un sentido equitativo y libertario, y ahora también ecológico, en la que prevalece el interés social por sobre el interés particular, sin perjuicio de la garantía de derechos individuales, civiles y políticos universales, que es más o menos lo que se conoce como socialismo basado en la institucionalidad democrática. Los sujetos de ese proyecto son quienes se oponen a explotaciones y subordinaciones ilegítimas y suele incluir a una parte significativa de quienes viven de su trabajo o mantienen una integración precaria en la vida social, así como buena parte del mundo de la cultura, cuya creación no está sujeta a los “límites de lo posible”. Ese proyecto se expresa históricamente en movimientos que han demostrado tener durante más de dos siglos una gran persistencia y evolucionan de acuerdo a las condiciones históricas. Sus “puntos de llegada” u horizontes utópicos y sus derroteros son siempre diversos y no admiten ser dirigidos por algún centro. Tienen como fuente de riqueza, y en ocasiones de conflicto, la diversidad de visiones y opiniones entre las fuerzas que los anidan, sin perjuicio que es consustancial a la izquierda reconocer la universalidad de la condición y de la dignidad humanas y de los valores igualitarios y libertarios que la sustentan. Es, a ese título, internacionalista, lo que no le impide mantener y valorar sus raíces en cada sociedad y cultura.
Luego, la primera falacia a rebatir es que la izquierda estaría en crisis porque deriva inevitablemente hacia regímenes despóticos. El despotismo hunde sus raíces en la historia universal y acompaña a las sociedades desde que se estratificaron al salir de la etapa cazadora-recolectora. Y hoy hay efectivamente regímenes despóticos -un 54% de la población sigue viviendo bajo regímenes autoritarios o híbridos según el índice de The Economist– que se reclaman de las más diversas ideologías, incluyendo el socialismo.
Dar por válida esa auto-identificación -aunque no faltan los que llegan a considerar socialista la dinastía norcoreana o la configuración civil/militar rentista en el poder en Venezuela o la dictadura familiar de Ortega en Nicaragua – simplemente no involucra a los que siempre han considerado que el socialismo no es el Estado omnipresente, ni menos la dictadura de un partido, de un grupo o de una persona, sino la emancipación del trabajo asalariado de la explotación y la subordinación por el capital y la emancipación de la mujer del patriarcado, junto a la más amplia participación democrática y plural desde la base social hasta instituciones representativas elegidas. Esto es lo distintivo de la izquierda desde la primera socialdemocracia en Europa y luego diversos partidos laboristas, socialdemócratas, euro y latinocomunistas y nacional-populares que han hecho de la democracia su espacio de acción política. Y que sostienen que las sociedades burocrático-autoritarias son un modelo a rechazar de plano, pues mantienen explotaciones y subordinaciones bajo otra forma, en ocasiones más aguda, como ocurrió con la deriva estalinista de la revolución rusa. Aunque el récord de la Unión Soviética en materia de aumento de largo plazo del PIB fue positivo, a pesar de su estancamiento y derrumbe final, y la humanidad le debe buena parte de la derrota del nazismo en la segunda guerra mundial, la caída de la URSS no significó ninguna crisis para los que siempre han sido críticos de los despotismos. Esto incluye aquel basado en la estatización general de la economía y la asignación centralizada permanente de los recursos.
Paul Mattick (1969) afirmó que «hay naturalmente diferencias entre el capitalismo de empresas privadas y el capitalismo de Estado. Pero involucran a la clase dominante, y no a la clase dominada, cuya posición social permanece idéntica en los dos sistemas«. Para Charles Bettelheim (1974), “una serie de relaciones sociales características de la antigua Rusia no ha sido destruida. De ahí las sorprendentes semejanzas entre la Rusia de hoy y la ‘Santa Rusia’». Cornelius Castoriadis (1981) concluye que «la presentación del régimen ruso como ‘socialista’ -o como teniendo alguna relación con el socialismo- es la mayor mistificación conocida de la historia«.
En el caso de Chile, este es el enfoque existente desde el programa del Partido Socialista de 1947 redactado por Eugenio González (“la trágica experiencia soviética ha demostrado que no se puede llegar al socialismo sacrificando la libertad de los trabajadores, en cuanto instrumento genuino de toda creación revolucionaria y garantía indispensable para resistir las tendencias hacia la burocratización, la arbitrariedad y el totalitarismo (…) del todo ajenas al sentido humanista y libertario del socialismo”), los textos de Raúl Ampuero de los años 1960, la tesis de Salvador Allende de la vía chilena al socialismo y los postulados de la renovación socialista de los años 1980. Esta última -como se puede observar en mi libro de Conversaciones con Alfredo Joignant- se inspiró de los textos críticos de autores como Janos Kornaï, Marie Lavigne o Alec Nove. Para la ortodoxia estalinista, en cambio, esto ha supuesto un problema grande, pero le atañe solo a ella.
La segunda falacia a rebatir es que el mercado es el capitalismo y ha triunfado por doquier, mientras la supresión del mercado es el socialismo. En realidad, el capitalismo es aquel sistema económico basado en la acumulación ilimitada de capital (Immanuel Wallerstein). No es ser pro-capitalista sostener desde la izquierda que los mercados regulados deben ser parte de la asignación de recursos en una sociedad igualitaria y sostenible. La idea que el capitalismo es el mercado no da cuenta que existieron mercados milenios antes que existiera el capitalismo ni de distinciones como las del gran historiador Fernand Braudel. Un primer piso de la economía es el de los intercambios no mercantiles y de la esfera doméstica, local y comunitaria, de gran importancia en la vida cotidiana, que en muchos países se proyecta hacia la economía social y solidaria. Un segundo piso es el de los mercados de bienes y servicios competitivos, con intercambios monetarios descentralizados múltiples, que requieren de regulaciones estatales para su buen funcionamiento, pero son indispensables para la coordinación de miles de decisiones cotidianas de producción y consumo en cualquier economía compleja.
El desafío no es su supresión, sino que la participación en ellos pueda hacerse sin asimetrías sustanciales de poder entre sus actores. El tercer piso económico es el del capitalismo propiamente tal, el de la acumulación ilimitada y concentrada de capital, que opera con amplias economías de escala, se apropia del conocimiento y de la innovación tecnológica en cadenas globales de valor y de los excedentes de los asalariados y de los productores sin poder de mercado, apoyada en estructuras financieras y en barreras a la entrada de amplia magnitud y asimetrías de poder generalizadas.
No es sumarse a neoliberalismo alguno y no forma parte de crisis alguna del proyecto de la izquierda afirmar que la economía no debe ser estatal en todos los pisos económicos, sino que debe serlo en aspectos regulatorios y en determinados ámbitos productivos y de provisión de bienes básicos para impedir el dominio del tercer piso capitalista, y que debe existir un amplio espacio para el funcionamiento de mercados regulados social y ecológicamente. Como tampoco lo es constatar que el capitalismo domina la economía mundial y que, por tanto, es insoslayable buscar espacios autónomos de política y articulaciones externas para obtener una inserción en la división internacional de la creación de valor con al menos aspectos mutuamente beneficiosos.
En efecto, la especialización según ventajas comparativas que promueven los liberales no permite las sinergias productivas y tecnológicas indispensables para un crecimiento endógeno que no se limite a producir materias primas. Esto evidentemente no es tarea fácil para países pequeños y sin poder global como el nuestro (producimos apenas el 0,35% del PIB mundial con el 0,25% de la población), pero la dificultad no es lo mismo que la inviabilidad.
Al mismo tiempo, la pretensión neoliberal de someter los bienes públicos al mercado, especialmente en materia de salud, pensiones y educación, debe seguir siendo rechazada de plano, lo que no hace la corriente social-liberal tan activa en la crítica a la izquierda. Debilitar el Estado de bienestar fue lo que sostuvo el social-liberalismo a la Giddens-Blair-Shroeder y sus discípulos chilenos, en nombre de la competitividad en la globalización a ser preservada flexibilizando las relaciones del trabajo y fortaleciendo la educación utilitaria. Esto traería más bienestar que el modelo socialdemócrata propiamente tal, el de tipo nórdico o europeo continental y resultó ser una falacia con malos resultados productivos y distributivos. La evidencia muestra que los grupos sociales subordinados están en una mejor posición absoluta (niveles de ingreso y acceso a bienes y servicios) y relativa (nivel de desigualdad respecto a los grupos de altos ingresos) en la actualidad en economías de tipo mixto con sindicatos protagonistas de una negociación colectiva amplia de las condiciones de trabajo y elevados sistemas de tributación-transferencias, especialmente las nórdicas y otras europeas. Esto ha sido fruto de décadas de esfuerzos productivos y sociales y de avances, retrocesos y adaptaciones. Se trata de economías que han mantenido niveles salariales altos y sistemas de redistribución de ingresos y amplios servicios públicos sin que eso afecte su competitividad internacional. Esta articulación entre Estado, sociedad, mercados y economía mundial permite a los peor situados acceder a un mayor bienestar que el prevaleciente en los países del capitalismo salvaje, incluyendo una de las economías de más alto PIB por habitante como la de Estados Unidos (ver los indicadores de la OCDE y del PNUD).
Por su parte, la superación reciente más rápida y vasta de la condición de pobreza absoluta de la mayoría de la población es la experimentada por China desde la década de 1980, que es una economía híbrida con mercados enmarcados centralmente por el Estado.
¿Cuál es entonces el proyecto de la izquierda? Uno que articula una tríada: democracia (paritaria)/Estado social/producción con trabajo decente e igualdad de género y ambientalmente responsable, cuya meta es alcanzar un bienestar equitativo y sostenible en relaciones sociales sin dominación ni diferencias injustas. Y que lo hace con diferentes mediaciones entre Estado, mercados y sociedad civil y combinaciones de formas de propiedad y de asignación de recursos. ¿Ejemplos connotados en el siglo XX? Los países nórdicos, más allá de las alternancias políticas periódicas. ¿Ejemplos contemporáneos recientes de avances de la tríada de la izquierda? La España del PSOE-Podemos, la Nueva Zelandia de Ardern, el Uruguay del Frente Amplio y diversos otros casos, incluyendo avances autónomos de iniciativas sociales en los países dominados por la esfera capitalista, con ejemplos como Wikipedia o los sistemas informáticos cooperativos abiertos tipo Linux. ¿Modelos listos para armar? Ninguno.
La lenta construcción y consolidación de esa tríada es un proceso histórico de largo aliento. No proviene de crisis paroxísticas, sino que está llamado a marcar el funcionamiento de las sociedades cuando adquiere suficiente consistencia y amplitud, sin perjuicio de la permanente adaptación/conflicto con la esfera de la acumulación globalizada de capital. Muchas de las sociedades de mayores ingresos, incluyendo Estados Unidos, tienen componentes de esa tríada y un gasto público amplio (40% o más del PIB, ver OCDE), que incluye la socialización de una parte de los ingresos de las familias, lo que nada tiene que ver con el capitalismo de inicios del siglo XX (10% del PIB).
El debate actual en materia de Estado de bienestar subraya que debe ser un mecanismo crecientemente efectivo de redistribución de ingresos vía mejores sistemas de impuestos-transferencias, de preservación de la capacidad de negociación y protección de los trabajadores y de cobertura estatal de los riesgos de cesantía, vejez sin ingresos y enfermedad y accidentes, junto a una educación universal integradora. Nada sería más absurdo que dejar de plantearlo como parte sustancial de la plataforma de la izquierda, con un énfasis en la «predistribución» más que en la más clásica «redistribución» (ver Blanchet y otros).
La mirada larga nos indica que, siguiendo a Piketty (2021), «la marcha hacia la igualdad existe desde fines del siglo 18, con la revolución francesa y la revuelta de los esclavos de Santo Domingo que marcan el inicio del fin para las sociedades de privilegio y las sociedades esclavistas (…) El Estado social ha funcionado muy bien. El fortalecimiento del Estado social ha producido más igualdad y ha sido también una de las claves de la prosperidad«. El debate actual incluye el fortalecimiento de un Estado social que debe ser también más activamente orientador de la producción al servicio del bienestar equitativo y sostenible, que hace decrecer la depredación social y ambiental y expande los ingresos y el empleo decente de la mayoría social. Este requiere de otra tríada: 1) una economía mixta que incluya un sector de empresas de economía social y solidaria llamadas a ocupar espacios crecientes en la provisión de servicios y productos ecológicos de cercanía, empresas privadas de pequeña escala, empresas de mayor tamaño articuladas a los mercados mundiales pero reguladas y sujetas a fuertes medidas de desconcentración, a participación salarial en las utilidades y en la propiedad y a reglas de herencia limitada de las grandes fortunas, y empresas transnacionales sujetas a reglas sociales y al pago de regalías de acceso a recursos y operaciones de montos apropiados y con control público efectivo; 2) una tributación combinada a los ingresos, a la propiedad y a las transacciones al menos del nivel medio de la OCDE, que permita financiar los bienes públicos y servicios sociales que garanticen niveles y calidad de vida básicos y la expansión y preservación de los bienes comunes; 3) el uso de las rentas de los recursos naturales y de las rentas de monopolio para invertir en I+D y en diversificación productiva industrializadora. Esto deberá traducirse en Chile en usar esos recursos, eventualmente en asociación con privados, para invertir en producciones sanitarias frente a rupturas de las cadenas globales como las vividas con la pandemia de COVID-19, en fundiciones e industrias de transformación en el cobre, en usos industriales del litio, en las variadas energías renovables, en estimular la agricultura, la pesca y la explotación forestal desconcentradas y ecológicamente sostenibles, junto a servicios básicos y de transporte accesibles y una generación de energía distribuida y descentralizada. Esto no se logrará de un día para otro, pero un Estado de bienestar socialmente protector y productivamente activo estará en condiciones de transformar la economía chilena en una dirección más dinámica y con mayor productividad que la actual, estancada y sin perspectivas de no mediar un impulso inversor de gran escala. Estos elementos estuvieron presentes en los programas de Apruebo Dignidad y de la socialista Paula Narváez en 2021, pero la ausencia de mayoría parlamentaria del gobierno de Gabriel Boric y el ascenso de la extrema derecha y de la «agenda de seguridad» han bloqueado o retrasado los avances programados, a pesar de logros como la jornada de 40 horas y los aumentos del salario mínimo y de la pensión pública solidaria.
Una cosa son las dificultades políticas del actual gobierno y las circunstancias de su coalición, pero no se observa que las ideas de la tríada contemporánea de la izquierda de democracia/Estado social/producción sostenible estén en crisis. Responden mejor a los desafíos del país y a los desafíos ambientales globales, pues son mucho más poderosas y realistas que las de un libremercadismo sin norte en un mundo en cambio acelerado. El tiempo del neoliberalismo -asumido por convicción, adaptación o resignación en el pasado- ya terminó fruto de su propio agotamiento en la capacidad de resolver los desafíos actuales.
Y si, en el corto plazo, el capitalismo globalizado y los Estados débiles destruyen todavía más las identidades colectivas, aumentan las inseguridades que alimentan los miedos y el racismo y favorecen a la extrema derecha en la esfera política, lo que cabe es persistir en la idea que la tríada de la izquierda moderna garantiza muchas más seguridades básicas e integración social que las sociedades capitalistas neoliberales, en vez de declarar a la izquierda en una falsa crisis.