François-Timoléon de Choisy: La herejía del corsé

por Cristina Wormull Chiorrini

Solemos pensar que el travestismo sucede en los tiempos contemporáneos, pero cuatrocientos años atrás, en las cortes y abadías de Francia y otros países europeos, en los pliegues dorados de la corte barroca, donde el poder se vestía de encaje y la identidad era un arte escénico, nació una figura que desafió los límites del género y la fe, hubo un hombre que prefirió la vestimenta femenina y que hizo su vida como tal.

En el palacio del Luxemburgo, bajo los techos dorados donde la infancia se confundía con el teatro, nació en 1644 François-Timoléon de Choisy, hijo de una madre cortesana y un padre vinculado al duque de Orléans. Desde sus primeros días, su vida fue una puesta en escena: vestido como niña por capricho de su madre, quien lo tuvo pasados los cuarenta años y decidió alargar su niñez con fajas, pomadas y rituales que borraban la frontera entre lo masculino y lo femenino. Madame de Choisy, íntima de Ana de Austria y educadora del joven Luis XIV, convirtió a su hijo en un espejo de sus fantasías cortesanas. 

Cada mañana, François-Timoléon era transformado: rizos, colorete, faldas, joyas. No era sólo un juego: se le aplicaba “cierta agua” para impedirle la barba, y fajas que moldeaban su cuerpo hacia una silueta femenina. Así, el niño se convirtió en compañero de juegos de Felipe I de Orléans, “Monsieur”, el Hermano del rey sol, quien también frecuentaba los salones de Madame para entregarse al arte del adorno. La corte no era sólo escenario de poder, sino también de deseo, ambigüedad y travestismo ritual. En ese mundo, Choisy aprendió que la identidad podía ser una máscara, y que la verdad no siempre era más valiosa que la apariencia. Fue nombrado abad en su infancia, a la edad de 9 años, un título que convivía con sus vestidos de encaje y sus inclinaciones teatrales.

Tras la muerte de su madre, heredó una fortuna que le permitió vivir sin oficio, entregado a los toilettes más extravagantes. Pero la corte, siempre vigilante, lo reprendió: el duque de Montausier lo humilló públicamente, y Choisy se retiró a provincias, donde siguió usando vestidos femeninos en sus intrigas sociales.

Sus memorias, escritas décadas después, son un carnaval de contradicciones, anacronismos y escenas que rozan lo inverosímil. Pero en ellas palpita una verdad más profunda: la infancia como territorio de ambigüedad, y la corte como laboratorio de identidades posibles. Choisy no fue sólo un travesti cortesano, sino un testigo de cómo el poder moldea los cuerpos, los gestos y los relatos. Entre faldas y púlpitos. 

“…Yo he vivido tres o cuatro vidas diferentes: hombre, mujer y siempre en los extremos”, confesó el abate de Choisy.

Tras su retiro de la corte, Choisy se convirtió en un espectro elegante que recorría provincias y salones, siempre vestido de mujer. No era un disfraz, sino una forma de estar en el mundo: la feminidad como estrategia de seducción, poder y libertad. En sus memorias, relata cenas en las que los caballeros lo cortejaban sin saber que bajo el corsé latía un corazón masculino. Su estilo era tan refinado que incluso las damas lo tomaban por una rival encantadora.

Pero la teatralidad tiene sus límites. En un giro inesperado, Choisy se acercó a la religión. No por culpa ni arrepentimiento, sino por curiosidad y deseo de orden. Fue ordenado sacerdote (ya era abad) y comenzó a predicar con fervor. Su travestismo no cesó del todo, pero se volvió más discreto, más íntimo. La sotana convivía con el recuerdo del encaje.

En 1685, fue enviado como diplomático a Siam (actual Tailandia), junto a otros intelectuales franceses. Allí, entre templos y rituales budistas, Choisy escribió crónicas que mezclaban exotismo, teología y observación antropológica. Su mirada era ambigua: admiraba la espiritualidad oriental, pero también la juzgaba desde la fe católica. En sus textos, los monjes siameses aparecen como espejos de su propia búsqueda: hombres que renuncian al mundo, pero lo observan con intensidad poética. A su regreso, se concentró en escribir sus Mémoires, un testimonio único del siglo XVII: mezcla de confesión, novela picaresca y tratado moral. En ellas, Choisy no se justifica: se narra con ironía, ternura y lucidez. Su vida fue una danza entre lo sagrado y lo profano, entre el púlpito y el tocador.

En 1687, François-Timoléon de Choisy fue recibido como miembro de la Académie française, ese templo de las letras donde la retórica se mezcla con la política y la memoria. Su ingreso fue menos por sus sermones que por su estilo: una prosa elegante, ambigua y profundamente cortesana, capaz de retratar el alma barroca de Francia. Esto lo convirtió en el primer travesti reconocido en formar parte de la prestigiosa Académie française.

“He completado, gracias a Dios, la historia de la Iglesia; ahora la voy a estudiar”, decía con ironía De Choisy.

Entre sus obras más destacadas se pueden mencionar Quatre dialogues sur l’immortalité de l’âme (1684), escrito junto al Abbé Dangeau, donde reflexiona sobre la fe, la conversión y la eternidad con tono filosófico y confesional; Mémoires pour servir à l’histoire de Louis XIV, publicados póstumamente en 1727, que ofrecen retratos chispeantes y escandalosos de la corte, aunque con licencias narrativas que rozan la ficción; Historia general de la Iglesia, una obra monumental en 11 volúmenes, escrita con humor y distancia; Correspondencia con Bussy-Rabutin, donde se revela su agudeza epistolar y su talento para el retrato moral; y un libro póstumo que editó Paul Lacroix en 1870 y que llamó Aventures de l’abbé de Choisy, que recoge sus travesías travestidas y sus intrigas amorosas bajo identidades femeninas.

Su biblioteca personal incluía textos sobre Siam, tratados teológicos y novelas libertinas.

David Hume, el filósofo escocés, conservaba sus Mémoires y su relato de viaje a Siam como testimonio de una época donde el disfraz era también método de conocimiento.

“…la única que comprendía mi alma dividida”, dijo Choisy refiriéndose a Madame Lafayette, autora deLa princesa de Cleves.

En una de sus memorias más célebres, Choisy narra cómo, vestido de mujer, fue invitado a una cena en la que un joven caballero quedó prendado de su elegancia. El abad, bajo el nombre de “Mademoiselle de Barres” (nombre que usaba también como seudónimo para sus escritos), recibió galanterías, flores y promesas de amor. El caballero, convencido de estar ante una dama noble, le ofreció matrimonio. Choisy, divertido y algo inquieto, prolongó el juego durante semanas, hasta que una indiscreción reveló su identidad. El joven, humillado, se retiró sin escándalo, pero el episodio quedó como prueba de la eficacia teatral del travestismo cortesano.

Aunque no fue una relación amorosa en sentido carnal, Choisy mantuvo una estrecha amistad con Madame de La Fayette, autora de La Princesse de Clèves. Fue ella quien, según sus memorias, lo animó a retomar el uso de vestidos femeninos tras un breve período de masculinidad. En sus cartas, Choisy la describe como “la única que comprendía mi alma dividida”. Esta complicidad intelectual y estética se convirtió en una forma de amor: el reconocimiento mutuo entre dos seres que entendían el poder de la máscara y la escritura.

Choisy murió en 1724, dejando tras de sí una obra que desafía las categorías: ni santo ni libertino, ni historiador ni novelista, sino un cronista de lo posible. Su vida fue una alegoría barroca: el hábito y el corsé, la sotana y el rouge, la fe y el deseo, todo entrelazado en una escritura que aún hoy incomoda y deslumbra.

Mucho antes de que el género se volviera debate, el travestismo ya era ritual, juego, estrategia y memoria: Choisy lo encarnó como herencia antigua, espejo de una humanidad que siempre ha sabido disfrazarse para decir su verdad.

También te puede interesar

Deja un comentario