La Leyenda del Cerro Milagro de Putre

por Hermann Mondaca Raiteri

El pueblo de Putre está enclavado en plena cordillera y rodeado de cerros, azotados por los fríos vientos del nevado de Taapaca. Y es cuna  de varias leyendas ya casi olvidadas por sus habitantes, donde algunos ya no son originarios del lugar, sino, llegados de pueblos cercanos a la zona y que luego establecieron sus residencias en ella. 

La leyenda que vamos a narrar es un relato casi inverosímil de un antiguo residente de Putre, quien poseía el carnet de identidad con el N° 1, consignándose como el documento de identificación más antiguo del entonces Departamento de Arica. Este señor, cuyo padre o abuelo era argentino, poseía una carta fechada en el año 1884, escrita desde esa república, donde hacían referencia a un cerro que decía estaba ubicado en las cercanías de Putre y cuyo nombre era Sausamuna.

En dicho cerro, según relata este antiguo residente de la zona, ocurrió un insólito hecho, que más parecía producto de un sueño y que a partir de aquel enigmático suceso pasó a llamarse Cerro Milagro.

Durante aquella noche se escuchaba largamente la bulla de una desenfrenada fiesta en un rancho de mala muerte donde vivía Julián Tarqui, un desenfadado truhán que había contraído nupcias, en 1789, con una linda criolla llamada Fabiola Aranda, oriunda del pueblo de Putre, en la precordillera.

Además de derrochar la fortuna que la joven había aportado como dote, el gañán le daba mala vida pues era ella la que trabajaba desde el amanecer para poder comer, mantener en orden el desvencijado rancho donde vivían y remendar la escasa ropa que le quedaba después de dos años de casada.

La infeliz soportaba su destino con resignación y lloraba por las noches ahogando sus gemidos y sollozos para no ser oída por su marido y así evitar reprimendas y malas palabras que frecuentemente terminaban en golpes.

Fabiola se había casado enamorada y contra la voluntad de sus padres, quienes le rogaron no lo hiciera, sabiendo de la mala fama de aquel gañán notoriamente interesado en su modesta dote. Ella desestimó las sospechas y al poco tiempo el matrimonio debió abandonar la modesta pero decente casita que habitaban, forzado por sus cuantiosas deudas. Entonces emigraron a un ranchito de mala muerte ofrecida por una pariente lejana. Precisamente allí el mal hombre organizaba las ruidosas fiestas con un grupo de amigos de su misma calaña.

Esa noche Fabiola, próxima al parto de su primer hijo, se sentía mal y peor aún   con el bullicio tormentoso de los juerguistas. Angustiada, pensó entonces en partir donde una amiga que vivía en un caserío cercano. Ello le exigía atravesar un alto cerro.  

El desfiladero que debía tomar era peligroso y poco frecuentado porque se decía que en él existía una guarida de pumas que ya varias veces habían incursionado en los corrales del pueblo. Con la desesperación y la fiebre, Fabiola no pensó en ello y furtivamente salió del rancho emprendiendo la marcha por el desfiladero en dirección a la casa de su amiga, justo a medianoche, sin más abrigo que una manta de lana.

Tomando aliento de trecho en trecho, hasta llegar a la cumbre, se sentó al lado de una gran roca para descansar y guarecerse del intenso viento frío que soplaba desde el nevado de Taapaca.  De pronto, se vio cegada por la brillante luz de un relámpago seguido de un lejano trueno. Comprendió que se aproximaba una tempestad que le impediría continuar su marcha. El temor y el desamparo la invadieron y haciendo caso omiso de la distancia, corrió en dirección a la casa de su amiga, pero resbaló y cayó de rodillas. Al hacer un esfuerzo para levantarse un intenso dolor en sus entrañas la paralizó, sus  ojos se llenaron de lágrimas que muy pronto bañaron sus afiebradas mejillas al comprender que no podría continuar más la marcha. Su corazón le indicó que debía encontrar un abrigo para traer al mundo, el fruto del amor no merecido.

La luz de otro relámpago le hizo distinguir frente a ella una cueva en la montaña. Arrastrándose hacia su interior se encontró con un suelo plano y arenoso. Arrojó la manta de lana sobre la tierra y se recostó resignada, esperando que se cumpliera la voluntad de Dios.

Pasó cerca de una hora. Afuera la tempestad arreciaba y sus dolores se hicieron más fuertes. Pensó que no podría resistir más y su tensión creció al máximo cuando escuchó un rugido que retumbó en el fondo de la cueva. Sintió que la sangre se le helaba y aterrada dirigió su vista hacia el origen del sonido, y en el fondo de la cueva vio dos puntos luminosos que se fijaban en ella.

 

Fabiola cubrió su cabeza acallando los quejidos y miró nuevamente al fondo de la cueva sin que esta vez viera nada, excepto una profunda oscuridad. Procuró tranquilizarse pensando que todo había sido fruto de su agitación o los temores de su afiebrada imaginación o del retumbar del estruendo de la tempestad.

El tiempo pasó lentamente y la cruenta tempestad comenzó a ceder, hasta que desapareció por completo, dando paso a un cielo estrellado. La aurora comenzó a teñir de oro los picachos más altos de las cumbres.

Al despertar Fabiola miró a su alrededor y cuando fijó su vista en el fondo de la cueva, con horror divisó nuevamente en su oscuridad los dos puntos luminosos mirándola ahora fijamente.  El temor la invadió completamente y estremeció su cuerpo. Su terror fue tan grande que aceleró el advenimiento de su hijo a este mundo, considerado por ella como un valle de lágrimas.

En esas condiciones llegó a la vida su hermoso hijo, al que recibió y protegió con amor y ternura. Entonces nuevamente brotó desde el fondo de la cueva el rugido que ya la había aterrado. La mujer, aferrando al hijo entre sus brazos, observó pavorosamente como se aproximaba una leona con pasos sigilosos y las fauces abiertas, perdiendo entonces el conocimiento.

La fiera se acercó cautelosa, olfateó el cuerpo de la joven, lamió la sangre que se había acumulado producto del parto, y acomodándose sobre la manta, se recostó al lado del recién nacido.

La fiera se acercó cautelosa, olfateó el cuerpo de la joven, lamió la sangre que se había acumulado producto del parto, y acomodándose sobre la manta, se recostó al lado del recién nacido.

Al día siguiente, cuando la madre volvió en sí, la leona había desaparecido y su hijito dormía plácidamente a su lado. Incrédula, lo palpó como para cerciorarse si era verdad lo que veía. Dos veces intentó levantarse y continuar su camino a la casa de su amiga, pero le resultó imposible. Al encontrarse en ese estado pensó que había llegado su hora. La asaltó el temor de que la leona podía regresar y devorarla junto a su hijo y nadie sabría más de ella.

En esas meditaciones se encontraba cuando oyó el rugido lejano de la fiera.  Resignada, encomendó su alma a Dios. La leona apareció en la entrada de la cueva llevando en el hocico una pequeña liebre recién cazada, aun goteando sangre de sus heridas.

La mujer, sin saber lo que hacía y olvidando el peligro, cogió del hocico de la leona al animalito y comenzó a beberle la sangre que le goteaba. La leona rugió sordamente, soltó la pequeña presa y fue a echarse cerca del recién nacido.

A los pocos minutos Fabiola se quedó profundamente dormida. La fiera permaneció quieta durante unos instantes y luego, lentamente, se dirigió al interior de la cueva trayendo consigo uno a uno sus cachorritos, los que fue colocando junto al niño recién nacido para luego abandonar la cueva.

Fabiola no supo cuánto tiempo había transcurrido, pero poco a poco sintió recuperadas sus fuerzas. Comprendiendo que era peligroso permanecer más tiempo en la guarida de la leona, acarició a los cachorros y abandonó la cueva con su hijo a cuestas en dirección hacia su destino.

Después de una penosa marcha llegó a la casa de su amiga, a quien narró lo acontecido. Ante la incredulidad de quien la escuchaba más que sorprendida, Fabiola le insistió vehementemente que en agradecimiento había dejado para abrigo de los cachorros su manta de lana. Entonces su amiga reaccionó sosteniendo que lo vivido se llamaba milagro que le permitía seguir con vida. Así lo contó a su marido, éste a sus amigos y pronto el hecho se esparció por toda la zona. Poco después la gente comenzó a llamar Milagro al cerro Sausamuna.

Al poco tiempo la gente casi había olvidado lo ocurrido a Fabiola, cuando una mañana el pueblo, alarmado, se dio cuenta que en la noche unos leones habían saltado la pirca de uno de los corrales y se habían llevado a dos ovejas, por lo que se decidió llevar a efecto una batida para darles caza.

En la mañana temprano salieron unos diez lugareños armados de lanzas, palos y cuchillos. Regresaron al anochecer con el cuerpo de un cachorro y con la noticia que habían dejado a otro herido, pero como anochecía debieron abandonar la cacería.

Cuando Fabiola se enteró de esto, sin avisarle a nadie, salió temprano en la mañana con su hijito y se fue directamente a la cueva de la leona.  Comenzó a rastrear, hasta que no muy lejos encontró a la bestia herida con una lanza atravesada en las costillas. Al sentir los pasos de Fabiola la leona levantó su cabeza, frunció su ceño y la recibió con esa mirada cómplice de los animales que reconocen a algunos seres humanos como sus amigos, movió su cola y posó su cabeza entre sus patas, fatigada por el dolor intenso de la lanza, sin hacer el menor intento por levantarse.

Fabiola se acercó y acariciándola, le dio a beber agua de la botija que llevaba. La leona  miró a Fabiola con ojos lánguidos, le lamió las manos y lanzando un quejido profundo dejó de  respirar. Fabiola se recostó al lado y lloró amargamente. Acarició tiernamente la cabeza de la leona, se levantó y miró con profunda tristeza el cuerpo sin vida de su protectora, que como ella era una víctima del infortunio y la crueldad.

Acarició tiernamente la cabeza de la leona, se levantó y miró con profunda tristeza el cuerpo sin vida de su protectora, que como ella era una víctima del infortunio y la crueldad.

Luego de unos minutos acomodó a su hijito entre unos arbustos y arrastró penosamente el pesado cuerpo de la leona. Enseguida cavó un hoyo, envolvió el cuerpo de la leona con los restos que quedaban de la manta y le dio sepultura, para lo cual colocó una cruz como si se hubiera tratado de un ser humano.

Momentos después levantó de la hierba a su hijito a quien estrechó fuertemente contra su pecho y abandonó el lugar con una profunda  amargura en su corazón.

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4 comments

Eduardo mayo 26, 2023 - 3:31 am

Excelente

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HERNANDO CERDA B. mayo 26, 2023 - 11:43 am

Hermoso y tierno relato tramitase como un poema para nuestros infantes especialmente los que somos abuelos

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Juan P. Morales Oyarzún mayo 26, 2023 - 2:15 pm

Muy buena y emotiva la historia del cerro milagro. Lamentable como terminó la vida de la leona.

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Rosa Moreno Ochoa mayo 27, 2023 - 5:58 am

Que leyenda más hermosa querido amigo. Un relato que emociona y te invita a terminar la lectura con gran interés por los acontecimientos que revisten gran sensibilidad y nace una increíble complicidad, entre un felino tan feroz, y una asustadiza nodriza.
FELICITACIONES HERMANN Y MUCHAS GRACIAS POR COMPARTIR ESTAS BELLAS LECTURAS!

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