El viernes 9 pasado, se efectuó un homenaje a los 23 estudiantes caídos (catorce detenidos desaparecidos y nueve ejecutados) de la hoy Facultad de Economía y Negocios -FEN- de la Universidad de Chile. Tres eran extranjeros (un dominicano, un ecuatoriano y un estadounidense).
Entre los 23 está mi hermana María Cecilia, detenida desaparecida, a los 27 años, junto a su marido, el médico argentino Guillermo Tamburini, víctimas del Plan Cóndor. Ella era socióloga y fue estudiante de esa Facultad. Ambos fueron secuestrados de su departamento en Buenos Aires en la madrugada del 16 de julio de 1976. Sus cuerpos no han sido encontrados.
Como en años anteriores fui invitada a hablar. El siguiente es el texto que leí:
Entonces se nos cayó encima otro septiembre. Los volantines al viento, la fonda con su música estridente, la empanada recalentada, el sol que se desliza por la cresta de la ola. La espuma suspendida en el aire, las gaviotas con sus piruetas dibujan una fina estela contra el cielo luminoso. La cueca sola, cada vez más sola. Viva Chile, mierda.
A mí, querida hermana, me envuelve la ausencia, tu ausencia que me ha seguido como una larga sombra durante muchos años. Ha caído tanta lluvia y en mí aún se anida el vacío profundo de la pérdida irreparable. Irremplazable. Te hablo, te extraño, te busco sin rumbo. Fuiste mi sol, mi estrella, mi luna. Cuando desapareciste, me quedé a oscuras.
Sólo quiero pensar, hermana mía, que tú estás lejos de la noche y el dolor. Lejos del olvido, a salvo, apañada en mi abrazo, clavada en mi memoria, con tu sonrisa dulce y tu alma en paz. Pese al tiempo transcurrido -ya son 46 años- he hablado, dentro y fuera de Chile, de ti y de todas las y los detenidos desaparecidos en Chile y América Latina, las llamadas víctimas del Plan Cóndor. He contado tantas veces la misma historia que podría recitarla como un largo poema.
Pero seguiré hablando frente a quien me quiera oír. O leer. Porque sólo tengo la palabra y la memoria. He constatado, una y otra vez, que compartir ambas aliviana la carga y, por un instante, ahuyenta tanta soledad. Voy lentamente quitándome las telarañas de silencio, de inercia, en la cual me sentí entrampada durante tanto tiempo. Nos mintieron, nos engañaron, nos amenazaron, nos prohibieron el duelo. Nos robaron el futuro y nos pisotearon el pasado. Pero no pudieron arrebatarnos nuestra dignidad y la de nuestros caídos. Esa es nuestra gran victoria, aunque sigamos colmados de ausencia y desolación.
Durante años nos reunimos en torno a esa mujer altiva, de piel de mármol blanco, con la vista vendada y el corazón frío. Una figura solitaria, ubicada en los pasillos de los tribunales, que se negó a responder la única pregunta que habría detenido nuestro viaje al infierno. ¿Dónde están? La acechamos, le lanzamos maldiciones, le rogamos como a esos santos mudos de los altares cristianos. Si hubiésemos podido, le habríamos prendido velas y prometido mandas.
Cada uno y una de nosotros sigue librando una batalla con sus propios molinos de viento. Contra todas las mareas, las internas y las externas, queremos confiar en que algún día la balanza se inclinará en favor de las víctimas y sus familias. En esta espera que, quizás nunca termine, seguiremos exigiendo verdad, justicia y reparación como la única forma de honrar sus vidas y sus nombres.
Quisiera creer que no todo está dicho ni hecho. Quisiera creer que nos reconocemos en la convicción de que los sueños son posibles, de que los milagros ocurren y que podemos torcerle la mano a la realidad. Pero tengo claro que para iniciar esta búsqueda hay tener el coraje de recordar y la voluntad de saber.
No puedo dejar de pensar en aquellos que se enjuagan la boca con el perdón, la reconciliación, la necesidad de dar vuelta la hoja, mientras levantan la copa en el cóctel de rigor y las palabras caen del aire como bolas de fuego en una magistral proeza circense que se cierra con un brindis.
En dos días más conmemoraremos un nuevo aniversario del Golpe. Bastó un día para que cambiara para siempre la vida de millones de chilenos, incluso de aquellos que aún no habían nacido. Ninguno de los nuestros que recordamos hoy han sido olvidados. Sólo sus fotografías se han teñido de sepia, porque la memoria está intacta, el amor, de pie, porfiado, la herida que no cicatriza. A cada uno de ellos queremos reiterarles, donde quiera que se encuentren, que no se equivocaron, que no fallaron, sino que sólo fueron interrumpidos en la canción entonada, la marcha emprendida, la bandera enarbolada, el mañana en pleno vuelo. Seguimos.