La semana pasada me crucé con una marcha convocada por jóvenes. Una juventud vibrante de vida, desbordada de entusiasmo, libertad. Resueltos a denunciar la política genocida del Likud liderada por Netanyahu: Era un hospital / no una base militar; No una guerra / es un genocidio; No nos mires / no nos filmes / únete a la marcha (…) Escuché en las calles de Madrid, lleno de turistas curiosos que comenzaron a sacar sus teléfonos móviles para hacer precisamente lo contrario a la última consigna. Lema que puso a prueba mi pequeña libertad, mi esclavitud. Crucé el cordón de la Guardia Civil y me uní a la marcha hasta la Puerta del Sol.
Presenciamos a diario, en vivo y en directo la autodestrucción de la humanidad. La contaminación de mares y ríos, robo de tierras, incendios forestales intencionados. El agravio a los pueblos originarios de los cinco continentes. Recuerdo en los 90 el genocidio en Srebrenica, la masacre de la Cantuta, Perú. A principio del dos mil, la destrucción de Irak y su legado de treintaicinco siglos de aporte continuo de la antigua Mesopotamia a la humanidad. Por estos días observo en tiempo real, y a tres mil ciento cuarenta kilómetros más cerca de la ciudad de Santiago, el genocidio al pueblo palestino en la franja de Gaza.

Foto: Xinhua / Rizek Abdeljawad
En cada uno de estos dolorosos hechos, hoy en Palestina, observo sorprendido imágenes de niños, niñas, mujeres y hombres en una actitud que pareciera transgredir el horror de la guerra, el hambre, la niñez vulnerada y la pérdida de sentido por la vida. Si vale o no la pena ser vivida. A diferencia de las imágenes de horror que ya conocemos; niños jugando con un envase plástico, lanzándose agua con pequeñas tapas de bidones, abriendo un dulce, saltando una cuerda, un hombre restaurando un instrumento, mujeres disponiendo una mesa improvisada para comer en medio de los escombros. Resiliencia llamarán algunos, capacidad de adaptación de combinación de factores biológicos, fisiológicos y psicológicos, dirán otros. No sé, si volver a creer en la humanidad o llorar. No sé, si de pena o impotencia. Lo cierto es que me pregunto qué hace que un ser humano, niño o adulto, tengamos esa capacidad de sonreír en medio del horror.

Viene entre recuerdos los potentes personajes de Quino en Mafalda, Libertad. La pequeña-grande amiga de Mafalda. Intencionadamente la más pequeña de sus amigas, pero las más briosa de todas. Con un discurso de la vida que todos quisiéramos tener. Hay una libertad que nadie puede arrebatarnos, y es la actitud que tomemos frente a las circunstancias, vicisitudes y crisis más profundas a las que puede ser sometida la especie humana. Nada ni nadie puede arrebatarnos la actitud que tomemos frente a la adversidad. No se trata de liberarse de las circunstancias, sino de la libertad de tomar una postura y una decisión dentro de ese acontecimiento, por mas duro que sea. Consciente o no, elegir una actitud.
No sé si pararme frente a un edificio gubernamental, frente al palacio de la Moneda o el Congreso Nacional en Valparaíso a reclamar ese derecho, pero lo pienso mejor, y creo que todo está en mí, bueno, una parte de ese derecho. En esta cabeza llena de mediocridad y belleza, en este corazón pequeño que late fuerte ante las injusticias del abuso de poder. Miro hacia dentro y reconozco que es ahí donde radica la mitad de la vida. ¡qué ingratos hemos sido con el mundo!, cuántos sueños, sonrisas, amabilidad, y pausas para la amistad, escondidos, cerrados. Y creo que esto, después de todo, si tiene que ver con la política. No con esa demagogia charlatana partidista. No con la de los discursos y promesas incumplidas ni la de las luchas inacabadas. Esto de la libertad está más cerca aún, ligada fuertemente con la política de nuestras vidas, la base donde los fundamentamos, los principios que conducen nuestros caminos. Por que aquí debe estar la capacidad para hacer el adecuado ejercicio de nuestra libertad y no de nuestra indiferencia hacia los temas esenciales que nos debieran mover como humanidad.

Somos libres de expresarnos y nuestras bocas no paran de decir pequeñeces. Somos libres de contar bellas historias y no paramos de hablar mal de otros. Somos libres de actuar y nos detenemos. En los casos más extremos, nos paralizamos o miramos hacia al lado. Somos libre de pensar lo que queramos y a veces nuestras mentes son invadidas por el miedo. Somos libres de amar y nos detenemos.
Alguna vez escribí una carta de amor: he escrito mucho, le he hablado a los amigos, en mis letras, a los desconocidos, a los sueños, a luna incompleta de octubre, y a ese río turbio que atraviesa la ciudad. Pero hoy, hay en mi unos deseos nuevos. Se trata de olvidar el orgullo, la individualidad, el morbo, la amargura, la debilidad. La vida no vale nada cuando otros se están matando / y yo sigo aquí cantando (escribiendo)cual / si no pasara nada (…) dice una canción. Qué nos queda. Comenzar a gritar la vida, toser uno poco de sol, soplar una nube. Caminar pausadamente con los ojos abiertos. Escuchar el paso de las hormigas. Cosecharse, dejarse florecer. Fundirse con el mundo, en el mundo, sin importar la edad, emanciparse. Libérame libertad, de toda esclavitud.
(*) Niños palestinos jugando en el campamento de refugiados de Shati. Gaza
Foto: Xinhua / Rizek Abdeljawad
Leer notas anteriores de Dante Cajales Meneses