Oscar Castro en la Memoria.

por Ariel Dorfman

En este momento de dolor nacional y global hay muchas razones para conmemorar la existencia luminosa de Óscar Castro – el eminente actor, director y dramaturgo chileno – que falleció recientemente de Covid en París a la edad de setenta y tres años. Son pocos los artistas que produjeron, como él, obras que exaltan de una manera tan obstinada el triunfo de la vida sobre la desesperanza.

Lo hizo no sólo a lo largo de una prolífica carrera en el teatro, sino especialmente durante los muchos meses que pasó como prisionero político en los campos de concentración de Augusto Pinochet.

Cuando los militares derrocaron al gobierno democráticamente elegido del socialista Salvador Allende en septiembre de 1973, instalando un reinado de terror, múltiples figuras culturales chilenas, entre las que me incluyo, optaron por el exilio. Mi amigo Oscar decidió quedarse en el país y poner a prueba los límites de la feroz censura del régimen.

Y, en efecto, poco más de un año después del golpe, el 14 de octubrede 1974, Oscar y su compañía, El Aleph, estrenaron Al Principio Existía La Vida, una obra que reunía textos de la Biblia, Don Quijote, El principito. Un material presumiblemente inocuo, si no hubiera sido por dos escenas. En una, un capitán naufraga junto a su barco, prometiendo que llegarían días mejores. Y en la escena final de la obra, un profeta promete que sus palabras de esperanza y coraje lo sobrevivirían, habrán de continuar más allá de la muerte. Óscar confió en que el público entendería las referencias alegóricas a Salvador Allende, quien había muerto en el palacio presidencial de La Moneda, defendiendo la democracia. También apostó a que la policía secreta sería menos perspicaz.

Tenía razón sobre el público que acudió al programa en manadas y se equivocó respecto a la policía secreta. Un mes después del estreno, vinieron por él y su hermana, la actriz Marietta Castro. Fueron interrogados, torturados, amenazados de ejecución. Algo peor, sin embargo, les esperaba. Unas semanas más tarde, su madre, Julieta Ramírez y el esposo de Marietta, Juan Macleod (también miembro de la compañía), fueron apresados cuando visitaban a sus familiares detenidos. Hoy tanto Julieta como Juan todavía están, como otros chilenos, desaparecidos, todavía sin sepultura.

No quiso Óscar Castro que esa terrible tragedia, fruto de su amor por el arte y la libertad de expresión, amortiguase su creatividad. Durante dos años en varios centros de detención de Chile trabajó con sus compañeros prisioneros para montar obras de teatro, algunas de autores conocidos, como Sófocles (Antigona), Brecht (El Juicio de Lúculo) y Albee (Historia del Zoológico), pero sobre todo obras que el propio Oscar escribió durante su cautiverio. A menudo tuvo que cambiar el texto. Un capitán exigió que la palabra «rojo» en la obra de Albee se cambiara a «rosado», para que sonara menos revolucionaria y subversiva. En otra ocasión, convenció al Comandante del campo de Melinka de que una de las representaciones que estaban programadas había sido compuesta por un refugiado austriaco en Buenos Aires, un judío llamado Emil Kan (anagrama de Melinka) y el Comandante había asentido, por supuesto, había oído hablar de ese famoso autor, por supuesto que no había inconvenientes para esa escenificación.

Además de estas obras de teatro – llenas de melancolía y anhelo y humor, con referencias oblicuas a la lucha y la memoria y el sexo – también organizó Oscar unos happenings delirantes. Fingiendo que el centro de detención era una aldea y que él era su alcalde y, vestido con un frac extraído de un paquete de ayuda caritativa para los detenidos, iba a saludar a los harapientos y apaleados prisioneros que acababan de llegar a ese presidio. Estaban ingresando, dijo, al único espacio libre en el país y que todos los que vivían detrás de los alambres de púas, especialmente los soldados, eran los verdaderos presos. Luego se disculpó por los problemas de transporte que aquejaban s ese pueblito. Aunque los camiones y autobuses arribaban con una eficiente regularidad, las partidas eran, por desgracia, impredecibles y arbitrarias, por lo que podría pasar un tiempo antes de que los habitantes de este lugar pudieran marcharse. Mientras tanto, se estaban celebrando diversos campeonatos atléticos, incluyendo una maratón, y a los recién llegados se los invitaba a que participaran en esas actividades saludables. No contento con haber establecido el campamento entero como un escenario momentáneo para su febril imaginación, Óscar Castro seguía día tras día prolongando la ilusión, animando con su jocosidad y optimismo a los atribulados prisioneros, llegando incluso a despedirlos en su calidad de Alcalde el día en que finalmente fueron liberados del campo, felicitándolos por las incontables carreras que habían ganado.

Ese mismo espíritu indomable acompañó a Oscar cuando le tocó salir de su propia reclusión. Cuando lo desterraron a Francia, reconstituyó su compañía de teatro y comenzó a montar algunas de las obras escritas en los campamentos y otras más nuevas que exploraban las alegrías y desafíos del exilio. No fue una transición fácil. Arraigado en el vernáculo chileno, con una relación visceral y popular con los sectores desposeídos de su tierra, tuvo que adaptarse a un entorno extraño, encontrar un lenguaje que pudiera traspasar barreras y fronteras. Si lo logró fue debido a que siempre había sido parte de una tradición universal, un admirador de Fellini y Grotowksi, Augusto Boal y Marcel Marceau y los Beatles, de manera que fue encontrando la forma de compartir con un público foráneo su emoción, versatilidad e inventiva.

También trabajó en el cine, notablemente en 1983 en Ardiente Paciencia, basada en la novela homónima de Antonio Skármeta, quien decidió que Oscar sería ideal para el rol de un tímido cartero que, sumamente enamorado de una chica inalcanzable, busca el consejo de Pablo Neruda para conquistarla. Esta es, por supuesto, la trama de Il Postino, la galardonada película que Michael Radford filmó once años más tarde, transfiriendo la historia a Capri y eligiendo a Massimo Troisi como el cartero.

Troisi murió unas horas después de que la filmación terminó. Oscar, el primer postino, vivió, en cambio, muchos años adicionales, hasta que la pandemia se lo llevó, acosando al hombre al que la plaga de la dictadura fue incapaz de someter o suprimir, matando al actor que, hace décadas, se subió a un pequeño escenario en Santiago de Chile y, encarnando a un profeta, prometió que su obra lo sobreviviría, continuaría más allá de la muerte.


Por Ariel Dorfman
Autor de La Muerte y la Doncella y muchas otras obras de teatro, estrenadas en todo el mundo. En 1976, él y su mujer Angélica se reunieron con Oscar Castro, recién exiliado, y durante varios días y noches grabaron su experiencia en los campos de concentración chilenos, una larga conversación que después se publicó en la Revista Araucaria.

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