Afirma Tzvetan Todorov, en el prólogo del libro Frente al límite (Siglo XXI Editores, 1993), que “El héroe es lo contrario que el fatalista; está del lado de los revolucionarios y en contra de los conservadores, no tiene ningún respeto por las reglas existentes y piensa que todo objetivo puede ser alcanzado por poco que se disponga de una voluntad suficientemente fuerte”. Esta podría ser, perfectamente, la premisa de la última novela de Marcelo Simonetti, Redman (Aurea Ediciones, 2022). Sin embargo, bajo una aparente subyugación frente a la figura del héroe -en este caso, político-, el talento y maestría de Simonetti le permite cuestionar su sentido ético, su anacronismo y su eficacia.
Ya lo hemos marcado en estas columnas, Marcelo Simonetti es uno de los escritores chilenos más sólido y consistente de la actualidad. Desde su notable La traición de Borges (Lengua de trapo, España: 2005) hasta su exquisita Dibujos de Hiroshima (Emecé, 2020), ha demostrado no solo un manejo preciso y elegante de las formas narrativas, sino que también una mirada inteligente a través de la cual ilumina aspectos críticos de nuestra contemporaneidad. En el horizonte de sus preocupaciones ha estado siempre presente el tema de la memoria, de su recuperación en tiempos desechables, rápidos y banales. El protagonista, Teo Santos (periodista estrella de una revista de moda y algo de farándula), hará el cruce desde un mundo en que la frivolidad discursiva más que permitir un acercamiento a la realidad, la eclipsa, desdibujándola y alejándola de los lectores – o, si queremos ser más precisos, de una parte de los posibles lectores-, hacia ese otro mundo que la línea editorial de la revista desconoce y que, en el mejor de los casos, ocupará algún lugar bajo la forma de lo exótico o lo popular, para cumplir el mandato de lo políticamente correcto en tiempos de democracia. El reportaje a un sindicato de profesores cuya sede está en la zona poniente de Santiago lo conducirá hacia la investigación de una red de adopción clandestina, encabezada por un sacerdote aparentemente del Opus Dei.
La historia remite, ciertamente, a un conocido caso denunciado, investigado y sancionado en Chile hace unos cuantos años. De esta forma, el escenario amplio de la novela ya no es el de los héroes, sino el de la desigualdad. En este sentido, podríamos decir que esta es una novela pre estallido social, que de cierta forma lo anticipa, ya que, desde el acto de epifanía social del protagonista, la ciudad quedará dividida en dos: por una parte, el mundo de los exitosos, los integrados a la gran transformación modernizadora y globalizadora del país, donde se consumen buenos tragos, se viste ropa de marca, se planean vacaciones en Miami o el Caribe, se ejerce el sexo sin compromiso real o, al menos, tratando de que no se note, donde los hijos están fuera de las proyecciones, y la sensación de tener una cierta cuota de primer mundo a la mano hace que en un medio de comunicación de masas importante el ethos dominante sea el placer, lo ligero y lo banal. En el otro, estarán los marginados, los castigados por la historia, los olvidados u olvidables. Allí trascurre el mundo de un profesorado fiscal, seguramente normalista, con una alta probabilidad de que tengan una militancia comunista, afectado fuertemente por la pobreza. Son revolucionarios, según propia declaración. Pero más bien son revolucionarios conservadores, anclados en el pasado. Ellos no quieren ser como los “otros”, sino seguir siendo lo que siempre han sido, y que la modernidad amenaza.
En la ciudad se ha constituido la brigada “Redman” que, mediante la interpelación pública a través de rayados murales, sugiere que hay crímenes sin justicia. Entonces, bajo el modelo de los súper héroes de Marvel, comenzará para el personaje principal una larga travesía donde combatirán día a día la convocatoria a recuperar la memoria a través de actos heroicos, o simplemente continuar en la burbuja de su medio de comunicación. La pregunta que la novela nos propone aparece en toda su magnitud: ¿tiene sentido el gesto individual, que lo arriesga todo o es mejor olvidar y seguir adelante? Es en este punto que, a mi juicio, empieza la novela. Un relato que podría haber derivado fácilmente hacia una representación realista pobre y esquemática, adquiere una dimensión diferente. Se densifica y, a través de una hábil trama en que se funde lo periodístico y lo policial, pone en cuestión la legitimidad de cada uno de los juicios que se van vertiendo. Los héroes ya no lo son tanto, las lealtades son cruzadas, los buenos son algo malos, y viceversa. Un mundo complejo, diverso, escapa a los intentos por dominarlo en esquema sencillos. Y un mundo complejo es el drama de los héroes.
Todorov dice que “el héroe es un ser solitario y ello por un doble motivo: por un lado, combate por abstracciones más que por individuos; por otro, la existencia de seres cercanos lo hace vulnerable”. Si seguimos la novela hasta el final, veremos que la red de relaciones que se va construyendo devela que la historia está plagada de seres cercanos, afectivos, emocionales, y donde aparentemente se mueven por fuertes convicciones, la verdad es que lo hacen por afectos muy precisos y reconocibles. Las abstracciones –léase revolución, justicia, verdad- están un paso más allá.
Como en toda buena novela, no hay respuestas sino preguntas. Simonetti nos deja las preguntas abiertas y acuciantes. Preguntas que, tal vez, si como colectivo hubiésemos contestado con más prontitud, podríamos haber evitado que la sangre llegara al río. Antes, allá por los setenta; durante nuestra democracia; después del estallido e incluso ahora, que la realidad del 62% nos dio otro mazazo. Moraleja: abrirnos a lo diferente es mejor que perseverar en la imposición de lo propio: “el mundo de los héroes […] –dice Todorov- es un mundo unidimensional que no comporta más que dos términos opuestos: nosotros y ellos, amigo y enemigo, valor y cobardía, héroe y traidor, negro y blanco”. Y ese mundo no me gusta.