Si la idea de justicia como finalidad del ordenamiento jurídico es más propia de la filosofía del derecho, desde la antropología social, en cambio, corresponde sostener que el fin del derecho positivo es la paz social. Ya Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, constata que “el alma” humana “está dividida por la discordia”[1] y que, por tal razón “los legisladores consagran más esfuerzos a la amistad que a la justicia”[2]. Aunque según el filósofo ateniense, el modo natural constitutivo de la vida humana es social, esto no quiere decir que la sociedad sea, por naturaleza, cooperativa. Es evidente que junto a la necesidad y el impulso hacia el altruismo concurren tendencias sociales egocéntricas y competitivas, que abandonadas a su libre expansión pueden destruir la convivencia[3]. El derecho positivo representa el primordial intento de armonizar ambas tendencias y, por lo mismo, es correcto sostener que una finalidad principal del ordenamiento normativo es la paz social. Como asegura Recasens Siches, el derecho «no ha nacido a la vida humana por virtud del deseo de rendir culto u homenaje a la idea de justicia, sino para colmar una ineludible exigencia de seguridad”[4], que es condición de la concordia colectiva. Este logro depende directamente de la eficacia de las leyes que, a su vez, supone una cultura jurídica cuyo sustento es el consenso en la necesidad de cumplir con las normas positivas.
En consecuencia, el principio básico de una cultura jurídica sólida es el de supremacía de la ley que, por lo demás, es también elemento inicial el Estado liberal de derecho. Tras este dogma, hay toda una historia cuyo hito germinal se puede fijar en el aserto aristotélico de que “el gobierno de las leyes” -que es desapasionado- ha de primar sobre “el gobierno de los hombres” movidos por la pasión[5].
Permitiéndonos un enorme salto histórico, pero todavía con siglos de precedencia al surgimiento de la noción de Estado de derecho, el principio de supremacía legal se consolidó con la promulgación del Bill of Rights, de 1689, que marcó el inicio de la evolución moderna hacia el actual rule of law, que es la denominación inglesa del Estado de derecho.
Una de las ramas del ordenamiento jurídico en la cual el principio basal de legalidad ostenta vital importancia es el derecho penal -incluidas sus categorías sustantivas y su materialización procesal- toda vez que se refiere al ejercicio, por la autoridad, de facultades que le permiten atribuir un crimen y privar de la libertad y otros derechos a las personas. Esta referencia sirve para argumentar por qué es el gobernante -también las demás autoridades del Estado- quien en primer término debe obediencia a la ley, en el amplio sentido que abarca desde la Constitución hasta las normas jurídicas de menor jerarquía, en todas sus actuaciones. Como lo profundizó en el siglo XIX Jellinek, la principal garantía del Estado de derecho es “la sumisión del Estado al Derecho”[6].
Pero, junto a este sometimiento estatal a la norma jurídica, para la eficacia del derecho es requisito incuestionable el apego de la comunidad a las leyes. Si este apego es sostenido en el tiempo existe una cultura de la legalidad. Estimamos que, en la actualidad, tanto a nivel internacional como en nuestro país, ha sobrevenido una crisis de la cultura jurídica específicamente relacionada con el principio de legalidad, que constituye una amenaza a la paz social.
En general, a partir de la segunda posguerra mundial, en las democracias occidentales sólidas e incluso en los países europeos del socialismo real[7], el principio de legalidad se cumplió. En cambio, en América Latina, tal cumplimiento no fue generalizado, pues los estados eran dispares en la vigencia del Estado de derecho. Pero hubo repúblicas como Chile, Costa Rica y Uruguay que destacaron por la autolimitación normativa de gobernantes y gobernados.
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En el caso de nuestro país, el legalismo era motivo de orgullo, tanto así que en el proceso revolucionario de comienzos de los años setenta, el presidente Allende colocaba el acento en que era una experiencia que respetaba la ley (aunque fuese la “ley burguesa”), de tal modo que, en lo fundamental, el extremo al que se llegó no fue la violación expresa de la ley sino la búsqueda de los denominados “resquicios legales” en la legislación vigente, los cuales, una vez descubiertos, daban al gobierno la oportunidad de cumplir un objetivo programático, como fue, por ejemplo, la aplicación del Decreto N° 520, de 1932, para preparar la frustrada constitución del área de propiedad estatal de la industria.
En el siglo XXI, lamentablemente, la solidez del principio de legalidad como norma directriz de los gobernantes y políticos se ha deteriorado hasta la fragilidad. En el denominado “mundo occidental”, son múltiples las manifestaciones de este menoscabo, entre ellas, la desestimación del derecho internacional público y, en particular, el absoluto desprecio de las reglas del derecho humanitario en los actuales conflictos armados, las infracciones al derecho migratorio y al derecho de los refugiados; y también las transgresiones al derecho interno, especialmente a las garantías constitucionales, el derecho penal y las normas del debido proceso. Son múltiples los ejemplos de líderes populistas, de diverso color político, que han accedido al poder en estados tradicionalmente orgullosos de su tradición de respeto a la ley y que hoy desafían abiertamente el imperio del derecho.
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El caso más provocativo es, sin duda, el de Estados Unidos, que ha elegido como jefe de Estado a quien fuera procesado por los delitos de intromisión electoral e incitación al asalto del Capitolio, perpetrados en su calidad de presidente, y que a mediados de 2024 fue declarado culpable de treinta y cuatro acusaciones de fraude mediante pagos con dinero de su campaña electoral, para obtener el silencio de una actriz porno. En estado de plena conciencia, hasta el punto de confesar que le agradaría ser dictador por un día, el ahora presidente electo vuelve a aguijonear las leyes federales mediante promesas como el retiro de la ciudadanía por nacimiento a los hijos de migrantes, violatorio de la Enmienda 14 de la Constitución, que data de 1870, o la realización de razias policiales en las escuelas. No está lejos de la verdad, por tanto, Liz Cheney, amenazada por Trump de enviarla “a la cárcel” junto a los demás miembros del comité investigador del ataque al Capitolio, cuando acusa un “ataque contra el Estado de derecho”[8].
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Otros casos recientes de la expansión que ha alcanzado el desprecio a la ley son de nuestra región, por ejemplo, el paradigmático fraude de Maduro mediante la violación despiadada de la normativa electoral, o el abierto desacato de Milei, quien luego de perder en el Congreso su propuesta de involucrar a las fuerzas armadas en asuntos de seguridad interior, firmó decretos que lo permiten, violando flagrantemente leyes dictadas desde hace treinta y seis años[9]. Se agrega la cancelación de la nacionalidad nicaragüense a cientos de opositores, por la tiranía Ortega/Murillo, en abierta violación del artículo 20 de la Constitución Política; y en Ecuador, la promulgación, por el presidente Noboa, de decretos manifiestamente ilegales, relacionados con el lavado de activos, luego de que el parlamento rechazara los respectivos proyectos de ley, así como el haber suspendido inconstitucionalmente de sus funciones a la vicepresidenta de la República. Por último, las violaciones a la ley del políticamente exitoso presidente de El Salvador, Navib Bukele, podrían llenar las páginas de un voluminoso libro.
Pero el fenómeno descrito alcanza también a la Europa de la post guerra fría. Así, mientras el gobierno polaco ha urdido maniobras fraudulentas destinadas a modificar la Constitución, saltándose las reglas que esta misma establece para su reforma, el nuevo gobierno de Portugal anuncia que negará la atención de salud primaria a los inmigrantes indocumentados, en flagrante violación al derecho internacional. Por su parte, en Hungría, Orban atenta contra el pluralismo de los medios de comunicación y los derechos de las minorías, desobedeciendo las resoluciones de los tribunales de Justicia y de Derechos Humanos de la Unión Europea; y a su vez, se consolidan en Turquía las restricciones inconstitucionales a las libertades de prensa y asociación, en tanto el gobierno indio, también inconstitucionalmente, priva de la ciudadanía a los residentes musulmanes, y el de Filipinas viola los derechos humanos mediante la actuación de ilegales “escuadrones de la muerte” en el combate al crimen organizado.
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En lo que respecta a nuestro país, es estimable que, salvo algunos casos de corrupción que han involucrado a determinadas autoridades, en general los gobernantes han apegado su actuar al principio de supremacía normativa. Sin embargo, a juzgar por actitudes y anuncios de eventuales candidatos presidenciales, Chile no está libre de caer en los vicios observados en otros países. Así, por ejemplo, el partido de uno de los precandidatos propone una “terapia de shock” en materia de seguridad, para “equiparar más o menos lo que observamos en El Salvador»[10], y también la utilización de las fuerzas armadas para combatir el delito, como se ha hecho en Ecuador, con los trágicos resultados que se conocen[11]. Por su parte, una precandidata propone “expulsar 3.000 extranjeros que se hallan en cárceles», lo que configuraría una violación de la ley, toda vez que solo los jueces pueden disponer la deportación de algunos condenados.
La situación internacional que hemos descrito se agudiza porque, como efecto y, a la vez, re incentivo del desprecio oficial a la legalidad, opera un grave deterioro de la cultura jurídica que consiste en el respeto y el aprecio comunitario al ordenamiento jurídico. Se extiende la idea de que este valor civilizatorio constituye una traba, no ya al cambio social como ocurría en los años sesenta o al aplastamiento de la subversión en los setenta, sino al combate contra los nuevos enemigos internos, esto es, los delincuentes, los inmigrantes, las personas LGTBI, los jóvenes revoltosos, etc.
Esta descomposición se manifiesta en el aplauso de muchos ciudadanos a conductas de los gobernantes contrarias al derecho, o bien en exigencias para que obren en tal sentido, con desprecio explícito a las leyes, en particular a las penales y procesales, pero también al Derecho internacional y al propio Derecho constitucional, así como a los principios jurídicos de responsabilidad fiscal.
Sectores importantes de la población, especialmente capas medias atemorizadas que son receptoras acríticas de los noticiarios, detestan escuchar que la presunción de inocencia es un derecho de los procesados. Este principio se encuentra hoy “transversalmente” afectado. Se le ataca por quienes “razonan” que a, raíz del aumento de la criminalidad violenta, los delincuentes han dejado de ser personas y que lo justo no es resguardar sino violar sus derechos humanos básicos y dar carta blanca a los agentes armados del Estado. Pero también se mancilla el principio de la presunción de inocencia y el derecho a la defensa, mediante consignas como el “yo te creo”, que condenan socialmente, en forma extraprocesal, a cualquier persona imputada por un acto de violencia de género. Frente a esta desviación jurídica pocos se oponen, porque no es “políticamente correcto”.
La crisis de la cultura jurídica se manifiesta igualmente en el desaire a los derechos humanos de las y los migrantes, alimentado por campañas fóbicas que conducen a exigir a los extranjeros apegarse a la ley, pero a la vez, a permitir o pedir que sus derechos básicos sean violados por el gobernante.
Del mismo modo, principios aceptados universalmente en materia de orden público económico son desafiados por demandas sociales solo susceptibles de ser satisfechas mediante políticas clientelísticas antijurídicas, que conducen a crisis fiscales que son muy difíciles de remontar.
Como sugerimos, una causa palmaria de este grave deterioro del Estado de Derecho es el discurso populista que desarrollan movimientos, partidos y gobiernos de distinto signo ideológico[12]. Si importantes sectores de la población siguen con entusiasmo a aquellos gobernantes y políticos que desprecian la ley, es porque les antecedió una persistente campaña, con características fóbicas, de desprestigio de los principios jurídicos, capaz de generar en sus destinatarios recelo hacia la existencia misma de esos principios y la aceptación natural de su vulneración.
Primariamente, la prédica populista obedece al deseo de congraciarse con gente intelectualmente perezosa y predispuesta a absorber con facilidad mensajes simples, pero constituiría un error limitar a ese objetivo el avance de tal discurso, puesto que, como lo demuestran experiencias históricas, su elaboración más acabada puede conducir a programas y medidas adoptadas por el poder político.
A su vez, repasando los tipos weberianos de legitimación del poder, se observa que lejos de la legitimación legal e incluso la tradicional, propias de sociedades con cultura jurídica acendrada, la consolidación política del populismo, solo realizable en modo autoritario, conduce a la primacía de la legitimación carismática, que alimenta el caudillismo y la perpetuación del gobernante en el poder, aunque sea al costo de violar la Constitución[13], como ha ocurrido en El Salvador, Nicaragua y Venezuela.
En el fondo, el populismo “politiza el derecho”, esto es, lo vuelve objeto subordinado al capricho del poder, eliminando la crucial distinción entre la ratio -sumisión a la supuesta racionalidad de la norma jurídica positiva, que es la base del Estado de Derecho- y la voluntas del gobernante antepuesto a dicha racionalidad[14].
En general, las masas despolitizadas creen que las medidas populistas favorecen su seguridad existencial, pero no son conscientes de las nefastas consecuencias que ello entraña para sus vidas y las de sus hijos, en cuanto el declive del principio de legalidad deteriora la seguridad humana.
No se puede negar, pues sería insensato, que la omisión estatal de la energía y la diligencia necesarias para enfrentar el crimen o la corrupción no solo atenta contra la eficacia del derecho, sino que es caldo de cultivo del discurso populista. Por lo mismo, es deber de los políticos patriotas sumar respaldo a todas las iniciativas de combate a esos males sociales, con base en los valores constitucionales.
Por todo lo dicho, se impone en las sociedades un organizado empeño de las fuerzas amantes de la paz, para revertir la actual situación y lograr una adhesión cultural de la población al ordenamiento jurídico. Queda claro que no basta con asegurar el cumplimiento de las leyes mediante aquella amenaza de sanción que es constitutiva del derecho, sino que se requiere recrear una cultura de la legalidad basada en la convicción de que la recta aplicación de la ley es la opción efectiva para derrotar el crimen y la corrupción, e incluso, para hacer frente a fenómenos tan complejos como la pobreza o las migraciones.
Por último, puesto que el populismo influye directamente en el descenso de las convicciones jurídicas básicas, es necesaria, en todos los países, la tarea mayor de remover las causas de este funesto fenómeno, entre las cuales destacan el fracaso de las políticas públicas -de distinto signo- para enfrentar la larvada crisis económica, la corrupción y la desconfianza en las instituciones del Estado y los partidos políticos.
[1] Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 b 11-24, IX, 4.
[2] Ibid. VIII, 1, 1155a 22-26.
[3] Lipson, Leslie. Los grandes problemas de la política. Ed. Limusa, México, 1964, pp.53 y ss.
[4] Recasens Sichez, L. Vida humana, sociedad y Derecho, FCE, México, 1945, p. 209.
[5] Aristóteles, Política, 1286 a.
[6] Jellinek, G. Teoría general del Estado, (Trad. de Fernando de los Ríos). México, Fondo de Cultura Económica, 2002.
[7] Si bien en la Unión Soviética y los países sometidos a su hegemonía no existía un Estado de derecho democrático y regían normas que vulneraban las libertades individuales, los gobernantes aplicaban la legalidad vigente y la población se sometía a las mismas.
[8] New York Times, 09.12.2024
[9] Ley de Defensa Nacional, de 1988, y Ley de Seguridad Interior, de 1992.
[10] Cooperativa,15.12.2024.
[11] La Tercera, 15.12.2024
[12] Laclau, E. Política e ideología en la teoría marxista: capitalismo, fascismo, populismo. Editorial Siglo XXI, Madrid. 1978.
[13] Weber M. Economía y Sociedad. Ed. Verbum S.L, 2020, Madrid, 62 pp.
[14] Ansuegui, F.J. Razón y voluntad en el Estado de Derecho. Un enfoque filosófico-jurídico, Dykinson, 2013, Madrid, 387 pp.