Asistimos al espejismo de la alternancia y la verborrea moral de un país que envejeció con rapidez antes de madurar. No en sus estadísticas demográficas, sino en su pulso vital. En apenas quince años, pasó del entusiasmo de las transformaciones estructurales a la fatiga crónica del desencanto. La democracia chilena, tantas veces celebrada como modelo, es hoy una forma sin contenido; un mecanismo de alternancia que opera como la cuerda de un reloj viejo, dando vueltas sobre sí misma, incapaz de marcar el tiempo real.
El gobierno de Gabriel Boric nació de esa ilusión. Su triunfo en 2021 condensó el deseo de ruptura de una generación que venía de la épica universitaria de 2011 y del trauma de 2019. Pretendía corregir los excesos de una transición interminable y desterrar la tecnocracia fría de las últimas décadas. Cuatro años después, lo que queda no es un Estado social de derechos, sino una administración exhausta, atrapada entre su moralismo discursivo y su impotencia estructural.
El espejismo fue creer que la alternancia equivalía a cambio. Bastaba, se pensó, con invertir el signo de las palabras —ética donde hubo cálculo, diversidad donde hubo orden, narrativas de sentido donde solo hubo gestión tecnocrática— para transformar la realidad. Pero el país ya no cambia por alternancia… solo se acomoda en el tedio de su inercia. Desde 1990, Chile ha perfeccionado una democracia que alterna rostros, pero no paradigmas. Aylwin quiso cerrar una herencia autoritaria de injusticias y atropellos sin lograrlo, Lagos modernizó sin redistribuir, Bachelet prometió igualdad y se ahogó en la burocracia, Piñera ofreció eficiencia y entregó estallido, Boric invocó refundación y chocó con la Contraloría. Lo que se repite no es la ideología, sino el destino del poder independiente de quien gobierne.

La palabra se volvió refugio y máscara del fracaso. Donde la acción no avanza, el discurso opera como placebo que multiplica su volumen. Inclusión, dignidad, memoria, derechos… vocablos nobles que, por exceso, se vacían. Cuanto más se habla, menos se gobierna. La retórica de la pureza reemplaza el matiz, la emoción sustituye la gestión, y el poder se disuelve en el eco de su propia voz.
El progresismo chileno ha padecido la enfermedad del lenguaje; una fe en la palabra como sustituto del acto. Su sintaxis es impecable, su semántica improductiva. Cada ministro comunica emociones, cada reforma es promesa, cada error se absuelve con autocrítica. En ese laboratorio verbal, la política deja de ser transformación y se vuelve performance moral.
Proselitismo identitario y nostalgia sin poder
En la era de la fragmentación, la identidad reemplazó a la clase como ficción de totalidad. Cada grupo erige su moral y cada moral su lenguaje. El progresismo creyó ver en esa diversidad un nuevo sujeto político y encontró, en cambio, un archipiélago de causas inconexas; feminismo radical, ambientalismo, pueblos originarios, diversidad sexual, animalismo urbano. Todas legítimas, todas dislocadas y rebosantes de su propio individualismo moralizante, a ratos rabioso o furioso. El Estado se convirtió en un foro de causas, donde cada ministerio encarna un credo simbólico.
De la representación se pasó al activismo institucional. El aparato público ya no gobierna; milita. Su léxico es el de los infinitivos morales —sensibilizar, visibilizar, resignificar— y su función, sostener la corrección ética del Estado. El funcionario moderno no ejecuta; pedagogiza desde la neoconsigna. Así, mientras el país discute pronombres, los hospitales carecen de médicos y las escuelas de profesores. La causa sustituyó la competencia y la gestión real de las carencias materiales.
En ausencia de religiones fuertes, las causas se transformaron en nuevas iglesias. Poseen dogma, clero y herejía. El disenso se penaliza, se cancela, se borra del mapa, se expulsa, se expía; el matiz se proscribe, la discrepancia se moraliza. La izquierda, que antaño se enorgullecía de pensar y representar la exclusión material, la pobreza y la explotación, ahora teme pensar. Prefiere acompañar y sentir, y el sentir —como toda emoción colectiva— dura lo que un aplauso.
Al abandonar el análisis estructural, el progresismo se quedó sin pueblo, sin sociedad hecha carne y colectivo. Reemplazó sindicatos por ONG, base social por red social. Su alianza es estética; minorías simbólicas y élites universitarias unidas por la culpa o la autocomplacencia globalizante. Boric encarna ese progresismo urbano, empático e inofensivo. Al comienzo en política -como quedó demostrado con esta administración-, las causas suman votos, pero al final restan poder.
El Estado sentimental convirtió la compasión en método. Cada acto oficial es una terapia colectiva; pedir perdón, recordar, conmemorar, resignificar. Humanismo, sí, pero despolitizador. La compasión sustituye el conflicto, la emoción reemplaza la estrategia. Chile se volvió un país donde el Estado llora con sus ciudadanos, pero no los protege porque garantizar la vida cotidiana no se considera una causa urgente. Y así se plasmó su amable y pueril fracaso.
En ese vacío de futuro, la nostalgia se ofrece como refugio. Allende, revisitado hasta la extenuación, funciona como mito y coartada que culminó en el horrible episodio del intento de comprar su casa. Apelando al pasado se quiso legitimar lo que el presente no logra construir. Boric, nacido después del 73, heredó la melancolía sin tragedia; un homenaje sin riesgo. La memoria se volvió escenografía ampulosa y triste en su descoordinación, como sucedió con los 50 años del golpe de Estado. La izquierda en el Gobierno repitió sus rituales con la fe de una cofradía y la eficacia de un archivo.

La Convención Constitucional fue el laboratorio final de esa pulsión; cada grupo escribió su propio evangelio. El resultado fue un texto sin jerarquía ni relato, rechazado no por conservadurismo, sino por cansancio. Desde entonces, toda reforma repite la misma coreografía; moralismo inicial, resistencia institucional, derrota final. Por eso, el progresismo practica hoy una forma peculiar de evangelización; el proselitismo de las minorías. No busca convencer, sino educar moralmente a la mayoría restante. El Estado se vuelve chamán, coaching o guía espiritual; la ciudadanía, alumnado culpable. Las mayorías populares, hastiadas de ese sermón, se refugian en el pragmatismo de la derecha. Quien se siente sermoneado castiga con el voto y en ese desplazamiento, el progresismo perdió el pueblo y la derecha heredó su descontento. Kast no necesita sofisticación ideológica; el miedo es un lenguaje más eficaz que la esperanza. Donde la izquierda predica empatía, la derecha promete control. Ambas gobiernan la impotencia, pero solo una lo hace con convicción y con agenda.
El relato, que comenzó con juventud, dignidad y cambio, terminó en tecnicismos y jergas. Los discursos se dirigen a un público de pares y fanaticada autorreferente, no a la ciudadanía. Mientras la izquierda se enreda en su propio léxico, la derecha ensaya una estética del silencio; habla poco y, por eso mismo, parece adulta.
El gobierno actual se convirtió en una gestión intrascendente de la melancolía, de la retórica, de la moralina y de frecuentes autogoles de prepúber. Sus ministros -los que no renunciaron y los. nuevos- tratan de citar el legado antes de terminar el mandato. El progresismo administra su ocaso con modales de archivo. Jeannette Jara, exministra eficiente y explotando cercanía, encarna la continuidad burocrática de esa misma fatiga; la tecnocracia enredosa de la fusión frenteamplismo / comunismo / exconcertación clientelar perpleja que apelan desde la retórica al deber en un país que ya no cree en la épica, sino que busca solo pragmática. Su derrota será burocrática, no política como acto de fe; el cierre contable de una ilusión de cuoteos clientelísticos disfrazados de servicio público.
La impotencia estructural del Estado y el fracaso holístico de la política

Chile ha construido una institucionalidad tan blindada que ningún gobierno puede ejercer poder real. El presidencialismo concentra responsabilidades y reparte obstáculos. La burocracia, profesional y lenta, defiende la inmovilidad como si fuera virtud, mientras los organismos técnicos imponen la moral de la contención; nada que exceda la hoja de cálculo sobrevivirá al informe. Así, la política funciona por repetición; cada presidente asume como reformista y termina como administrador. El Congreso, atomizado en clanes, negocia con lógica de guerra civil en miniatura. Casi nadie legisla y todos intercambian cuotas. En este ecosistema, el Ejecutivo declama, el Parlamento chantajea y el país envejece sin dirección.
El progresismo se estrelló con ese muro institucional. Boric no fue víctima de la derecha, sino de sus propias capacidades y visión, al tiempo que del estanco del Estado chileno. Descubrió que la voluntad transformadora se evapora entre informes, dictámenes y vetos cruzados. La Contraloría, en su celo legalista, transformó el control en ideología para cumplir un reglamento sin importar si en el fondo se responde a las necesidades ciudadanas. Gobernar dejó de ser decidir futuros para contentarse con redactar explicaciones preventivas alineadas con el ente contralor.
El resultado es una parálisis con estética de corrección. Casi nadie roba, casi nadie grita, pero nadie resuelve. La moral del trámite ha sustituido la política del riesgo. En este país, el error cuesta más que la inacción, y la prudencia burocrática es la nueva religión civil con la economía como aliado preferente reflejando el mismo síndrome. El crecimiento es mediocre, la inversión temerosa, la productividad plana. Las grandes reformas murieron por inanición. La seguridad, abandonada al diagnóstico sociológico, terminó en militarización tardía. La cultura se refugia en conmemoraciones, la educación en huelgas, la salud en listas de espera. La comunicación oficial, saturada de transparencia y empatía, se volvió ruido blanco de confrontación de fake news.
La administración de Boric es la imagen más precisa de la entropía institucional; todo sigue funcionando, pero cada vez con menos sentido. Nada colapsa de golpe; todo se degrada lentamente y a ratos con errores de estudiantes de pregrado. El país vive encapsulado en la zona gris del fracaso elegante, donde la impotencia se confunde con virtud.
La derrota epistemológica de Jeannette Jara y la condena democrática chilena
El fin del ciclo progresista carece incluso de tragedia. No hay caída, solo desgaste. El Gobierno intentó transformar y terminó redactando balances deficitarios; Jara aspira a continuar y apenas administra el eco en el ruido de la desconfianza de sus aliados progres de soberbio anticomunismo. La alternancia se ha vuelto un espejismo del relato de la caída y un trámite sucesorio.
Jara representa la errática versión administrativa del desencanto que ni si quiera le dio para poder memorizar que la nacionalización del cobre y del litio sí eran parte de su programa de primarias; la ministra comunista obligada a distanciarse de su colectivo, la candidata competente sin relato político estructural, la candidata del deber cuesta arriba. Su liderazgo es útil para perder con decoro. Su derrota, previsible, no será electoral sino existencial; la del proyecto que agotó su lenguaje antes de completar su mandato.
El país votará, como siempre, con resignación. Kast no necesitará ser brillante; le bastará prometer orden y silencio. En tiempos de saturación moral, el silencio tiene poder de consigna, porque Chile ha convertido la democracia en una liturgia del cansancio. Se vota por hábito, se gobierna por protocolo, se opina por reflejo. Las élites ya no piensan el país; lo administran. Los partidos reparten cargos, el Congreso se protege a sí mismo y el Estado produce legitimidad sin autoridad.
No se trata de crisis política, sino de una crisis del conocimiento. Chile ya no interpreta, se contenta con medir mediante indicadores cuantitativos lo que requiere reflexión cualitativa. Jara será la encarnación exacta de esa deriva; empáticos e inclusivos verbos dentro del vacío total. Boric hablaba desde la fe; Jara hablará desde la sonrisa, el baile, el chiste, el abrazo de espaldas a su partido, siendo ambos, rostros distintos de la misma intrascendencia.
El progresismo perdió el monopolio del futuro y con él el sentido de posibilidad y de representación mayoritaria. Una sociedad sin futuro no se rebela; se adapta. Y en esa adaptación, la democracia se convierte en trámite, donde hoy gobierna una oligarquía de lo inclusivamente correcto; gente que mayoritariamente no roba, no grita y no entiende. Una clase dirigente que convierte la empatía en política, el lenguaje de las disidencias en justicia social, la gestión en utopía. Mientras tanto, la historia le pasa de por encima.
Chile repite su ecuación; exige cambios radicales, obtiene reformas cosméticas. Cada voto castiga al poder, pero lo reconstruye igual. Cambiamos presidentes para no cambiar de destino. Cuando Jara pierda, el país aplaudirá con cortesía. Habrá discursos medidos, banderas plegadas, agradecimientos sobrios. El progresismo se retirará convencido de que la historia lo absolverá. Pero la historia, como siempre, ya habrá cambiado de tema.
El legado post electoral será de un Estado más grande, una sociedad más escéptica y una ciudadanía más sola. Nada heroico y nada terrible; solo el vacío prolijo de una época que confundió conciencia con poder democrático estructurante. Porque lo que Chile vive no es una crisis política; es una extinción cultural del poder. Gabriel Boric fue su síntoma ilustrado —un líder inquieto y abierto, con biblioteca y sin proyecto—; Jara, su epílogo administrativo de una comunista obligada a renegar de sí misma por marketing político. La democracia chilena no agoniza; ha institucionalizado su fracaso. ¡Y esa, quizás, es la forma más elegante de morir que una república puede inventar… Next!
2 comments
Excelente!
Qué texto! Preciso, lúcido e irónico (son joyas resplandecientes). Algún estadio pide la cabeza del autor.