Durante una cálida tarde de verano del año 1997 y mientras se desarrollaba un emotivo homenaje a mi abuelo – Jorge Mardones Restat – divisé entre los asistentes al poeta Raúl Zurita. Siempre me produjo un especial interés la articulación de sus palabras, su estrepitosa manera de confrontar lo que le había tocado vivir y la seguidilla de fábulas que se tejían en torno a sus presentaciones, le agregaban un condimento muy atractivo a su persona; entre otras cosas, porque este ulterior antecedente tiene un fuerte vínculo con los cultores de la performance y en aquella época, miraba con cierto interés todo tipo de manifestaciones ligadas a la expresión verbal. Quizás por eso, todo lo que salía de los márgenes establecidos le asignaba una cuota importante de afecto, no lo puedo negar. Y me volcaba sobre determinados escritos que encontraba en algunos boliches de la calle San Diego, revistas poéticas editadas en los colegios, textos que pasaban de mano en mano y cuando los ingresos daban para solventar alguna excentricidad, compraba algún ejemplar de un escritor encumbrado para ir formando mi propia biblioteca. Con lo cual, el abanico de autores iba en constante aumento y ese incremento permitía hacer algunos balances y comparar estilos era un aprendizaje necesario. Y así me fue revelado el uso de los arquetipos, identifiqué algunas corrientes y simpaticé con movimientos que tenían un denominador común; la innovación. Fue en ese momento que leí por vez primera la edición inicial de Anteparaíso; su contenido me provocó una inusitada reacción y releí dicho ejemplar en innumerables ocasiones, sus versos alcanzaban el borde de un imaginario desgarrador, tenía un tinte peculiar esa manera de escribir, de innovar. Las playas de Chile transmitían una atmósfera sobrecogedora, había algo cautivador en esa construcción, los cielos de Nueva York fueron testigos de esas andanzas y en el país, los críticos miraron con buenos ojos la aparición de una nueva voz. ¡Eso me voló la cabeza! Por lo mismo, la ocasión ameritaba un seguimiento en especial. Lo tenía al alcance de la mano y para un fotógrafo este tipo de oportunidades no se pueden dejar pasar. Lo cierto es que Raúl mantenía una relación hace ya largos años con Amparo Mardones – sobrina de mi abuelo – y por lo tanto no fue extraño verlo entre los concurrentes. Ese ese ambiente familiar me movía como pez en el agua y desde que fijé mi vista en él, apuré el paso, me escabullí entre el gran número de comensales que escuchaban atentos las palabras del orador y mientras la semblanza seguía su curso natural, encontré un lugar preciso desde donde apuntar, esperé algunas pausas del tribuno, hasta que logré un ángulo exacto y lo pude fotografiar con ese gesto tan particular que lo caracteriza.
(*) Del libro “Retrato hablado”