Una ciudad en las alturas

por Mario Valdivia

La globalización independiza aún más del estado nacional a múltiples prácticas e instituciones a las que este reconoce el derecho de constituirse con autonomía al interior de sus fronteras (empresas, economía, ciencia, universidades, prensa, religión y muchas más). Recubierta hace poco por el retorno de una geopolítica de perros grandes, la globalización reduce aún más el poder del estado nacional de tamaño promedio. Un quiltro enano en comparación con el capital y la capacidad de gestión internacional que necesita desesperadamente, con el crimen organizado global, y con dispositivos militares acojonantes. Sus finanzas son evaluadas constantemente por empresas y organismos financieros internacionales, y está sujeto a cortes de justicia internacionales que vigilan su comportamiento con los derechos humanos, laborales, de salud…, y a tribunales de arbitraje extranjeros que zanjan diferencias con quienes invierten en su territorio. Incapaz de controlar las fronteras nacionales y zonas relevantes de su geografía, debe subordinarse sin más a las reglas de múltiples territorios digitales en los cuáles trascurre cada vez más la existencia de sus ciudadanos. 

¿Qué les ocurre a nuestros dirigentes políticos cuando después de ponerle tanto empeño se encuentran con la debilidad del poder de sus cargos en el ejecutivo y el parlamento? Un poco de historia ayuda. En el Siglo V de la E.C, Agustín, obispo de Hipona, inventa el gran escape de la impotencia cuando el poder del imperio romano cristiano, incluyendo los obispados, se derrumba. Crea una ciudad en las alturas, La Ciudad De Dios, donde impera la verdad y la justicia, el lugar de una prometida salvación eterna para las almas santas, y se resigna a la falta de poder en las tierras bajas, sujetas a maniobras demoníacas por quizás cuánto tiempo más, a pesar de la venida de Cristo; Dios así lo quiere. Cambia la política en las bajuras por la prédica de altura.

Quizás por eso el lenguaje político actual es tan ambiguo. Navegando entre alturas y bajuras, como que le sobra tiempo, tal vez lo más escaso en las tierras bajas, y se mueve en el presente eterno de la alta ciudad. ´Estamos trabajando incansablemente´, ´damos todo nuestro esfuerzo´, son declaraciones que parecen cuidar activamente las bajuras, pero en su eterno presente sin promesa terrenal, generan la sospechosa ambivalencia de ´rezamos incesantemente por ustedes´.

Ambiguo, y creador por declaración desde lo alto de lo democrático, lo inclusivo, lo feminista, lo solidario, lo patriota. Y, también predicante, nos llama repetidamente a ´reflexionar´, a hacerlo ´con profundidad´ o ´con altura de miras´, ciertamente una acción política de altura más bien inactiva aquí abajo. Y con tintes moralistas, abunda en proclamar mandamientos como ´es inaceptable que…´cuando los pecados que no deberían aceptarse ocurren por enésima vez.

Los herederos de Agustín hacen lo mismo. Es que la prédica de alturas la tiene fácil, puede exigirles a las bajuras que se comporten a la altura a sabiendas de que es imposible, sin tomar más responsabilidad en éstas que seguir predicando. 

La prédica es una petición de superioridad moral, epistemológica y ontológica. Pero como ocurre habitualmente con los predicadores, poco después de nuestra adolescencia descubrimos que son un tanto incompetentes para habitar en el blend santo y demoníaco de las enrarecidas tierras bajas. Un tantico infantiles. Dejan caer desde púlpitos en las alturas simplicidades que no funcionan abajo, estándares imposibles, quizás precisamente para recubrir con quejas arrogantes su incompetencia e infantilismo. Para esconder su impotencia sin avergonzarse, el lenguaje predicante de alturas cuenta con la presencia demoníaca, ´el mundo es complejo´, cuando, a menudo, no sabe qué hacer. Y con una entereza digna del gordo Loyola, llama a persistir luchando porque la salvación final es cosa de tiempo. 

Sin embargo, también es cosa de tiempo para que las ciudadanas puedan cacharse que las alturas son más arrogancia e incompetencia que otra cosa. Pero la firme es que no es llegar y arreglar el mundo desde un centro de poder con tan pocas calorías como el estado nacional. Agustín se la cachó clarita y salió jugando.       

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