En estos días despidiendo a Pelé recupero sensaciones y emociones de aquellos años aún lejanos del actual imperio del negocio futbolero – por salud mental me ahorro cualquier referencia al escándalo de Catar 2022 – y reivindico lo esencial que ocurre en el campo de juego justificando la pasión de multitudes.
El equipo de Santos entrenaba para uno de los imperdibles hexagonales internacionales de verano, realizados en el Estadio Nacional desde mediados de los años sesenta, en el entonces acogedor recinto Santa Rosa de Las Condes, heredado muy singularmente por la Universidad Católica. La suerte y un relajo mediático inimaginable para los tiempos actuales permitían que, junto a mi hermana Rosario, observáramos, después de un día de piscina, la práctica del mítico elenco de Edson Arantes do Nascimento. Para la leyenda familiar quedaría el pelotazo de Pelé que rozó la espalda de Rosario. Fue lo más cerca que estuve del Rey, cuyas presentaciones en aquellas jornadas vespertinas múltiples en el Nacional nunca nos perdimos con mi viejo.
El Rey ya estaba consagrado desde su debut, con 6 goles decisivos, en el Mundial de 1958 en Suecia, donde obtuvo con Brasil la primera de tres estrellas universales, recién cumplidos sus juveniles 17 años. Una conjunción de logros insuperables que Pelé inauguró entonces celebrando emocionado y aferrado a los hombros del arquero Gilmar. Fue cuando la revista francesa L´Equipe le otorgó el título de “O Rei”, que lo inmortalizaría. Como corolario, el adolescente renegoció su contrato con el Santos por 22 mil dólares de prima, una casa y un automóvil Volkswagen.
En estos días de despedida de Pelé recupero sensaciones y emociones de aquellos años aún lejanos del actual imperio del negocio futbolero – por salud mental me ahorro cualquier referencia al escándalo de Catar 2022 – y reivindico lo esencial que ocurre en el campo de juego justificando la pasión de multitudes. Entonces añoro una vivencia de cuando yo sumaba los mismos 13 años que hoy tiene mi nieto Martín. Un 6 de febrero de 1963 la U derrotó 4-3 al Santos de Pelé. Esa noche se controlaron 72.104 espectadores – inimaginables en el actual Estadio Nacional – y pese al brillo de Pelé (los brasileros venían de ganar la Copa Intercontinental al Benfica de Portugal) que anotó dos goles, uno de ellos con una sensacional chilena inatajable para Manuel Astorga, el ballet azul dirigido por el zorro Álamos brindó una alegría suprema con los goles de Carlos Campos, Braulio Musso, “Chepo” Sepúlveda y Leonel Sánchez.
Con todo, la mejor exhibición de buen fútbol ocurrió dos años después, en enero de 1965, durante la victoria del elenco de Pelé por 6 a 4 a la selección de Checoslovaquia. Julio Martínez lo inmortalizó en la revista Estadio:” Pasará el tiempo. Veremos centenares y miles de partidos. Pero la memoria siempre volverá a este espectáculo de la noche del 16 de enero. 45 minutos para la historia. Todo se hizo bien en ese primer tiempo. Fútbol veloz, preciso, de esquemas claros. Los dos cuadros encaminados al mismo fin con medios diferentes, Más fluidos, más elásticos los brasileños. Más fuertes, más resueltos los checoslovacos. Fútbol de técnica pura, también en distintos matices. Más naturales los de Santos, con más esfuerzo los europeos. Pero con el mismo objetivo logrado. Dominio de pelotas, paredes y hasta túneles ejecutados por ambos lados con un mismo sentido funcional”
Llegó el momento de despedir al Rey con su corona ganada en la cancha. Ciertamente soy incapaz de resumir mejor su genio como lo hiciera el maestro Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra: “Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el Gobierno de Brasil lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la Selección brasilera y dos con el Club Santos.
Después de su gol número mil siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar.
Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo.
Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las canchas nunca regaló un minuto de su tiempo, y jamás una moneda se le cayó del bolsillo.
Pero quienes tuvimos la oportunidad de verlo jugar hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe”.
El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!
Publicado originalmente en www.offtherecordonline.cl
2 comments
Buen artículo… me recuerda la incónica frase de Menoti: Pelé era de otro planeta.
Oh. Yo vi ese partido en que el Ballet Azul le ganó 4 a 3 al Santos de Pelé. Maravilloso…!!!