A 40 años de Las Malvinas. Las ánimas de Puerto Stanley. Por Gabriel Pérez Mardones

por La Nueva Mirada

Es sabida mi fascinación por los territorios ultramarinos; por eso cuando logré sortear con éxito los trámites en la aduana del puerto de Río de Janeiro e ingresé a la cubierta del barco que me conduciría a la latitud 52 sur, me embargó una profunda emoción, miraba a mi alrededor para buscar el semblante de mi padre y comunicarle con la mirada esta insondable exaltación.

La sola posibilidad de apreciar con mis propios ojos la entrada en ese disputado archipiélago se asemejaba a una fábula, envuelta con aromas de otra época, una suerte de viaje en él tiempo, por eso me acordé de Alonso de Camargo y Américo Vespucio, por eso también pensé en cómo hablar de aquellas islas que alguna vez estos eximios navegantes divisaron en el horizonte de su travesía.

Esa singular división me generó un verdadero acertijo; porque esa dicotomía lingüística me transportó a los tiempos de mi temprana juventud, al 2 de abril y los albores de los años 80.

En aquella época, ni siquiera había visto con detalle un mapa que cartografiara esa zona y desconocía la dualidad en torno al nombre con que habitualmente las mencionan. Sin embargo, al enterarme por la prensa de la bélica disputa en la que se enfrascaron argentinos e ingleses y que posteriormente desembocó en una extraña guerra; fría, dispar y asimétrica.

Pensé en los fantasmas que esta generaría…

30 años después; ellos, nunca dejaron de revolotear mi cabeza, pero seguí al pie de la letra el itinerario de este intempestivo viaje; milla tras milla, puerto por puerto.

Y así pasaron Montevideo, Buenos Aires y seguíamos nuestro derrotero…

A medida que nos internábamos en el océano, el vaivén de las olas, adornaban las conversaciones que versaban sobre el próximo destino; revisábamos mapas, historia, personajes y algún dato extra que siempre es bienvenido cuando se navega.

Nos encontrábamos en el confín del mundo y en vísperas de la llegada del temido 2012.

Y cosa curiosa para esta latitud, un conjuro se apoderó de las tempestuosas aguas, modificando su agitada esencia hasta transformarlas en un verdadero espejo y al ritmo de esa inesperada quietud, seguimos navegando rumbo al noreste de la isla Soledad.

En la madrugada del 31 de diciembre; cuando la temperatura bordeaba unos pocos grados, asomamos la proa en el canal que conduce a la bahía de Puerto Stanley.

Y ahí estaba, imponente, el punto neurálgico del mentado archipiélago. Inmediatamente se apodero de mí una extraña sensación; mezcla de pena, soledad y desamparo y a la vez me vi sumergido en una visión alucinante por el paisaje que estaba frente a mis ojos.

No pude dejar de acordarme de tantos amigos argentinos que, sin lugar a dudas, miran estos promontorios ultramarinos con otro cristal.

Apenas desembarqué en el muelle que conduce al corazón de este poblado; mantuve un riguroso silencio, las calles vacías de este villorrio fueron testigos de mi exacerbado mutismo, como un sentido homenaje a los caídos en la guerra.

Pasaron las horas y para mi sorpresa las calles seguían estando vacías; como si se tratara de un pueblo habitado por fantasmas y las ráfagas de vientos que sacuden este escenario, fueran las voces silentes de las ánimas perdidas en la guerra de Las Malvinas.

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