Algunos dicen que en Uruguay no pasa nada. Por Fernando Butazzoni, desde Montevideo

por La Nueva Mirada

Hace apenas una semana, un juez subrogante del área administrativa del Estado prohibió, en una sentencia que unos calificaron como «histórica» y otros como «disparatada», la vacunación contra el COVID a los menores de 13 años, hasta que las autoridades competentes aporten una «completa documentación» sobre las características de la vacuna, y los contratos con la farmacéutica Pfizer. El gobierno montó su jaleo mediático y apeló el fallo. Todo hace prever que los militantes antivacunas se quedarán sin festejos. A raíz de la sentencia, el juez en cuestión fue tachado de irresponsable, delirante, ignaro y otras preciosuras. La madre del borrego está en los contratos (confidenciales) con la farmacéutica, pero de eso las autoridades no hablaron. Fue como si nada hubiera pasado.

Cuatro semanas antes, un ministro de Estado había resuelto intervenir administrativamente un club de fútbol y con ello sublevó a medio Uruguay. Después de la decisión del gobierno hubo amenazas de muerte, peleas a golpes de puño, renuncias forzadas en el club y una huelga decretada por todo el gremio de los futbolistas, en solidaridad con los agraviados. Hasta el presidente de la República se puso a hablar del asunto. Sin embargo, las amenazas no se concretaron, las aguas se aquietaron y la huelga fue levantada, así que la pelota volvió a rodar sobre el césped, como si nada hubiera ocurrido.

La semana pasada, una alta figura del gobierno, la senadora Graciela Bianchi, segunda en la línea de sucesión presidencial, criticó a la izquierda en general y al Frente Amplio en particular, por haber invitado al exdirigente político español Pablo Iglesias a dar una conferencia en Montevideo. El motivo brindado por la senadora para la crítica fue una fake news gigante: según Bianchi, el señor Pablo Iglesias había sido juzgado y condenado en su país por lavado de dinero. Esa información era cien por ciento falsa, pero nadie pareció preocuparse por eso. Ni siquiera le pidieron aclaraciones.

Y, como es una reincidente contumaz, la misma Graciela Bianchi estampó en esa misma instancia otra de sus perlas dialécticas: negó que ella amenazara a los periodistas (de lo que ha sido reiteradamente acusada), para apuntar a continuación contra una periodista, a la cual aseguró tener «en la mira». La metáfora fue, por lo menos, amenazante. La oposición pidió juzgar la inconducta de la tal senadora, pero como el pedido no tuvo los votos necesarios, con el transcurso de los días el asunto pareció diluirse, como si nada hubiera pasado.   

Antes y después de eso, ha habido en el país una serie de asesinatos horribles, casi todos con descuartizamiento incluido y posterior incendio del cadáver, aunque en un caso por lo menos se constató que la víctima había sido quemada viva. En total fueron ocho los descuartizados y prendidos fuego en pocos días. No se trató de un asesino serial. Las autoridades opinaron que «en la mayoría de los casos fue un ajuste de cuentas», que en el lenguaje policial quiere decir un enfrentamiento entre bandas y clanes dedicados al microtráfico de pasta base de cocaína. El ministro del Interior tuvo que ir al Parlamento a dar explicaciones, donde recibió críticas de la oposición y el apoyo del oficialismo. Salió de allí tan campante, como si nada hubiera pasado.

En medio de esa batahola criminal, el gobierno resolvió quitarle a la empresa estatal de telecomunicaciones el usufructo exclusivo de la trasmisión de datos y el servicio de internet a los hogares. Un negocio de cientos de millones de dólares de facturación anual que pasó a ser compartido, en lo esencial, por los tres grupos económicos más poderoso de Uruguay vinculados a los medios. Son los propietarios de los tres canales privados de televisión abierta que existen en el país. Hubo denuncias de ilegalidad, reclamos sindicales, amenazas de conflicto, pero la jugada está hecha y no parece que haya marcha atrás. Los canales privados contentos y el Estado recalculando las pérdidas, como si nada hubiera pasado.

Y la joya de esta corona de cosas que no pasan pero que sí pasan es la isla artificial, anunciada con bombos y platillos para ser construida frente a Montevideo. Con el transcurso de los días se supo que no era un proyecto, ni un anteproyecto, ni siquiera el esquema de un posible anteproyecto. Era una idea, que acabó por ser tomada para la chacota y calificada como «la isla de la fantasía». Las reacciones a favor y en contra fueron enérgicas, con declaraciones de eminentes urbanistas, arquitectos y autoridades de la ciudad. Unos con una posición, otros con la contraria. Pero el tema quedó en eso, como si no hubiera pasado nada.

Para muchos, entonces, Uruguay es un país en el que no pasa nada, o pasan cosas de menor calibre, tan anodinas que ni siquiera merecen un seguimiento de la prensa. Hay quienes, por el contrario, opinan que en Uruguay sí pasan cosas muy importantes, pero no esas que agitan el avispero de la aldea, sino otras que cruzan por detrás del escenario y de puntillas. La principal es la implementación de una política económica, diseñada para efectuar una transferencia de recursos desde los trabajadores activos al sector empresarial más poderoso, por un monto que algunos economistas cifran, para el final del actual período, en unos 5.400 millones de dólares. Redistribución invertida: de abajo hacia arriba.

Con este gobierno los uruguayos ricos se han hecho mucho más ricos, aunque no más patriotas. Un puñado de ellos tiene unos 10 mil millones de dólares depositados en el exterior, y otros 6.300 millones en el sistema financiero local. Muchas finanzas, poca inversión productiva. El resultado es previsible: hay más pobres, más desplazados, más excluidos. Y también más automóviles de alta gama y más barrios privados cerrados a cal y canto.

La estrategia del gobierno parece encaminarse al entretenimiento masivo con fuegos artificiales que, se busque ello o no, facilitan el simplismo y exacerban la polarización. Se trata de deslumbrar con asuntos que dividen y son la comidilla durante una noche, y que dejan a todo el mundo en sombras a la mañana siguiente. Cosas intrascendentes que, o se resuelven de buena manera para el gobierno, o se diluyen en la nada. A eso pareció apuntar el historiador y académico Gerardo Caetano hace unos días, cuando a propósito de la polarización social, advertía que «no son aprestos irracionales. Son apuestas políticas muy afinadas, muy libretadas, muy pensadas».

Esas apuestas políticas afinadas, que han tenido su correlato regional en Bolsonaro, en Iván Duque, en Macri y en Piñera, parecen estar en sus horas bajas. Habrá que ver si en Uruguay eso se expresa en algún cambio de rumbo por parte del gobierno, o si se continúa con los entretenimientos en un país en el que, dicen los distraídos, nunca pasa nada.

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