Bolivia: ¿Una restauración conservadora?

por La Nueva Mirada

Sergio Molina Monasterios

Pese a la rebelión de sus sectores más leales, Evo Morales, el otrora líder indiscutible del movimiento popular boliviano, decidió que la mejor alternativa de cara a las elecciones del próximo 3 de mayo es una fórmula que combine la seducción de las clases medias urbanas que se sublevaron en su contra el 20 de octubre pasado forzando su exilio, junto a la representación del mundo indígena que aún le es leal en sectores periurbanos y rurales.

Evo ungió a la dupla compuesta por Luis Arce Catacora, ex ministro de Economía y artífice del crecimiento, redistribución y de la estabilidad macroeconómica que caracterizó a Bolivia en los últimos 14 años (con el imprescindible auxilio de la bonanza que se vivió en ese mismo periodo), y David Choquehuanca, ex canciller de la República, con fuerte ascendencia sobre los movimientos campesinos e indígenas pero que se había distanciado de Morales en los últimos años.

Para tomar esa decisión clave, Evo tuvo que pasar por encima de movimientos que aún le son leales y los sindicatos cocaleros, su guardia pretoriana, que habían definido otra cosa. Ambos sectores, consideraban que era mucho más representativa una fórmula en la que también estuviera Choquehuanca (pero como presidente), pero no junto a un k’ara (blanco) como Arce, sino con el otrora delfín de Morales y joven líder cocalero: Andrónico Rodríguez.

Aquella que marcará la posibilidad de supervivencia del partido y de su legado: el intento más sui generis de estatismo con una fuerte matriz cultural indígena que haya habido en Bolivia.

Morales decidió otra cosa y habrá que ver si sigue teniendo la capacidad de mantener la unidad de su partido, ahora que ya no está en el poder y vive a miles de kilómetros de La Paz, en la disputa surgida con quienes se quedaron en la resistencia en defensa de su gobierno y sienten como una traición que no los haya tenido en cuenta a la hora de tomar la definición más importante de esta nueva etapa. Aquella que marcará la posibilidad de supervivencia del partido y de su legado: el intento más sui generis de estatismo con una fuerte matriz cultural indígena que haya habido en Bolivia.

Al margen del desenlace que tenga esta decisión (que hubiera sido genial si se hubiera tomada apenas unos meses atrás, pero que ahora aparece como extemporánea y discutible), no se debe olvidar que el movimiento popular boliviano sufrió en las últimas semanas una enorme y perdurable derrota, que tuvo su corolario en noviembre pasado, pero que tiene su origen cuatro años atrás, cuando el 21 de febrero de 2016, una extraña alianza de sectores demócratas urbanos, junto a ultras de izquierda y derecha y desencantados del MAS de todo cuño, se opusieron a rajatabla a la nueva reelección que buscaba el caudillo, ganó por primera vez en una década unas elecciones que antaño siempre habían sido hegemonizadas por el MAS acaparando más del 60% de respaldo popular.

De esa forma, la angurria por el poder, la desconfianza patológica al surgimiento de posibles competidores a su alrededor y la ceguera que producen los largos periodos gubernamentales, pesó más que la sensatez democrática y Morales se resistió hasta su derrocamiento a la posibilidad de que haya un reemplazo suyo no catastrófico.

De esa forma, la angurria por el poder, la desconfianza patológica al surgimiento de posibles competidores a su alrededor y la ceguera que producen los largos periodos gubernamentales, pesó más que la sensatez democrática y Morales se resistió hasta su derrocamiento a la posibilidad de que haya un reemplazo suyo no catastrófico.

Lo demás es historia conocida: dilapidó su capital político en la búsqueda de una reelección que la propia Constitución plurinacional que había impulsado le negaba; y terminó encabezando una pantomima electoral (fraude masivo según sus opositores, errores menores según sus allegados), que fue la gota que colmo el vaso y que produjo la rebelión y el golpe de Estado que hecho por tierra 14 años de un proceso que en su última etapa ya daba muestras de una fatiga más que evidente, con movimientos sociales cooptados por el Estado, corrupción campante y la modorra propia de un proceso con más luces que sombras pero que necesitaba un oxígeno que Morales, hasta el último día se negó a darle.

Un movimiento que comenzó democrático pero que tiene el revanchismo y el descabezamiento como principales consignas y que está cometiendo con mucha mayor rapidez los mismos errores que le reclamaban a Morales

Habrá tiempo para autocríticas y para lamerse heridas que tardarán mucho tiempo en sanar, pero el movimiento contrarrevolucionario urbano que se gestó en su contra hoy es un claro e indiscutido vencedor. Un movimiento que comenzó democrático pero que tiene el revanchismo y el descabezamiento como principales consignas y que está cometiendo con mucha mayor rapidez los mismos errores que le reclamaban a Morales, pero que está imponiendo una nueva hegemonía sin importar el costo: si antaño la hegemonía del MAS era en nombre del pueblo y contra la oligarquía, hoy la “resistencia” como se autodenomina (algo muy parecido a la “primera línea”, con su mística, narrativa y heroicidad pero de signo ideológico contrario), lucha a como dé lugar por restaurar el orden conservador de los 90s. Si para eso tiene que suspender las libertades democráticas, está dispuesto a hacerlo y nadie debe quejarse porque el fin justifica los medios. De esa forma el movimiento popular de las “pititas” cada vez más tiene un tufo conservador y racista, dispuesto a lo que sea para consumar esa restauración.

De esa forma el movimiento popular de las “pititas” cada vez más tiene un tufo conservador y racista, dispuesto a lo que sea para consumar esa restauración.

Son las clases medias urbanas, la élite blanca desplazada y la juventud los principales protagonistas de esta “resistencia” y para ello han encontrado en las redes sociales la herramienta y la narrativa que los unifica (redes sociales en las cuales hoy se define a diario y en forma dramática el desafío que presenta la tecnología a la verdad y a la democracia no solo en Bolivia sino en el mundo). Así se está construyendo con bastante éxito una nueva hegemonía política.

Desde esa perspectiva, el golpe de Estado contra Morales solo tiene antecedentes similares en la derrota de los movimientos populares bolivianos durante las dictaduras de los 60 y 70 y la caída estrepitosa de la Unidad Democrática y Popular (UDP) a principios de los 80, situación que dio pasó al neoliberalismo, las privatizaciones y la pax del Consenso de Washington.

el golpe de Estado contra Morales solo tiene antecedentes similares en la derrota de los movimientos populares bolivianos durante las dictaduras de los 60 y 70

En definitiva, sea cual sea la candidatura del MAS finalmente inscrita (habrá que ver si se impone Morales o pesan más los líderes que no lo acompañaron al exilio), la derrota de su gobierno y por extensión del campo popular, no será fácil de superar en el corto plazo, como tampoco lo será la de la sociedad boliviana que ha recordado con suficiencia sus pulsiones más conservadoras y autoritarias.

Peor aún, en el caso de que el MAS ganara en las elecciones de mayo (poco probable, sobre todo si hay segunda vuelta), en la coyuntura actual difícilmente la precaria institucionalidad boliviana podría evitar una nueva sublevación contrarrevolucionaria. Las demostraciones de militares en las calles en resguardo de lo que podría ocurrir el pasado 22 de enero (día del surgimiento del Estado Plurinacional de Bolivia a través de Morales, su figura más emblemática), son una muestra de lo que puede ocurrir.

Se trata de un discurso dicotómico que solo ve las sombras autoritarias (que las hubo y muchas, aunque lejos de la tiranía de la que se acusa a Morales) y se niega a reconocer las luces de los últimos años (que las hubo también, y muchas).

Y todo aquello a pesar de la división y dispersión que presenta hoy el campo restaurador, que simbolizan las varias candidaturas que comenzaron a surgir, porque hay algo que unifica a esos caudillos y al actual oficialismo, más que cualquier otra cosa: el odio a las “hordas de indios, de narcotraficantes y de comunistas corruptos” que, según dicen, despilfarraron las riquezas del país y lo pusieron de rodillas ante Venezuela. Se trata de un discurso dicotómico que solo ve las sombras autoritarias (que las hubo y muchas, aunque lejos de la tiranía de la que se acusa a Morales) y se niega a reconocer las luces de los últimos años (que las hubo también, y muchas).

El discurso que se ha impuesto es el de la refundación (una tentación a la que ningún populista se ha resistido); una refundación conservadora y de las elites blancas urbanas que necesita arrasar con el estatismo redistribuidor de rentas y la inclusión plurinacional campesina e indígena, que tuvieron en Arce Catacora y en Choquehuanca respectivamente, a dos de sus representantes más lúcidos.

una refundación conservadora y de las elites blancas urbanas que necesita arrasar con el estatismo redistribuidor de rentas y la inclusión plurinacional campesina e indígena, que tuvieron en Arce Catacora y en Choquehuanca respectivamente, a dos de sus representantes más lúcidos.

También te puede interesar

Deja un comentario